Dicen que a los 40s la vida nos vuelca a pensar en lo que hemos vivido y en lo que queremos dejar o seguir viviendo. Nos reevaluamos quiénes somos, cuál es nuestro propósito y qué sentido le vemos a la vida. Yo pensaba que eran cosas de mayores y que yo tenía mi vida perfecta. Un esposo educado e inteligente, unas finanzas “aseguradas” y que todo estaba bien. Me sentía plena con lo que tenía. Vaya qué equivocada estaba… en el 2023 me fui del país para Nueva Zelanda a estudiar inglés y a abrirme camino para lograr la residencia y que mi esposo finalmente pudiera ir y vivir los dos allá para disfrutar de una vida tranquila, en un país maravilloso.
Ese era nuestro sueño… pero Dios tenía otros planes. Allá cumplí mis cuarenta y fue como un cerrar y abrir los ojos para darme cuenta de que la vida que tenía, ni estaba asegurada, ni tenía un esposo ideal, ni me sentía bien conmigo misma. Esto llegó en esos momentos de soledad, tejiendo y creando cosas para regalar a mis compañeros de salón de clase de inglés, que poco a poco terminaban sus cursos y se devolvían a sus países de origen, esos compañeros que me acompañaron y apoyaron en esta nueva experiencia en un país lejano.
Pasaron casi dos años cuando decidí devolverme a mi país para tratar de organizar mi vida y reconstruir un matrimonio que se había desmoronado. Confieso que no fue fácil tomar la decisión de dejar atrás el sueño de vivir en otro país y de dejar la vida que había construido yo sola allá. Recuerdo que oraba y le pedía a Dios que guiara mis pasos y me mostrara el mejor camino para mí.
Con mi esposo tratamos de levantar lo que quedaba de la relación, pero había algo que me decía que ya no pertenecía a este hogar, cada vez que me refugiaba en mis lanas y agujas, sentía que ya no encajaba, que mi alma necesitaba salir y sentirse libre. Mi sentido de urgencia me decía que debía emplearme como psicóloga organizacional porque esa es mi profesión y porque debía tener estabilidad financiera para salir de ese lugar y crear una nueva vida sola. Pero al mismo tiempo, no quería de nuevo emplearme en una compañía, cumpliendo horarios, estresándome por problemas ajenos e inventando cuanto taller de liderazgo hay para poder sentirme productiva.
Esto me llevó meses, entre conversaciones con mi esposo, acuerdos, compromisos que se rompían, frustraciones, discusiones en las que gracias a Dios nunca hubo maltrato físico ni verbal, pero sí psicológico y en las que, al final, yo me sentía culpable por algo que no había hecho y terminaba pidiendo perdón y tomando una actitud sumisa y complaciente. Fueron estos momentos en los que toqué fondo en los que realmente pude aceptar que esa voz interior que me decía que ya no pertenecía a este espacio se hacía cada vez más fuerte y me animaba a mirar nuevas formas de salir adelante.
Recuerdo que un día acordamos ir a cenar con una amiga, con quien hacía mucho no nos veíamos. En esa cena, ella invitó a otra amiga y esta amiga me escuchaba contando mi historia y se sintió tan identificada, que ella misma me contó su historia, había sido muy similar, una relación en la que ella también perdió su identidad por complacer a su pareja y en la que poco a poco se fue redescubriendo y pudo salir adelante con su nueva vida. Ese día confirmé que Dios pone las personas perfectas en los momentos perfectos. Esa noche llegué a mi casa con otro enfoque, venía decidida a decir no más y salir a buscar mi destino. Sin embargo, volvió de nuevo la manipulación y caí, pero no del todo.
Empecé a observar más, a ser más consciente de mis actos, de lo que yo quiero para mí y de quien soy. Cada día que agarraba mis lanas y aguja para tejer, me sentaba en el sillón, respiraba profundo, ponía intención a cada proyecto que iniciaba y pensaba en cómo me veía como emprendedora, vendiendo mis creaciones llenas de amor. En esos momentos vi la posibilidad de crear un negocio de esto que me genera paz, que disfruto y me llena de satisfacción al ver el resultado y los avances que he tenido. Veo mi progreso desde la niña que se dijo que nunca sería capaz de tejer nada porque no fue capaz de aprender, hasta la adulta de 40 años que un día tomó la decisión de empezar y de construir su propio destino.
Hoy miro hacia atrás y veo que las lágrimas, “fracasos”, dudas y miedos, fueron parte del proceso para sanar, para conocerme y sobre todo para sacar mi mejor versión. Hoy puedo ver que cada persona que se ha cruzado en mi camino me ha mostrado una parte de mí, de lo que soy y de lo que quiero ser. Incluso, escribir este artículo es parte de mi proceso sanador, doy gracias a Dios por ponerme a Laura en el camino y mostrarme que siempre vamos a poder empezar de nuevo y que la escritura es parte del proceso de escuchar nuestra alma y que somos nosotras mismas quienes tenemos las respuestas dentro, sólo debemos sacarlas a través de la escritura y en mi caso, de mi encuentro conmigo misma y el tejido.