En un contexto sociohistórico de culto al individuo, la cooperación se presenta como un elemento esencial para enfrentar los problemas globales. En las próximas líneas plantearemos la idea de que un futuro equitativo, sostenible y con posibilidades reales de desarrollo social sólo será posible en tanto se fortalezcan los vínculos interpersonales, societarios y transnacionales.
En los últimos años, el mundo ha sido testigo del resurgimiento de ideas y movimientos políticos y sociales que hasta hace no mucho tiempo creíamos que se habían quedado en el recuerdo de los siglos pasados de la humanidad. Estas corrientes promueven un modelo social, económico y político en el que priman la riqueza personal a -casi- cualquier costo, la competencia intersubjetiva, la meritocracia y el individualismo como pilares de un progreso entendido como algo que es única y exclusivamente personal, y nunca colectivo.
En este marco, las políticas de intervención de los Estados que se han puesto en práctica en las décadas pasadas en pos de generar una mayor equidad social son vistas como un avasallamiento estatal sobre los derechos del individuo y como una forma de vulneración a sus libertades. Ahora bien, lo sorprendente es que las personas que verían “afectada su libertad” (o, más precisamente, sus ganancias económicas) por las políticas públicas estatales son siempre quienes se han apropiado del capital económico, social y político de las sociedades globales contemporáneas. Por medio de los mecanismos cada vez más masivos y monopólicos de propaganda contemporánea, los más poderosos del mundo han logrado instalar discursos y prácticas entre las mayorías que, curiosamente, los llevan a proteger no sus intereses de clase, sino los de sus propios opresores. Por esta razón, los movimientos sociopolíticos a los que han dado lugar lograron instalar mayorías legislativas y ocupar cargos del poder ejecutivo a nivel global.
En este clima sociopolítico, ciertas voces que resuenan fuerte han acusado a los movimientos sociales que buscan recuperar el valor de lo colectivo de ser anacrónicos, corruptos o, incluso, de promover ideas golpistas a los valores sagrados de una democracia entendida como únicamente la elección de un representante a través del voto, aunque lo fuera por vías poco legítimas desde el punto de vista de la discusión democrática.
A pesar de esta moda individualista que ha ido tomando valor, los acontecimientos sociohistóricos acontecidos en los últimos años en el mundo dejan ver que la cooperación resulta clave para enfrentar los desafíos globales actuales. El cambio climático, las crisis sanitarias, el crecimiento de las desigualdades sociales y los fenómenos migratorios –por nombrar sólo algunos hechos– son fenómenos que, lejos de poder ser resueltos mediante acciones aisladas, requieren de la cooperación a nivel interpersonal, societario y transnacional.
Por un lado, se ha demostrado que la articulación de redes sociales a nivel comunitario es imprescindible para enfrentar fenómenos vinculados al aislamiento, la pobreza y la exclusión social. Y, por otro, si bien el individualismo tiende a ignorar las desigualdades estructurales que existen en la sociedad pues achaca la falta de recursos a una cuestión exclusivamente derivada del mérito personal, la cooperación resulta fundamental en la construcción de sociedades con un proyecto de futuro para la totalidad de sus ciudadanos.
Las nuevas viejas ideas que han resurgido con toda violencia en los últimos años están organizadas alrededor de valores sociales racistas, xenófobos, individualistas y meritócratas. Frente a este complejo escenario, diversos pensadores del campo de las ciencias sociales se encuentran actualmente investigando un fenómeno que casi no encuentra precedentes: hoy en día, por primera vez en la historia de la humanidad, las generaciones más jóvenes son más conservadoras que las personas de mayor edad. El resurgimiento de estas tendencias se ha achacado al contexto mundial de frustración con la política tradicional y a una serie de problemáticas derivadas de la globalización, la mundialización, la desigualdad económica y la crisis migratoria.
Tan profundos son los cambios sociohistóricos acontecidos a nivel mundial en los últimos años que algunos autores anuncian que el capitalismo ha muerto en manos del propio capital y que, en su lugar, se ha producido el advenimiento de un nuevo paradigma socio-económico denominado “tecnofeudalismo” (Varoufakis). Esta perspectiva afirma que en un contexto de profundos cambios en la economía mundial, las grandes mayorías habríamos retornado a la antigua condición feudal de siervos que contribuimos de forma completamente voluntaria y sin remunerar al acrecentamiento del poder y la riqueza de la nueva clase dominante: una élite conformada por los dueños de las grandes plataformas digitales y otras corporaciones tecnológicas.
En este mundo de cada vez más profundas desigualdades sociales y signado por el control de la población de parte de un puñado de compañías tecnológicas, en el que sólo accedemos a la información habilitada por los algoritmos, resulta fundamental el establecimiento de redes sociocomunitarias de cuidado, enseñanza, aprendizaje y cooperación. Un presente dominado por la fragmentación impuesta por el individualismo digital sólo podrá devenir en un proyecto de vida para todas las personas a través de la organización colectiva. Este es el único camino para construir sociedades verdaderamente democráticas.