COP 30 es la denominación oficial de la conferencia de la ONU sobre el cambio climático que se celebra en Belém, Brasil, del 10 al 21 de noviembre. Pero los pueblos indígenas de todo el mundo llevan años asignándole otra numeración más acorde con su experiencia histórica sobre los problemas que se debaten. La fecha es la de la llegada de los colonizadores europeos a sus territorios. En el caso de Brasil, 1500.

El problema del cambio climático comenzó con el colonialismo y el capitalismo y continúa hasta hoy. No se resolverá mientras el colonialismo y el capitalismo dominen nuestras vidas. La crisis ecológica es la otra cara de la crisis social y política.

No vale la pena dar cifras porque son formas de neutralizar la revuelta, ya sean cifras sobre la deforestación de los bosques, el peso de los plásticos en los océanos, el genocidio de Gaza o las matanzas regulares de poblaciones empobrecidas de las favelas de Río de Janeiro. Las cifras son entidades abstractas, introducidas con el único objetivo de contar. Los objetos que contamos (muertos, árboles talados) no son cifras, son seres únicos que reducimos a una cifra para poder acomodarlos en una concepción de la realidad que no cambia, sea cual sea la cifra.

Al igual que los presos no son números, aunque tengan un número. Nos hemos acostumbrado a designar el horror por la cantidad para convivir más fácilmente con él, es decir, sin tener que cambiar las concepciones políticas, económicas y culturales que lo producen de manera sistemática. Quién hace los cálculos no es contado.

Según las circunstancias, la COP 30 será una orgía o una guerra de números presentes y futuros. Al final, habrá números ganadores y números perdedores para que todo siga igual. Los números solo son útiles para pequeños cambios que no alteran lo esencial. E incluso en este ámbito, el pesimismo sobre la COP 30 está justificado. El negacionismo medioambiental de Donald Trump ha producido un retroceso civilizatorio incalculable al obligar a todos los países ricos en recursos naturales (y empobrecidos en salud, educación, seguridad humana, etc.) a proclamar su soberanía sobre ellos y a demostrarla mediante una explotación más intensa. La reacción a Trump tuvo el perverso resultado de debilitar aún más la cooperación internacional que sería necesaria para hacer frente al inminente colapso ecológico.

Lo que estará en juego en la COP 30, como lo estuvo en las anteriores y lo estará en las futuras, es la falta de voluntad política para afrontar esta verdad fácil de formular, pero muy difícil de poner en práctica: la naturaleza no nos pertenece; nosotros pertenecemos a la naturaleza. La dificultad también es fácil de identificar, pero muy difícil de afrontar: el capitalismo y el colonialismo, que dominan la economía y la sociedad mundial desde el siglo XVI, se han vuelto incompatibles con la supervivencia de la vida humana y de la vida en general en el planeta Tierra. La incompatibilidad también es fácil de formular: para la modernidad eurocéntrica, constituida principalmente por el capitalismo y el colonialismo, la naturaleza nos pertenece y, como tal, podemos disponer de ella libremente. Disponer de ella implica el poder de destruirla.

Para el capitalismo y el colonialismo existe una separación radical entre la humanidad y la naturaleza. La filosofía cartesiana que preside esta dualidad establece una separación y una jerarquía absolutas entre el ser humano y la naturaleza, al igual que separa la mente del cuerpo. Mientras que el ser humano es una res cogitans, una sustancia pensante, la naturaleza es una res extensa, una sustancia extensa e impenetrable.

Como Dios es el pensamiento humano sobre el infinito, el ser humano está inmensamente más cerca de Dios que la naturaleza. El ser humano es verdaderamente digno de la dignidad que Dios le ha concedido en la medida en que se desnaturaliza. Aquí reside la raíz de la línea abismal que caracteriza la dominación moderna, la posibilidad de dualismos absolutos y, con ello, la imposibilidad de un pensamiento holístico. La naturaleza está sometida a una exclusión abismal de la sociedad y lo mismo ocurre, lógicamente, con todas las entidades consideradas más cercanas a la naturaleza. Históricamente, las mujeres, los indígenas, los negros y, en general, todas las razas consideradas inferiores han sido ejemplos de estas entidades.

Todos los principales mecanismos de exclusión y discriminación existentes en las sociedades modernas, ya sea por clase, raza o género, se basan en última instancia en los dualismos radicales humanidad/naturaleza, mente/cuerpo, espiritualidad/materialidad. Las formas en que la sociedad moderna trata la inferioridad tienen como modelo las formas en que trata la naturaleza. Si la exclusión abismal significa dominación por apropiación/violencia, la naturaleza —incluida la tierra, los ríos y los bosques, así como las personas y las formas de ser y de vivir cuya humanidad ha sido negada precisamente por formar parte de la naturaleza— ha sido el objetivo preferido de esta dominación y, por lo tanto, de la apropiación y la violencia, desde el siglo XVII.

La destrucción del medio ambiente y la crisis ecológica son la otra cara de las crisis sociales y políticas a las que nos enfrentamos y que las políticas convencionales son cada vez menos capaces de resolver. Diferentes corrientes de pensamiento han intentado dar cuenta del doble vínculo entre la crisis ecológica y la crisis social. La mayoría apunta a la urgente necesidad de un cambio de paradigma, lo que, por sí solo, indica tanto la gravedad de la crisis que estamos atravesando como la magnitud de lo que está en juego. Coinciden en la idea de que el cambio de paradigma consiste en sustituir el dualismo humanidad/naturaleza por una concepción holística centrada en una nueva comprensión de la naturaleza y la sociedad y de las relaciones entre ellas.

Un paradigma es un tipo específico de metabolismo social, un conjunto de flujos materiales y energéticos controlados por el ser humano que se producen entre la sociedad y la naturaleza y que, de forma conjunta e integrada, sostienen la autorreproducción y la evolución de las estructuras biofísicas de la sociedad humana. A partir del siglo XVI, tras la expansión colonial europea y, en particular, tras la primera revolución industrial del mundo occidental (década de 1830), el metabolismo social característico del paradigma capitalista y colonialista generó un desequilibrio creciente en los flujos entre la sociedad y la naturaleza, lo que provocó una ruptura metabólica. Hoy en día se acepta que esta ruptura, al crear un desequilibrio sistémico entre la actividad humana y la naturaleza, marcó el comienzo de una nueva era en la vida del planeta Tierra, el Antropoceno.

Este desequilibrio se ha agravado de tal manera que actualmente nos encontramos ante una catástrofe ecológica inminente, una situación que, cuando se vuelva irreversible, pondrá en grave peligro la vida humana en la Tierra. Es imperativo poner en marcha, lo antes posible, un proceso de transición hacia un tipo diferente de metabolismo social, basado en un tipo diferente de relación entre la sociedad y la naturaleza. De esto se trata la necesaria transición paradigmática.

La transición paradigmática presupone la necesidad de una filosofía que la sustente y de una fuerte movilización social que la ponga en práctica. La transición es un proceso histórico, es decir, es urgente iniciarla, pero es imposible predecir su ritmo y su duración. Tenemos más razones para ser optimistas en lo que respecta a la filosofía que en lo que respecta a la movilización social.

La filosofía lleva mucho tiempo disponible, es el conjunto de filosofías de los pueblos que más han sufrido por el capitalismo y el colonialismo, los pueblos que a menudo han sido exterminados, cuyos territorios han sido invadidos, cuyos recursos naturales han sido robados, un proceso histórico que comenzó en el siglo XVI y que continúa en nuestra época. Me refiero a las filosofías de los pueblos indígenas u originarios. Afortunadamente, estas filosofías han llegado hasta nosotros gracias a la resistencia y las luchas de estos pueblos contra la opresión, la explotación y la aniquilación. Constituyen uno de los núcleos duros de las epistemologías del sur.

Aunque estas filosofías son muy diversas, convergen en un punto. Lo que denominamos naturaleza es concebido por estas filosofías como Pachamama o Madre Tierra. Si la naturaleza es madre, es fuente de vida, es cuidado, merece el mismo respeto que merecen nuestras madres que nos dieron la vida. En resumen, la naturaleza no nos pertenece; nosotros pertenecemos a la naturaleza. Esta pertenencia radical contradice cualquier idea de dualismo entre el ser humano y la naturaleza. La entidad divina, independientemente de cómo se conciba, es una entidad de este mundo y puede manifestarse en un río, una montaña o un territorio determinado. Lo divino es la dimensión espiritual de lo material y ambos pertenecen al mismo mundo inmanente.

Estas filosofías estarán presentes en la Cumbre de los Pueblos, la COP 525. Serán excluidas de las salas principales de la COP 30, donde los causantes del problema se disfrazarán incesantemente de promotores de la solución. Y si los pueblos indígenas son ocasionalmente admitidos para hablar, en ese momento los delegados oficiales y sus corbatas físicas o mentales aprovecharán para ir al baño, consultar el móvil y responder a mensajes urgentes. De vez en cuando levantarán la cabeza para ver si los indígenas ya han terminado. Después, todo volverá a la sonámbula normalidad del alegre viaje hacia el desastre final.

Todo esto demuestra que disponemos de las filosofías que permitirían rescatar la vida humana y no humana, pero no disponemos de la movilización social que las impulse y de la transición paradigmática que presuponen. De hecho, el período actual parece mucho más hostil a la idea de la transición paradigmática que los períodos anteriores. La máxima hostilidad se deriva de la amenaza de guerra global que se cierne sobre el mundo y de la creciente polarización entre «nosotros» y «ellos» que alimenta la política del odio.

Una nueva guerra mundial será sin duda más destructiva que las anteriores y la destrucción no solo afectará a la vida humana, sino también a lo que queda de los ecosistemas que sustentan la vida en general. A su vez, la polarización social y el tribalismo que crece en su seno, alimentados por los promotores del odio y del identitarismo, hacen imposible que la humanidad dialogue entre sí y con todos los seres no humanos con los que comparte el planeta Tierra. La lucha por la transición paradigmática comienza hoy con la lucha contra la guerra y contra la polarización social alimentada por el tribalismo, el identitarismo y la política del odio.