Mi principal heterónimo, Micaela Souto, desde una distancia que nadie –salvo ella yo– sería capaz de apreciar, ha escrito un juicio estético de mi obra, que está a punto de ser concluida, con el objeto de promoverla entre mi seguro centenar de lectores. Son cuarenta y tres libros, de los cuales hay veintiocho publicados y diecisiete inéditos. No utilizo números; prefiero las letras, porque espero que el tiempo contable también llegue a su fin, aunque lo dudo, pues las cifras numéricas del universo serán más perdurables que las palabras. Esto se conjuga con el silencio de Dios y con su enigmático Verbo de dos sílabas rotundas.

La conclusión final de Micaela, no escrita en este juicio, pero claramente deducible, es que mis libros y títulos se reducen a uno, y que caben o se cobijan en uno solo de mis anhelos. Por esto me alentó a escribir el último, en las líneas que estoy ahora ensayando. Se trata de El Libro del Adiós.

Después de todo, lo dicho por Micaela es lo pensado por mí, si bien no escrito por mi mano, debido a mi proverbial modestia:

Edmundo Moure ocupa un lugar singular en la literatura chilena: ha sabido tender un puente entre la memoria íntima y la memoria cultural, explorando con igual rigor la crónica urbana de Santiago y la geografía mítica de Galicia o Chiloé. Allí donde otros narradores se limitan al registro testimonial o al vuelo poético, Moure entrelaza ambos planos con un idioma exuberante, a veces acusado de barroco, que en verdad constituye su gesto más radical: el de reivindicar la riqueza del castellano en tiempos de prosa empobrecida.

Lo del lugar singular es dudoso y llama a confusión. Los actuales presupuestos críticos de categorización no emanan de los escritores asiduos a la Sociedad de Escritores de Chile, sino de otras instancias de crítica literaria activa y publicitada por los escasos medios de análisis estéticos de la modesta república sureña de las letras. Y en esos ámbitos, no soy leído; apenas me conocen de oídas o “por boca de ganso”, como diría mi abuela chilena, que leía sólo obras piadosas. Lo de “reivindicar la riqueza del castellano” es un asaz pretencioso.

Su aporte innovador consiste en concebir la literatura como territorio de doble pertenencia, donde Chile y Galicia dialogan en un castellano ensanchado por resonancias gallegas, americanas y universales. En este sentido, Moure inaugura una línea poco transitada en nuestras letras: la de la literatura trasatlántica, que no solo registra la emigración y el exilio, sino que los convierte en categorías estéticas.

Esto puede ser efectivo y aún veraz, aunque estas categorías no están en la literatura “políticamente correcta” de hoy en día, donde prima y destaca la corrosión colectiva y la desesperanza universal, más que escepticismo o su pariente agónico, el nihilismo, una suerte de suicidio, no en el silencio, mas sí en la saturación de un lenguaje que pugna por ahogarse en su propio vómito estertóreo.

Si en Chile la narrativa ha tendido a la austeridad realista, Edmundo Moure apuesta por un idioma desafiante, culto, memorioso, que confía en la inteligencia receptiva del lector. Y si en la tradición hispanoamericana abundan los relatos del desarraigo, él aporta la mirada del hijo de emigrante que no rompe con la herencia, sino que la convierte en matriz creadora. Su obra, entonces, amplía el horizonte de la literatura chilena al inscribirla en la cartografía mayor de la lengua castellana, donde las orillas de Galicia y Chile se reconocen como espejos y confines mágicos.

Ya nadie cree en los espejos mágicos de Alicia (Lewis) ni en los cóncavos de Tirano Banderas (Valle-Inclán), pero sí, todavía, en los vidrios quebrados de las letrinas, donde se miran los discípulos y fans de Bukowski y otros naturalistas de la sordidez satisfecha de sí misma, vuelta vanguardia antojadiza para repetidores generacionales y editores a tanto la carilla.

Micaela sabe, como yo, que esta pasión de vida, la literatura, tiene su tiempo y sus miserias, su despecho y sus grandezas, pero no transita, si es auténtica, por los carriles de los juicios coetáneos ni el agasajo de las prebendas consensuadas. Tampoco significa que seamos impermeables a galardones y reconocimientos sociales o académicos, ni que nos adscribamos a la falsa modestia borgeana. Este es un oficio del que no se jubila; tampoco cuenta la antigüedad como mérito ni el compadrazgo como bagaje lingüístico; menos las fotografías o los wp con personajes famosos de la farándula diletante.

Ella y yo –Micaela y el cronista– compartimos, al cabo de las décadas vividas, una reflexión que viene siendo propósito y andadura: “Llevo sobre mi vida el deseo que tengo de vivir”. No es original, tiene más de cuatro siglos y quien la escribió fue capaz de cuestionar su propia obra y descreer de los inútiles premios del porvenir.