Mara quiere escribir. Ignora qué. Desea escribir algo que la haga olvidar. Olvidar, por ejemplo, que está sola en una casa grande que desborda silencio.

No se encuentra a salvo en ningún lado. Ni siquiera debajo de la mesa como aprendió en el colegio el día que anunciaron una guerra; ni alejada de vidrios, espejos, lámparas o muebles, como sus padres le habían enseñado cuando hubo un terremoto a un pueblo de distancia y temían que allí se replicase.

Esta vez es distinto, no halla un lugar al que la melancolía no llegue con sus garras insólitas y tristes.

Ya ha cambiado de silla cuatro veces. La del respaldo alto. La de mimbre. La que tiene rueditas. La del apoya brazos. ¡Parecía tan cómoda cuando la había comprado! Ahora la detesta y prefiere ese banco de madera astillada al que le agrega un áspero almohadón, viejo, amarillo.

Titila en la pantalla el cursor, denunciando la ansiedad que naufraga en la página en blanco. Para no contagiarle el virus de la angustia a sus otros archivos, deja de usar la tablet. Va a buscar su cuaderno y una pluma cualquiera. Prefiere un lápiz negro, para poder borrar las patas siempre largas que tienen las verdades. Porque uno nunca sabe si en un simple descuido la máscara se cae y deja al descubierto, detrás de esa mentira -bonita, verosímil- lo que duele.

El renglón desafiante espera que se anime. Respirando profundo, ensaya el primer trazo: ¿Me extrañás todavía?

Como un rayo, la duda atraviesa la hoja. Desconoce el impulso, reconoce el fallido, mas ni siquiera atina a emplazar, en la frase, los signos de pregunta. Más tarde va a agregarlos… Un escritor no puede enhebrar una historia (o seguir enhebrándola) después de ver un párrafo en el que hay un error –de puntuación, gramática, quizás ortografía– sin sentir un ardor feroz en el estómago.

¡Suerte que elegí el lápiz y no la pluma!, exclama, mientras borra cada desatino. Luego se asoma al ventanal -lleva el cuaderno- y, aburrida de esperar a sus impuntuales musas, comienza a contar los balcones del edificio de enfrente. Cuando llega a sesenta y descubre que aún falta una decena, siente una emoción inexplicable. Se para bien derecha y recita:

“Setenta balcones hay en esta casa
setenta balcones y ninguna flor
A sus habitantes, señor, ¿qué les pasa?...”

Me enseñó mi maestra en tercer grado
a declamar de pie a Baldomero,
recuerdo el aula aquí mientras espero
con los ojos repletos de pasado.

“La piedra desnuda de tristeza agobia”
-dice el quinto verso, la segunda estrofa-
y mi voz adulta, cuando filosofa,
le pide a esa niña que olvide su fobia.

Fobia a los fantasmas y a la oscuridad,
a no saber cómo curar una herida
que, a pesar del tiempo, resiste, aguerrida…
fobia al abandono y a la soledad.

Empujada por la inspiración, abre al azar un libro de Sartre y lee en voz alta: “Una batalla perdida es una batalla que uno piensa que ha perdido”.

Mara vuelca sobre el papel una palabra, luego otra y casi sin darse cuenta garabatea un nuevo poema sobre lo que jamás había sospechado que sabía... cómo ser ella misma. Lo llama: Autorretrato.

Autorretrato

Mirando dentro de su propio retrato
percibe el golpe del afuera en sus ojos,
le brota un llanto de nostalgia y despojos
que jamás supo que vivían en ella.

El golpe del silencio ¿será también maltrato?
la palabra se hunde en la herida que ahueca
y un triste miedo antiguo de lágrima ya seca
la mira desde dentro de algún viejo mandato…

Cuando el perdón se instala
el temor se derrumba
y regresa a su tumba
la angustia que lo avala.

Y sin negar lo oscuro
del pasado hoy ausente,
se hace fuerte el presente
dando amparo al futuro.

Mara quiere escribir. Para inspirarse, indaga entre los folios de revistas y añejos diccionarios de sinónimos que insisten en vocablos que remiten al actual escenario en el que vive: saudade, evocación, añoranza, morriña…

Allí, en su banquito enclenque, recuerda a Nicanor (Nicanor Parra): Poesía es todo lo que se mueve -dicen que dijo- todo lo demás es prosa.

No está demasiado de acuerdo con la cita, sin embargo, si de algo está segura es de su urgencia por reescribir el mundo en lugar de quedarse quieta en él. La transcribe despacio en la contratapa, con letra roja enorme y en perfecta cursiva.

Aunque intenta dormir, no logra conciliar el sueño y la mañana la encuentra con los ojos abiertos. Apenas amanece, se levanta de un salto y sale a caminar a pesar del cansancio que le empuja y le cierra, con su fuerza, los párpados.

Puede que lo haga por obligación o por costumbre. O tal vez porque vislumbra, intuye, cree, que la nostalgia no ataca a quien se mueve…