La pregunta, que no es la primera vez que se formula, la planteó durante los años treinta del siglo pasado León Trotsky, quien, a lo largo de un ensayo que recoge los trabajos relativos a esta cuestión1, establece un dictamen que no dejaba lugar a dudas: o bien las organizaciones sindicales y los partidos obreros tomaban el poder, iniciando así una profunda transformación social que tendría hondas repercusiones en toda Europa, y, por ende, en el resto del mundo… o bien las capas altas de la sociedad, aliadas a la pequeña y mediana burguesías, harían desfilar la bota del fascismo hasta desmantelar por completo cualquier tipo de organización que no les fuera afín.

La salida, según su análisis, no podía ser otra que la de una revolución triunfante, de carácter socialista, o una contrarrevolución que destruiría los cimientos de la civilización. Los acontecimientos, si bien no se desarrollaron como Lev Davidovich Bronstein había previsto, en lo esencial sí reflejaron el núcleo de sus temores: Francia, tras la derrota sufrida frente a las armas alemanas, atravesaría una época oscura en la que la colaboración con el enemigo sería la moneda corriente y más extendida del vergonzoso régimen establecido en Vichy.

En nuestros días, muchos años después de ocurridos los hechos históricos ya conocidos, Francia se encuentra en una tesitura difícil: el retorno de la extrema derecha, encabezada por figuras tales como las de Marine Le Pen, Jordan Bardella o Éric Zemmour, amenaza con abolir, o cuando menos recortar, conquistas del Estado del bienestar que afectarían a carteras tan importantes como son las de Sanidad, Educación, Vivienda, Trabajo, Medio Ambiente, Derechos Civiles… si esa gente se hiciera algún día con el poder de la V República.

Por supuesto, el mensaje de esa masa esclerótica que constituye la base social del neofascismo, tanto en la nación de las Luces como en el resto del continente europeo, pretende tranquilizar a tirios y troyanos con la excusa de que todo el problema, según su relato, procede de una globalización mal planteada y peor resuelta y que ha tenido como corolario indeseable la emergencia de fenómenos migratorios que cuestionan la esencia y la identidad de nuestras naciones. A los inmigrantes se les acusa de estar en el origen de la delincuencia que asuela nuestras ciudades, de drenar las reservas esenciales de nuestro bienestar, de no aceptar la cultura o las costumbres de las naciones de acogida, de estimular prácticas bárbaras o violentas y de introducir credos religiosos que atentan directamente contra la seguridad general. La pregunta, llegados a este punto, sería la siguiente: ¿De qué no son culpables los inmigrantes?

Sí, es evidente y resulta innegable que la globalización, realizada con el único propósito de acumular masas fantásticas de capital, no ha tenido en cuenta las medidas y contrapesos propios de una empresa tan delicada como la desarrollada por las élites de nuestro mundo. La responsabilidad política de los diferentes foros internacionales es inmensa, en la medida en que no han fijado límites al expansionismo desarrollista de fuerzas que, por la dinámica de su propia naturaleza, resultan terriblemente destructivas.

Se hace necesaria, pues, una serie de disposiciones que vengan a corregir el rumbo emprendido. Impuestos especiales a las grandes fortunas, reparto de la riqueza generada con carácter general entre las distintas clases y naciones, y mecanismos de contención a prácticas basadas en la extracción sin tasa de recursos naturales primordiales, son algunas de las previsiones que podrían tomarse en aras de un crecimiento sostenible. Un desarrollo que proteja nuestro planeta y transfiera a las siguientes generaciones un halo de esperanza razonable sobre un futuro mejor. No hacerlo así, como está sucediendo, constituye, además de una irresponsabilidad, una práctica criminal. No parece sino que ese 1 por ciento de la población que acapara el 90 por ciento de la riqueza de nuestro mundo desee liquidar a las tres cuartas partes de la humanidad para, asistidos en esa empresa delirante por las más variadas tecnologías, erigir un orden nuevo de carácter distópico.

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"La France Insoumise"(La Francia Insumisa) se fundó el 10 de febrero de 2016, basándose en la creencia de que los partidos y las organizaciones políticas tradicionales ya no sirven a la democracia- Manuel Bompard habla junto a otros representantes electos del partido (LFI) en la Plaza de la República de París, el 6 de abril de 2025.

Europa, que podría llegar a ser uno de los polos de obligada referencia en la construcción de otra alternativa, se muestra sumisa ante los designios de los poderes ocultos que rigen nuestro sino.

El eje franco alemán, si bien jugó un rol decisivo en la conformación de la idea de Europa, así como en sus primeras leyes para expandirse como gran potencia global, se muestra ahora como el perro dócil que sólo obedece a la voz de su Amo. Un Amo que controla todos y cada uno de los pasos de quienes pretenden ejercer el papel de gobernantes de los distintos estados y naciones que integran la Unión Europea.

En el centro de este estado de cosas, la izquierda, o lo que de ella quede bajo ese nombre, no acierta a formular una estrategia que revierta el proceso emprendido, o que al menos lo limite de forma significativa. En Alemania, el pacto de hierro entre la socialdemocracia y la derecha sólo permite por ahora —¿pero hasta cuándo?— cerrarle el paso al extremismo neonazi, el cual no hace otra cosa que aumentar en estados que, como los de Sajonia y Turingia, experimentan un inquietante aumento de votos. A pesar de ciertas señales positivas —la notable presencia de Die Linke es una de ellas—, no se vislumbra un gran pacto de fuerzas tales que puedan volcar la situación en favor de otra cosa que no sea el actual statu quo.

Francia, en cambio, es otra cosa.

En Francia el poder de los sindicatos de clase sigue siendo un bloque de hormigón contra el que chocan los planes más agresivos de Emmanuel Macron. Por otra parte, la alternativa representada por Jean-Luc Mélenchon mediante La Francia Insumisa, así como el ala izquierda del Partido Socialista, logran conquistar posiciones desde las que impedir que la mayoría relativa que apoya la actual deriva del presidente Macron —un Júpiter decapitado, sin plan alguno para renovar el proyecto europeo o el consenso necesario para continuar en la presidencia de la V República— pueda, sin coste alguno, seguir tirando de fastos, como los protagonizados durante los Juegos Olímpicos, para ostentar el poder supremo o erigirse en soberano ideal del Estado.

La silla curul está vacía y Macron lo sabe.

Este prestidigitador que es nuestro presidente, este astuto seductor capaz de hipnotizar a no pocos indecisos con verbo activo y convincente, trata de reducir el protagonismo de la Asamblea Nacional y del Senado al de comparsas que sólo respondan al caprichoso vaivén de un bonapartismo edulcorado. Su ideal no es otro que el de establecer una democracia demediada, es decir, de carácter presidencialista, donde las líneas maestras de la política del Estado sean acordadas por élites que nadie ha elegido pero que condicionan, de forma total, los rieles sobre los que discurre nuestra vida. Diputados y senadores podrán discutir de todo aquello que deseen y quieran, por supuesto… Pero las cargas de los presupuestos generales, así como el pago de la deuda contraída por las arcas de la República, los soportarán las espaldas de quienes no tienen más voz que la que grita su indignación en las calles. En consecuencia, nada de impuestos especiales a los ricos, como la propuesta tasa Zucman.

image host La silla curul, asiento reservado a los magistrados y funcionarios con alto poder político y militar en la Antigua Roma. Su diseño plegable, la hacía transportable y práctica para comandantes en campaña, mientras que su diseño incómodo y sin respaldo recordaba la fugacidad del poder y la necesidad de ser diligente en el servicio público. Catedral de Notre Dame, Bayeux, foto de 1919, Mediateca de Arquitectura y Patrimonio, Francia.

El gobierno ideal, para Emmanuel Macron, es aquel que obedece a los dictados de un designio oculto: el del dinero. En ese entorno, donde no hay más que «aire, ruido, lisonja, vanidad y mentira» 2, la democracia es el mal menor que habrá que retorcer para soportarla mejor.

En este contexto, las distintas corrientes de progreso no acaban de elaborar un programa que permita el gran salto hacia adelante que Francia —y con Francia, Europa— precisa. Demasiadas rencillas y confianza poca. Es el mal que arrastra la izquierda y otras formaciones que, sin serlo, podrían participar plenamente en la redacción de un programa común que propiciara un cambio profundo.

Sin ese programa, la nación podría precipitarse en un territorio de riesgo: el abonado por la extrema derecha desde hace más de un decenio.

La propuesta que algunos barajan como posibilidad última sería la de presentar un candidato de consenso: Dominique de Villepin.

El antiguo ministro de Asuntos Exteriores y primer ministro, entre otros cargos importantes desempeñados con particular solvencia bajo los gobiernos de Jacques Chirac, bien podría encarnar esa figura intermedia capaz de aunar lo mejor de Francia para despejar tanto el recurrente problema de su gobernabilidad como el de superar el bloqueo que sufre el proyecto europeo.

Notas

1 Una edición española de estos textos la podemos encontrar en la Fundación Federico Engels, Colección Clásicos del Marxismo, Madrid, septiembre de 2006.
2 Baltasar Gracián, El Criticón, Biblioteca Castro, Turner, Madrid, 1993, Tomo I, p. 183.