Hace unos meses sufrí una pérdida irreparable. Una pérdida para alguien que vive fuera de su país hace casi veinte años y que guarda pequeños tesoros como comprobantes de esa vida nómada. Llovió durante una semana y las cajas donde estaban guardados se mojaron de tal manera que quedaron irrecuperables. Esa experiencia me llevó a pensar en lo fácil que resulta para otros desechar algo: una botella de agua, un outfit de moda rápida, una notificación que no respondimos, una amistad que dejó de hacer match. Yo lloraba por un ticket de cine con el que fui a ver una película con el amor de mi vida, por los dibujos de mis hijos cuando eran pequeños y, al mismo tiempo, pensaba en lo fácil que cambiamos o reemplazamos ropa, libros, trabajos, incluso relaciones humanas. Y sucede casi sin pensarlo.

Ese gesto cotidiano de descartar no es neutro. Tiene historia, raíces profundas y riesgos que ya estamos viviendo: en el planeta, en nuestras relaciones y en nuestra salud emocional.

Qué es la cultura de lo desechable

La expresión “cultura de lo desechable” describe un modelo de vida que privilegia lo rápido, lo nuevo, lo reemplazable y lo inmediato. No solo se trata de cosas materiales. También abarca relaciones, ideas, ecosistemas y emociones.

Los ejemplos sobran. El plástico es el material más señalado porque sostiene buena parte de los objetos de un solo uso: botellas, bolsas de supermercado, envases, vasos, cubiertos, artículos de belleza y limpieza. A esto se suma la moda rápida, tan pasajera como los trends virales de TikTok. La producción acelerada y por temporadas nos deja con la sensación de que algo está “pasado de moda” apenas un mes después.

Lo mismo ocurre con los contenidos digitales que se consumen y caducan en cuestión de horas. Ese ritmo también erosiona los vínculos interpersonales: amistades que duran lo que un viaje o una firma de libros, relaciones que se convierten en una cita exprés.

La cultura desechable responde a un modelo económico específico, basado en la producción en masa, el consumo constante y los ciclos rápidos de obsolescencia. Aplicado a todo el entorno, solo genera residuos. Nada perdurable.

Cuándo y por qué comenzó

Más que una fecha exacta, podemos hablar de hitos. Uno de ellos fue la producción masiva de plásticos tras la Segunda Guerra Mundial. Barato, versátil y ligero, el plástico permitió que muchos objetos de uso cotidiano se fabricaran de forma industrializada.

Las décadas de 1950 y 1960 consolidaron la idea de que el progreso se medía en bienes materiales, electrodomésticos y productos empaquetados. Más productos significaban más estatus. Con la globalización y el traslado de la producción a países con costos laborales bajos, sumado al abaratamiento del transporte y la aceleración de tendencias en redes sociales, la obsolescencia programada se convirtió en norma.

En síntesis, como canta Willie Colón, “Tu amor es un periódico de ayer”. Lo desechable nació en el cruce entre innovación tecnológica, economía de consumo, marketing poderoso y expectativas culturales de lo moderno.

Datos duros que nos sacuden

Para dimensionar lo que podemos perder, repasemos algunos datos. En 2022 se produjeron alrededor de 400 millones de toneladas de plástico en el mundo, pero solo el 9,5 % provino de material reciclado The Guardian.

Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), sin cambios drásticos la producción global podría aumentar de 460 millones de toneladas en 2019 a 1.231 millones en 2060, con gran parte de ese incremento en productos de vida corta como empaques y textiles.

El problema no es exclusivo del plástico. También el papel tiene su lado oscuro. El informe Global Paper Industry Environmental Report 2023 indica que la producción de papel y cartón supera los 400 millones de toneladas anuales. Aunque es reciclable, su proceso demanda mucha agua y energía. Se estima que fabricar una tonelada de papel virgen consume alrededor de 324 litros de agua y 2,6 megavatios hora de electricidad, además de contribuir a la deforestación cuando no proviene de fuentes certificadas.

El vidrio es reciclable, pero su peso y fragilidad elevan los costos de transporte. El metal puede reciclarse indefinidamente, pero la minería para obtenerlo suele ser destructiva. Los textiles sintéticos como el poliéster y el nylon liberan microfibras contaminantes, mientras que los naturales como algodón o lino requieren enormes volúmenes de agua.

En todos los casos el problema es el mismo: un ciclo basado en la extracción desmedida, el uso inmediato y la falta de sistemas que reintegren los materiales en la cadena de valor.

Más allá de lo material

La cultura de lo desechable no solo impacta en la naturaleza. También afecta nuestras relaciones. Lo duradero se desvaloriza. Amistades, comunidades, saberes tradicionales y memoria cultural se vuelven intercambiables. Esto genera un vacío emocional, un sentido de alienación y problemas de salud mental. Vivir rápido, desechar rápido aumenta la ansiedad, la desconexión y la falta de pertenencia.

A ello se suman los costos económicos. La gestión de residuos, los daños ambientales, los sistemas de salud saturados por enfermedades derivadas de la contaminación y poco cuidado de la salud mental. Todo ello implica gastos públicos enormes y un círculo vicioso de desperdicio.

¿Qué podemos hacer y hacia dónde mirar?

Algunas ideas posibles:

  • Consumir solo lo necesario, diferenciando deseo de necesidad.

  • Priorizar productos de calidad, reparables y duraderos.

  • Evitar plásticos de un solo uso o buscar alternativas para reutilizarlos.

  • Informarse sobre los sistemas de reciclaje locales.

  • Fomentar talleres de reparación, redes de intercambio, ferias de segunda mano.

  • Diseñar y elegir productos con ciclo de vida pensado en su reutilización o reciclaje.

  • Impulsar la moda circular y local, con prendas de calidad y materiales sostenibles.

  • Promover espacios comunitarios para compartir bienes como herramientas o libros.

Los Estados también tienen un papel clave. No basta con normativas que limiten plásticos de un solo uso. Se necesitan incentivos fiscales para productos sostenibles, responsabilidad extendida al productor e inversión en infraestructura de reciclaje y educación ambiental.

Tensar la cuerda del cambio

Como alguien que ha vivido entre geografías, textos y culturas distintas durante los últimos veinte años, aprendí que no hay recetas únicas. Pero sí líneas que pueden marcar la diferencia. Podemos cultivar paciencia, valorar lo que merece cuidado, elegir materiales y marcas coherentes y dejar atrás el greenwashing.

El arte y la cultura también pueden ayudarnos a imaginar narrativas que valoren lo duradero, lo imperfecto que perdura, lo bello que tarda.

Lo que podemos recuperar si decidimos no dejarlo pasar

Cada vez que reparo en lugar de reemplazar, que elijo lo durable sobre lo barato, que controlo mi consumo y desecho menos, hago algo más que cuidar el planeta. Reclamo una forma distinta de existir.

Si dejamos que la cultura de lo desechable nos marque el ritmo, corremos el riesgo de perder nuestra capacidad de asombro, nuestra memoria y el valor de lo que perdura. Pero todavía hay esperanza. En cada bolsa reutilizable del supermercado, en cada prenda circular que adquirimos, en cada diseñador que apuesta por materiales alternativos y en cada política que exige responsabilidad.

Transformar no significa renunciar a la belleza, sino redefinirla. No significa volver atrás, sino avanzar con conciencia, con historia, con humanidad.