Siempre me ha parecido que las mañanas de la última semana de febrero son hermosas. Especialmente aquellas en que amanece después de una ventisca tan violenta como la de anoche, en la que, en vez de escuchar al aire, parecía que oías un búho cantándole a la luna.
Son hermosas, insisto, porque son limpias. El viento barre toda la contaminación de la Ciudad de México y te enteras de que el cielo puede ser azul, y alcanzas a ver al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl.
Las primeras horas del día se iluminan con cierta alegría pre-primaveral, pero en los últimos estertores del invierno hay un frío que se hace notar.
Parece un día propicio para salir a caminar, visitar un museo o sentarte en alguna terraza a desayunar y hojear un periódico (cosa poco común, porque ya casi todos se leen en formato digital), más que una mañana para asistir a un funeral.
La Muerte, no obstante, lleva su propio libro de cuentas.
Muchas familias pierden a sus seres queridos antes de tiempo, decía mi abuela. Yo creo que casi todas se van antes de tiempo.
Siempre queremos a los nuestros vivos. Solo quienes están en los extremos los pierden a tiempo: los mezquinos y los que aman demasiado. Para ambos, la muerte es una bendición, sea por las malas o por las mejores intenciones.
No sé, cada uno y su relación con la muerte.
Creo que los muertos y los vivos tenemos una relación de parentesco muy cercano. Pensamos en ellos, les contamos nuestras cosas, a veces los visitamos y llegará el día en que nos reunamos con ellos.
La mayoría de los mexicanos tenemos lazos profundos con los que están en el más allá: siempre estamos en compañía de algún muerto. Mi nana decía que todos los que nos quisieron en vida están con la mano extendida a un palmo de distancia, listos para ayudarnos. No sé si eso sea así, a veces no lo creo.
Lo que sí que creo es que un día llegará el día en el que sentiremos un golpecito, nos tomarán de la mano y escucharemos una voz que nos diga: “Vente, ya llegó tu momento”.
Me da por entrar en estos pensamientos mortuorios cuando voy de camino a un funeral. Tampoco es que me la pase pensando en eso. De hecho, no me gusta ni ir a velorios y menos ir a cementerios. En el pueblo de mis padres, la costumbre era que las mujeres se despidieran en casa. Veían partir el féretro y solo los hombres iban al enterramiento. No era una mala costumbre. Las cosas cambian. Ahora, van quienes quieren acompañar a los deudos.
Me toca acompañar a Flavio, mi amigo desde la primaria. Murió su hijo. Sí, quizás mi abuela tuviera razón y hay familias que pierden demasiado pronto a sus seres queridos.
El funeral es en el panteón francés. Cruzo el arco de piedra y me adentro en el panorama de las tumbas. Estaciono el coche un poco lejos del velatorio y tengo que caminar por las calles del panteón. Los sepulcros están dispuestos en filas. Me parece que son estanterías llenas de historias, historias que se resumen en lápidas.
Algunas lápidas cuentan una rápida historia: “Felipe Mettier Desantis nació en 1928, murió en 1958”. Vaya, murió joven.
Otras, nos cuentan algo más: “Margarita Pérez Mourat, 1919-1985: abuela, madre, esposa amada”. Me entretengo leyendo cada una y me imagino que estoy frente a una biblioteca que narra historias vividas y desaparecidas tiempo atrás.
Siento un apretón en el brazo. Salto. El alma se me sale del cuerpo. Miro por encima del hombro. Es Miguel Bernardes, otro de mis compañeros de primaria, un hombre difícil de leer. Es amable y pedante. Es un genio para las matemáticas y un desastre social. Es viudo.
—Hola, ¿vienes al velorio del hijo de Flavio?
Aunque la respuesta es obvia, le contesto que así es, mientras trato de recomponerme del sustazo que me sacó.
—¿Y tú? -le pregunto antes de saludarlo.
—Sí y no.
Así es Miguel, dando respuestas ambiguas para que sea uno el que le pregunte y lleve el peso de la conversación. Caigo en su juego.
—¿Cómo? ¿Sí o no?
—Sí, porque vengo a acompañar a Flavio. Aunque en realidad, vengo a visitar a mi mujer. La visito cada domingo, sin falta.
Su voz sale como si fuera un fantasma que se va flotando entre las tumbas y el ruido de fondo del ajetreo de la ciudad.
— Primero voy a verla y luego voy al velorio. Hay tiempo, ¿me acompañas?
Como siempre me pasa, digo que sí cuando quiero decir que no.
Caminamos en silencio. Miguel va con las manos entrelazadas en la espalda, como cuando era niño y lo pasaban al frente a hacer una presentación o a resolver un problema de matemáticas en el pizarrón.
Vamos tan callados que se escuchan nuestras pisadas. Alargamos la mirada. Hay tantos fallecidos: héroes y villanos, científicos y artistas, civiles y militares, personas que una vez vivieron, se rieron, amaron, lloraron. Unas disfrutaron otras padecieron. Logros y fracasos que pierden relieve frente a la muerte. Historias que se esconden detrás de las piedras, bajo el musgo, entre las hojas secas de los eucaliptos, encinos y orejas de burro.
—¿Qué piensas?
La voz de Miguel sigue siendo la misma del muchacho que salió de la preparatoria. Me da pena decirle que la mente se me engancha en las vidas que se ocultan debajo de esas lápidas.
—En nada -le contesto con una sonrisa que me sale más bien como una mueca.
—Un cementerio es un lugar para hacerse preguntas, ¿no crees?, incita a ello.
—La verdad es que no, no lo creo.
Prefiero guardar silencio y elevar los hombros. Quiero preguntarle por qué murió su esposa, cuánto tiempo estuvieron casados y, por fortuna, la prudencia impera.
—¿Sabes si van a incinerar al hijo de Flavio? -me pregunta Miguel con la corrección que siempre lo ha caracterizado.
—No, ni idea.
Aprieto fuerte los labios. No se me hubiera ocurrido preguntar eso.
—Hay cada vez menos personas que quieran darle sepultura a sus muertos. Ahora, la gente prefiere a incineración en vez de inhumar a los suyos. ¿Sabes cuál es la consecuencia?
—No, ¿cuál?
—Se pierde la costumbre de visitar y adecentar la tumba de los seres queridos.
Suspiro. Es verdad. Cada vez es menos frecuente saber de gente que visita estos lugares.
Hay un agradable olor a humedad, el sol que nos da en la espalda se siente bien.
—Si tuvieras que elegir una de estas lápidas para que fuera la tuya, ¿cuál elegirías?
—Ay, Miguel, ¡qué pregunta! No sé. Ninguna.
—¿Entonces eres de las personas que le avientan la responsabilidad a los que se quedan en vez de asumirla tú?
Claro, salió el Miguel Bernardes de toda la vida.
—No sé, ni siquiera sé si quiero que me incineren y que me avienten al mar o que me pongan en un nicho de iglesia.
—¿Tú cuál escoges? Mira, yo esa. -Señala una lápida de granito negro con la inscripción en letras doradas: “El aprendizaje hace al genio brillante”.
Lo miro. ¿Por qué no me sorprendo?
— No, no, a mí no me gusta algo tan académico. Prefiero algo como: “Aquí estoy yo”.
—¿Muy simple, no crees? –
Las comisuras de los labios de Miguel se cuelgan en un gesto afectado de suficiencia.
—¿Así lo ves? No. Me gusta. Que sea algo que no parezca una casa entre los muertos.
—Pues te tengo malas noticias: eso es precisamente lo que es una tumba.
—Sí y no, como tú dices. Las tumbas son también un archivo tentador. Son agujeros que tiene datos tan básicos: fechas, nombres, con suerte algún otro dato y, si eres curioso y traes tu teléfono cargado, buscas en internet los datos de esa persona y completas la historia.
—Qué chistosa forma tienes de llevar a cabo una redención.
—¿Chistosa? –Le hago ver que me siento ofendida.
— Sí, chistosa -insiste. —Quieres darles vida después de morir, porque hay quienes creen que la muerte es el gran sanseacabó.
—No, yo no creo eso. ¿Tú sí?
Meto mucho aire a los pulmones, tengo miedo de decirle qué creo con fervor porque, la verdad, le tengo miedo. Siempre fue un compañero burlón.
—Solo lo sabremos en ese momento, Miguel. Lo que sí creo es que los que nos quedamos podemos recordarlos y podemos hacerlo en todo momento.
Miguel me señala con la mano el camino y llegamos a una tumba junto a una banca de metal. Es aquí.
La lápida sobre la tumba de la esposa de Miguel es un rectángulo de cantera rosa. Las letras manuscritas dibujaban su nombre y las fechas completas de nacimiento y muerte. La inscripción de una rosa adorna el nombre. A los pies, está un ramo con rosas color naranja envueltas en un papel celofán transparente. Parece como si las acabaran de dejar ahí. Miramos alrededor y no logramos distinguir a nadie. Tampoco nos topamos con ninguna persona mientras caminábamos.
La respiración de Miguel se agita. Sus poros nasales se inflan y se desinflan rápido y con fuerza. Puedo escuchar como entra y sale el aire de su cuerpo. Brota mi imprudencia que ya se había tardado en salir.
—¿Quién las habrá traído?
—Yo sé quién las trajo.
Sin grandes aspavientos, se agacha a recoger las flores y las pone a un lado.
—Vámonos, es tiempo de ir a acompañar a Flavio.
Sin esperarme, toma camino rumbo al velatorio. Me quedo clavada en el lugar. Parece que la tumba de la esposa de Miguel es una tumba con visitas.