Roberto, de una altura descomunal, anchas piernas como troncos de roble, brazos gruesos y bigote, hacía retumbar cualquier lugar al que llegaba, no solo con su ensordecedor golpeteo de pasos al andar sino con su potente voz.

No era para menos, a sus 20 años se veía como un adolescente que de joven sería aún más grande. Al llegar a los lugares agachaba la cabeza para no golpearse con las vigas, y si de casualidad alguien lo veía traspasando estos umbrales se daba cuenta que ocupaba casi todo el espacio de paso.

Se divertía viendo cómo a su alrededor, las mujeres y los hombres se asombraban con su galante presencia, algunas ruborizadas otras anonadadas. Ni bien veía en ellos el efecto que causaba buscaba cómo aprovecharlo y eso lo divertía más aún.

Causando estragos en donde se encontraba producía un efecto de libertinaje y desinhibición con su actitud desparpajada. Su color favorito era el rojo y no escatimaba esfuerzos en apostarse ropajes que lo cubrieran con este inadvertible color de pies a cabeza. Su idea más clara, Wille zur Macht, no solamente era su idea más clara, era la única. La idea macabra, demoníaca, de librarse de las ataduras de la moral.

Así, la pasión enorme que le hinchaba el enorme pecho lo llevaba a escribir y recitar en público los más inocuos poemas que no caían muy bien entre sus conocidos pero que resaltan su ánimo rebelde.

En plena nochebuena, estando con su familiar recitó el siguiente:

Saludo a mi benefactor

Oh Satán, oh lucero
Oh estrella que fugaz surcas el cielo
Baja y lléname de temor
A tus pies serviré
De ti me saciaré
Venerado oh maltrecho
Por tu nombre me regocijo
Y en tu nombre me fortalezco
En ti señor del desierto de fuego
Merced de la cólera te imploro
Con dolor me lamento
Con llanto te suplico
Llename de fuerza de venganza
De fortaleza y rencor
Llename de ti
Profundo y solitario
Alma de frío hierro
En ti muero y así he de quedar
Eterno en desdicha
Inapetente y sin deseo
Oh Satán, oh lucero
Oh Ángel caído
Oh protector venido del cielo
Llename de la dicha del desprecio terreno
Dame la discreción
Haz de mí un dios apático
Que yo sabré honrar tu nombre con esmero
Saciar con tu fuerza mi venganza
Saber que es tuyo el deber
Sentir que es mía la victoria
Ansia y deseo de poder
De mi alma franciscana me despojo
En tu lecho fornicando me regocijaré
Oh Satán oh maltrecho
Oh señor de mi embeleso

Hasta ahora, su dios, o mejor dicho su demonio, le había dado todo lo que había querido. Siempre impresionante, siempre reluciente.

En la Pascua, Roberto conoció a Biondetta, una mujer grácil de pómulos prominentes, barbilla casi inexistente y ojos que a pesar de lo que muchos dijeran, eran rojos.

Roberto vio el fulgor de los ojos de Biondetta, y no pudo hacer otra cosa diferente a odiarlos, desdeño que sintió desde el primer momento en el que la vio. Sabía que la grácil dama tenía un don, ella sí que estaba por encima del bien y el mal y por esto decidió enamorarla.

Cuando el amor llega sin que lo busques, querido Roberto, es un castigo no un regalo, le dijo su padre. Roberto sabía que no era amor, o no por lo menos a Biondetta. Él reconocía en ella el día y la noche, el molino y la molienda, la veía como principio y fin y su amor no reconocía una figura o unas maneras, reconocía la posibilidad de voluntad, más allá de todo lo que alguna vez hubiera deseado.

En el verano, el cambio de Roberto no pasaba inadvertido. Comenzó a adelgazar y por dejar de lado su desparpajo, para darle paso a una sumisión supina. Biondetta había logrado que Roberto doblegara su espíritu.

La influencia era latente, lo que no se sabía era el cómo. Pues bien, ni bien pasada una semana luego del afortunado día en el que Roberto la conoció, Biondetta lo invitó al bosque a pasar una tarde de picnic. Pasadas las viandas, dibujó sobre la tierra una estrella de cinco puntas. A Roberto le encantó saber que sus sospechas estaban bien fundadas y que ella era todo lo que pensó que sería.

Tan pronto como entró en la estrella, Roberto logró distinguir la verdadera figura de su señor. Oscuro, enorme y lleno de poder le habló. Biondetta ahora era un negro minotauro cuya cornamenta enroscada llegaba casi a la cintura del monstruo.

El frío y el miedo se apoderaron de Roberto, pero fue cuando Biondetta le declaró su amor que su alma, en un último suspiro, abandonó su cuerpo y se sumergió en alguno de los siete infiernos conocidos.