Golpeaba su tazón sobre la mesa de metal, por lo que el sonido era chillante como ella. Siempre reclamando la desigualdad de una sopa sin carne y la miseria de tener siempre hambre. Tanto de ella. Una desgraciada, un rostro tatuado de sus peores momentos, a los que una vez llamó amor. Ingenua y a la vez asesina, por la desgracia de una infancia hostigada que la lleno de odios y vacíos. Resentida social, con su madre, con la pulpera, con la culpa que no la deja. Había cumplido sus 50 años, pero literalmente 25 han sido invisibles, esfumados, podridos de espíritu.
Su cabello desordenado, casi rasta, olía mal, olor perenne del presidio. Se enjabonaba tanto como si pudiese borrar su piel de tantas manos que estuvieron allí, tocándola sin su permiso. ¿Cómo olvidar la suciedad de su cuerpo llamado abuso?
Extrañaba llorar. Ya no tenía pena, solo delirios de que la justicia llegaría por ella pronto. Sus ojeras largas y anchas indicaban que había pasado noches difíciles. De un ayer o un futuro incierto. Era tan pequeña. Medía 1.50cm, pero trepaba con astucia las redes fronterizas de su módulo con otros y siempre estaba castigada por esa rutina que para ella era fingir libertades, salir de su cama porque sentía manos, caricias de su clítoris, y huir, huir de la noche y le daba muchos castigos.
Amaba leer, de los librachos que llegan de auto ayuda barata, pero leía. Soltaba a ratos el miedo y se veía con el libro y la seguridad que algo bueno tenía: saber leer y escribir.
Eso le recordaba cuando su padre, Francio, le insistía una y otra vez con que no faltara a la escuela. ¿Cómo olvidar ese hecho tan simple y que cambió su vida?
—Ataya, padre mío, desde donde estés, cada palabra leída de mi agrietada voz sería un memorial para usted.
—Mi hija “Sorpresa”, te llamo así porque solo vos sabes leer, ni tus hermanos, ni nosotros, tus padres. Eso te dará luz en algún momento de tu vida, y encontrarás la paz que realmente mereces. Es tu mente de donde nace la paz.
—Bueno, entonces ya saben de quién son los libros. Hazlo saber claro para que nadie, ni mis hermanitas menores, los rayen.
Un día de clases, cuando le obligaron ir a la biblioteca escolar, ella descubrió su nave espacial — así la llamaría — y las portentosas palabras que algún día la harían libre.
Cuando preguntaban quién llevaría el carrito para recoger los libros de las celdas, ella estaba presta y alzaba su mano y su voz:
—Yo, yo iré — dijo.
Entraba corriendo, desde donde fuera, agitada pero emocionada. Así descubría qué leían las demás y ella podría sugerirles su próximo libro. En su mente, siempre tenía un inquieto computador, porque controlaba muy bien cada libro que se parecía a cada vida. Recuerda cuando le llegaban las ideas de cómo reaccionarían las del Módulo 14 con el libro de Dante. Y otros tantos autores, como Poe, transfigurándose en los miles de cucarachas que rodeaban en todas las paredes. Era tan literal, a veces no era una metáfora, pensó.
Las cicatrices de su cuerpo eran gruesas y rojas. De niña, las muñecas en los brazos eran espigas de trigo marcada en un intento y otro y otro para salir de la luz sin resultado más que ser tratada como suicida.
—No se asusten, es solo la impresión del dolor en mi cuerpo — les dijo.
Pero siempre impresionaba su rostro, desde esas rayaduras, hasta su voz honda y agresiva. Tenía ternura. Algún día saldrán de su boca como mariposas y encontrarán la verdadera Ilse, su nombre.
De pronto, el escándalo de todos los días, la sirena para que todas abrieran sus roperos, y esa rutina absurda hasta de meter la mano a sus intimidades para ver si allí metían cuchillos, hechizos, celulares, todo instrumento que sirviera para cortar o amenazar. La ropa y los colchones al suelo, nadie se salvaba del alboroto y volver a acomodarlos. Eran revisiones por turno.
—Estoy cansada — se dijo.
Tomó un libro y, en los 20 minutos de merendar, abría sus páginas y salía alguna frase que subrayaba para memorizarla y fueran su sostén.
Maruja, su enemiga por siempre, de la nada un día amaneció odiándola, solo problemas le llevaban. Le aseguró a la guarda de su módulo que Ilse se guardaba uno que otro libro en el buró del cuarto y que siempre le cambiaba de lugar por si alguien le soplaba.
Robar. Aunque era un hecho frecuente (medias, un pedazo de pan, un cortauñas), Ilse no era capaz. Menos libros, que tenía con permiso en sus manos. Cuando pasaba la guarda, le hacían trampa y sus compañeras de celda guardaban libros debajo del colchón, un lugar fácil de encontrar.
Ese día ni fue el primero ni el último, cuando se vio sin libros después de la requisa. Algo muy profundamente sintió que le faltaba. Y empezó a llorar, a rabiar, a maldecir y cayó en un profundo sentimiento, a punto de depresión. ¿Cómo pararía el día, si esa era su fuerza? Suplicó a la bibliotecaria, pero esta le aplicaba el artículo donde remachaba qué pasaba cuando alguien escondía o robaba un libro de la biblioteca.
Ese día no fue a almorzar ni cenar, le oprimía su pecho una soledad impertinente. Sentía ahogos y paranoias como si cerebro tuviese carencia de letras, palabras, sensaciones, conexiones de ideas que tantas veces le habían ayudado.
Llegó la noche. Cerca de la ventana de su celda resaltaba un poste eléctrico que se dejaba ver desde las barras de hierro hacia su cama. No podía imaginar qué tan solo y vacío era el mundo y que esa luz era su única oportunidad para tener esperanza, para imaginar su libertad. Ya no como una puerta abierta, sino como una imaginación despierta.
Por otro lado, como si fuera un universo paralelo, estaba Jacky, una señora, divorciada, que toda su vida ha sido voluntaria por los derechos humanos de distintas poblaciones de minorías. De cara sonriente, pelo rizado y medio largo. Había perdido a su padre y a su esposo, por lo que vivía un luto tardío, porque ha reprendido sus emociones y su dolor va acompañado y disminuyendo de tanta ocupación a la que se incorpora como si todos los campos y procesos fueran terapias.
—Mamá, otra vez con tus ideas. ¿Qué puede hacer la poesía en esos espacios de tanta maldad? — le replicó. Jacky era poeta y creía que la poesía es para mejorar el sentido por la vida. Con solo tocar un libro, olerlo, abrazarlo para imaginar qué nos deparará su contenido, ya es razón suficiente para levantarse cada mañana y seguir con emoción la lectura de los posibles o no, que nos regala la imaginación.
Ella por sí misma tenía esas tristezas genéticas que había aprendido a conllevar ocupada y con uno que otro medicamento que la balanceaba. Pero sabía con claridad que vivía una cárcel emocional y que, por más voluntad que tuviera, tenía su juicio irreversible y condenado para siempre. Ya era lunes, y era hora del taller en el CAI del Buen Pastor. Centro de reclusión para mujeres, solamente. Ella asistía cada semana para darle más que sentido a su vida.
A su conciencia, ella se sentía otra reclusa más, la encarcelada en sus emociones, la siempre objeto de bullying, de rechazo por su forma de vestir o concebir el mundo. Una poeta de segunda, de segundas oportunidades, de segundas formas de que la amaran, de segunda en el trabajo, de segunda en la fila. De segunda.
Ese día, cerrando su llanto que ya desesperaba a otros, planificó un taller para sus chicas en el Buen Pastor. Llegaron cuatro. Dos fueron llevadas a celdas individuales porque una le metió un lapicero en el ojo a otra, y la otra le mordió la nariz, que le sangraba horriblemente. Las cuatro estaban enojadas porque, en la cocina, revendían la carne en su sopa y otra vez era solo caldo, cuando otras tenían su buen pedazo de carne.
— Soy más terapeuta que tallerista — se dijo Jacky. —Escucharlas a ellas es como un poema en vivo y real.
Sus poemas, pensó, ya no decían nada, ya no pretendían el aplauso, era vivir por vivir. Aunque otras creían que sobrevivían. Era todo lo contrario, una vida muy despierta, muy insolente, atinada a su vida. Hoy le llegaría una alumna nueva, Ilse. La orientadora le explicó que no era violenta, pero sufría enormemente de todo. Como si nunca hubiese tenido la oportunidad de ser feliz.
Ilse pensó en la profecía de su padre, que las palabras la llevarían muy alto.
—Muy alto es el palomar del techo de la clase — se dijo. —Si mi padre me viera en estas. Claro todas somos inocentes acá, pero yo sí se lo creo a muchas. Este mundo no puede ser ese reflejo de charco donde la luna se posa elegante. Crisol donde los pies la sacuden y la luna huye.
Entró al aula y algo extraño la miró de reojo. Era su profe. Algo de rotura se le miraba, un corazón engañado, algo así, o desahuciada de la esperanza, esa que te abandona por mucho rato.
Ilse se sintió incómoda. Les confesó que quería morir. Tanta falsedad en su casa, en los abrazos, en ella misma.
Es noche no hubo clases de Soneto clásico. La poesía se hace de muchas maneras, y una de ellas es cuando te abrazan con esos abrazos largos que te devuelven lo poco digno que tenemos los humanos.