¿Cuántas veces hemos dicho o pensado: “esa persona podría hacerme feliz”? ¿Cuántas veces hemos depositado nuestra felicidad en la idea de que alguien nos complete, como si estuviera ahí afuera una persona predestinada a llenar nuestros vacíos? Solemos mirar el amor como algo que se recibe, como si fuera una especie de premio. Pero rara vez nos detenemos a pensar si nosotros también podríamos ser ese regalo para alguien más. ¿Podría yo hacer feliz a esa persona que idealizo tanto?
Nos han enseñado a amar esperando algo a cambio. Queremos afecto, belleza, compañía, comprensión. Pero pocas veces iniciamos una relación desde el deseo genuino de dar, de construir, de ofrecer lo mejor de nosotros. El amor se ha vuelto, en muchos casos, una ecuación egoísta donde se mide cuánto recibimos en proporción a lo que damos. Claro que una relación debe tener reciprocidad, pero cuando el foco está únicamente en lo que el otro puede ofrecernos, tarde o temprano llega la frustración. Amar también es estar dispuesto a comprometerse, a entregar y a crecer junto a otro.
Hace poco hablaba con unos amigos, y uno comentó que su única novia había sido la vecina del piso de arriba. Me resultó curioso, incluso simbólico, que el amor le haya tocado la puerta, literalmente. Algunos lo llamarían destino, otros suerte. Pero más allá del azar, lo que me parece más interesante es pensar que el amor verdadero no siempre es inmediato ni evidente: hay que construirlo. No se trata de esperar que el universo nos lo sirva en bandeja, sino de estar dispuestos a reconocerlo, incluso cuando no se presenta en el envoltorio que imaginábamos.
La idea de que solo existe “una persona” capaz de hacernos felices es poética, pero también limitante. ¿De verdad creemos que entre tantos millones de personas, solo una puede complementarnos? Más que encontrar a la persona ideal, lo importante es estar dispuesto a amar de verdad. En cada ciudad del mundo debe haber más de una persona con quien podríamos construir algo hermoso, si existiera la voluntad de hacerlo. Pero si seguimos esperando una especie de “ser perfecto”, alguien que encaje en una lista de requisitos imposibles, quizás lo que estemos buscando sea una fantasía, no una relación real.
Muchas veces se dice: “no encontré al amor de mi vida”. Pero, ¿realmente no lo encontraron o no estuvieron dispuestos a construirlo cuando tuvieron la oportunidad? Tal vez esperaban una conexión perfecta desde el principio, sin esfuerzo, sin conflictos, sin diferencias. Y lo cierto es que no hay amor verdadero sin trabajo, sin diálogo, sin compromiso. Quien espera una pareja que llegue a resolverle la vida, probablemente nunca encontrará una relación estable. Porque el amor no es una solución, es una construcción.
Tampoco se trata de planificarlo todo ni de forzar compatibilidades como si se tratara de una fórmula matemática. A veces, quienes más buscan la estabilidad desde el primer minuto, olvidan que muchas cosas se van resolviendo con el tiempo. Las diferencias que al inicio parecían pequeñas pueden crecer, sí, pero también pueden integrarse, aceptarse y transformarse en fortalezas. Lo importante no es que todo encaje desde el principio, sino que haya voluntad de encontrarse, de escucharse, de respetarse en el camino.
Las parejas más sólidas que conozco no siempre comparten el mismo origen, ni la misma forma de ver el mundo. Lo que las une no es la igualdad absoluta, sino la disposición a aprender uno del otro, a crecer juntos. Las diferencias —de carácter, de historia personal, de costumbres— no tienen por qué ser obstáculos si hay un respeto mutuo profundo. Por supuesto, debe existir una base común de valores esenciales, como la honestidad, el respeto y el deseo compartido de construir una vida juntos. Amar no significa pensar igual, sino aceptar que el otro no es una extensión de uno mismo, que trae su propia mirada, sus propios ritmos y heridas. Y en lugar de pretender cambiarlo, se trata de caminar a su lado con empatía y compromiso.
Me conmueven especialmente esas historias en las que nadie habría imaginado a esa pareja junta. Cuando un amigo me dice: “Te voy a presentar a la mujer con la que me voy a casar”, y luego aparece alguien que rompe con todas las expectativas, me encanta. Me recuerda que el amor no se explica desde afuera. Lo que une a dos personas a veces no es evidente para los demás, pero tiene sentido profundo para quienes lo viven. Y eso es lo que verdaderamente importa.
En definitiva, el amor no debe ser visto como un premio que alguien nos otorga, ni como una búsqueda desesperada de la persona “correcta”. Debe ser una decisión consciente de compartir la vida con alguien, con todo lo que eso implica. Dejar de buscar perfección, y empezar a construir autenticidad. Porque no hay una sola persona capaz de hacernos felices. Lo que sí hay es la posibilidad de hacer feliz a alguien, y con esa persona, aprender también a ser felices.
El verdadero milagro del amor no está en encontrar a alguien que nos complete, sino en la capacidad de crear juntos algo que no existía antes. Y eso solo sucede cuando dejamos de buscar una historia perfecta, para empezar a escribir una historia real.