Crecí en una familia donde el amor se manifestaba en los detalles cotidianos. Donde las conversaciones alrededor de la mesa no eran solo sobre lo que pasaba en el día, sino también sobre lo que sentíamos, lo que soñábamos, lo que temíamos. La vida, en mi casa, se hablaba, se pensaba en voz alta y eso me enseñó, desde muy temprano, que compartir lo que hay dentro de uno mismo puede ser el primer paso para sanar.
Mi infancia la viví junto a mis abuelos maternos, quienes sembraron en mí algunas de las raíces más fuertes que hoy me sostienen: la gratitud, la autonomía, la resiliencia y el valor de las cosas hechas con las manos. Me enseñaron a cocinar sin recetas, a arreglar lo que se dañaba con paciencia y sin miedo, y a agradecer cada nuevo amanecer como el milagro que es. De ellos heredé la convicción de que la vida, aunque sencilla, puede ser profundamente hermosa cuando se vive con atención.
Con esa base emocional, decidí estudiar Psicología. Imaginaba abrir un consultorio, tener un sofá cómodo donde mis consultantes pudieran sentirse seguros y ser yo esa figura que los acompañara en su camino. Pero al llegar al séptimo semestre me encontré con una realidad que no había anticipado: mi sensibilidad, que siempre había considerado una fortaleza, se convertía en una carga difícil de llevar. Las historias que escuchaba se quedaban en mí, pesaban, me dolían. Comprendí entonces que, para poder ayudar a otros, primero tenía que cuidar de mí.
Fue así como elegí un nuevo rumbo: la psicología organizacional. En este campo encontré una forma distinta de acompañar procesos humanos, menos íntima, sí, pero igualmente importante. Me permitía ofrecer herramientas, mejorar ambientes laborales, facilitar cambios y también tener conversaciones difíciles con empatía, como cuando era necesario decirle a alguien que no fue seleccionado para un puesto, pero que su talento podía florecer en otro lugar. Aprendí a guiar desde la claridad, desde lo práctico, pero sin perder la calidez.
Desde niña, la creatividad fue mi motor. Junto a mi hermana y mi prima jugábamos a las empresarias y a las diseñadoras de modas. Nuestras muñecas tenían vestuarios únicos creados con retazos y mucha imaginación. Convertíamos cajas de galletas en máquinas de escribir y nos inventábamos oficinas donde resolvíamos los problemas del mundo. Siempre me fascinó desarmar cosas para entender cómo funcionaban y luego volver a armarlas como si fueran nuevas. Esa curiosidad nunca me abandonó.
En la adolescencia, empecé a hacer bisutería. Luego, en la universidad, esa habilidad se convirtió en una fuente de ingreso. Vendía mis creaciones para darme pequeños gustos: una buena comida, una cerveza con amigas al final de una semana intensa. Las manualidades se convirtieron en un refugio, en un espacio propio donde podía reconectar conmigo. Con el tiempo, exploré otras técnicas: pintura sobre madera, resina, decoración de fiestas, creación de utensilios para el hogar, pero fue en el crochet donde encontré una verdadera pasión.
Lo descubrí casi por accidente, en un viaje a México. En el hotel donde me hospedaba había un taller para personas que ya sabían tejer. Yo apenas recordaba algunas puntadas que había intentado aprender de niña, sin mucho éxito; pero ese día, decidí decir que sí, que sabía, que solo necesitaba una guía para recordar. Me arriesgué. Y fue así como comenzó este viaje de hilo y aguja que aún no termina. Tejer se convirtió en una metáfora viva de mi existencia: empezar, deshacer, volver a intentar, con más paciencia, con más amor.
Cada proyecto es una forma de meditación, una conversación silenciosa conmigo misma. Descubrí que el crochet no solo me ayudaba a crear cosas hermosas, sino que también me enseñaba a habitar el presente, a calmar la mente, a sanar. Hace quince años conocí a un hombre maravilloso. Tras una etapa universitaria de fiestas y fines de semana intensos, quise una vida tranquila, compartida, consciente. Me casé, trabajé, busqué construir una vida estable. Pero no fue fácil.
Cambié varias veces de empleo, buscando ese lugar donde realmente pudiera ser yo, donde lo que aportaba fuera valorado, donde la creatividad no fuera vista como un capricho, sino como una herramienta poderosa. Finalmente, lo encontré. Una empresa mediana, sin estructuras rígidas, con líderes que confiaron en mí. Allí florecí. Allí entendí lo que significa trabajar con propósito. Esa experiencia la atesoro profundamente.
En 2022, junto con mi esposo, tomamos la decisión de emigrar. Nueva Zelanda se convirtió en nuestro destino. Yo viajé primero sola, para abrir camino. Viví allá en 2023 y parte de 2024. Fue un tiempo de retos, de aprendizajes, de silencios largos y preguntas profundas. El objetivo era lograr la residencia para que él se uniera después, pero la distancia y la soledad nos transformaron de maneras distintas.
Lo que para mí fue expansión, para él fue vacío. Regresé a Colombia intentando reconstruir, pero ya era tarde. Entendí que había que soltar. Y así lo hice. Volví a empezar. Una vez más. Con dolor, sí, pero también con una fuerza renovada. Rodeada de mi familia, de mis raíces, decidí tejer una nueva vida desde el amor propio. Y en medio de este proceso, apareció la escritura, sin buscarlo, como llegan las cosas importantes.
Empecé a escribir sin pretensiones, como quien se habla a sí misma para entenderse. Las palabras empezaron a ser hilo también. Y así, al igual que con el crochet, descubrí que puedo empezar de cero, que puedo equivocarme, deshacer, volver a escribir y disfrutar del proceso. Escribir me está permitiendo habitarme desde otro lugar.
No soy escritora profesional, pero soy una mujer que tiene algo que contar. Sé que mis primeros textos tendrán errores, que me costará encontrar el ritmo, pero también sé que, como todo en la vida, la práctica y el amor por lo que se hace son los mejores maestros. Gracias a Viana y a Romina por darme esta oportunidad.
Gracias por creer en mí, por abrirme las puertas de este espacio donde puedo compartir mi voz, mi historia, mi proceso. Espero que cada palabra que escriba sea como una puntada más en esta red de mujeres que tejen, que sanan, que se reinventan.