Poco a poco el aroma de Clarisa se dispersó en cada rincón. Desde la esquina opuesta Bes me miraba lleno de lástima. ¡Qué razón tenía! ¿Cuánto ha engordado el viejo anacoreta que alimento todos los días con los más jugosos frutos de mi juventud? Lo veo pasearse, con infinita paciencia, mirando de reojo cómo envejezco, cómo mi vigor se pudre como fruta en la miasma o se seca entre las rocas y las espinas.

0í claramente la voz de Carlos que se acercaba desde una de las habitaciones próximas a La Casa de Eva. Tosía con fuerza. Pronto apareció con mil sombras enraizadas en su semblante, sombras que desgarraban sus carnes hasta casi, con el vuelo de una mirada, poder verle sus huesos reblandecidos de angustia. Tenía un revolver en su mano izquierda y me apuntaba.

—¿Qué pasa Carlos?
—No temas— escuché a Federico decirme desde atrás— no te va a disparar, probablemente quiera la bala para sí mismo.
—¿Suicidarse?
—No sería la primera vez que lo intenta, esto en él es recurrente. Utiliza las sesiones para librarse de sus malos espíritus.

Carlos caminó a mi alrededor, mirándome entre la burla y una ansiedad patológica.

—Con que tienes miedo. Bueno, bueno, si es así, ¿por qué no jugamos algo? —dijo y se llevó el revólver a la altura de las sienes—. ¿Te parece a la ruleta rusa? Yo empiezo.

—¡No, no, esto es absurdo! Mejor guarda el arma y juguemos una partida de naipes, mi padre debe tenerlos por aquí, te juro que están por aquí, voy a buscarlos, deben estar por aquí, estoy seguro...
—Eres un miedoso— lo increpó Carlos.
—¿Yo, miedoso?— dijo Federico y se quedó callado, repitiéndoselo mentalmente. Su cara se fue transformando y perdiendo plasticidad, volviéndose dura y quebradiza. —Lo que pasa es que esa pistola no sirve.
—¡Ja, ja! Sí tienes miedo...
—¡Además no tiene balas!
—Si tiene— dijo Carlos desorbitando los ojos. Mire esta que tengo, aquí, ¿la ves, ves cómo brilla? Dime que es hermosa. La encontré en..., bueno, ¡qué más da!, Y si hay balas por aquí seguro que funciona.
—Verás...
—Anda, ¿qué me dices ahora?

Federico esta vez no dijo nada.

—¿Se han vuelto locos?— grité.
—Es posible— dijo Federico —pero tú tan solo eres un despojo de hombre, lo sé perfectamente, te he visto hace un rato cuando estabas con Clarisa, ¡pendejo! ¿Con qué autoridad nos llamas locos?

Las velas apenas estaban vivas. El aire en la habitación se volvía irrespirable. Los cuadros me miraban con sus lienzos enmudecidos, severamente silenciosos. Otra vez el mareo me invadía por doquiera; veía las cosas desfiguradas bajo el antojo del opio o la marihuana….

—Está bien, juguemos a la ruleta rusa.
—Yo empiezo— chilló Carlos enloquecido.
—Como quieran…

Carlos cargó el revolver y giró el cilindro.

—Varias veces —chilló Federico.

Él obedeció. Tenía la cara y el cuello enrojecidos, con las venas muy hinchadas. De pronto sentí la cabeza livianísima, ingrávida, me llegaban imágenes confusas, que fueron pasando de una liquidez primitiva a un estado de mayor consistencia e inteligible. Comprendí que eran los pensamientos de Carlos, ahora libres del galimatías generado por el cruce de mis pensamientos y los de Federico.

Vi entonces un sembradío de maíz muy extenso, de rectos surcos aporcados, de tierra negra. Estaba regado por numerosas tuberías con terminales giratorias por donde el agua brotaba. Carlos se paró entre dos hileras al centro.

Desde uno de los bordes del sembradío, una niña con vestido largo corría hacia él dando gritos al aire y esquivando las piedras y las ondulaciones del terreno, hasta que tropezó y cayó abruptamente. Luego lo miró, toda llena de odio, culpándolo de todo. Su ojos estaban secos y se hundían bajo su frente, haciéndose cavernosos, ausentes... Cesó el pensamiento. Su corazón latía ferozmente, y venas saltonas le nacieron alrededor de la garganta, creciendo hasta amoratarle la cara y hundirle los ojos igual que a la niña del maizal. Ahora la niña le hablaba. Estaba en el suelo cubierta de sangre. ¿Por qué me hiciste esto? le preguntaba ella entre sollozos.

Carlos apretó el gatillo y no hubo disparo. Apretó de nuevo y tampoco salió la bala que tanto ansiaba. Impotente, se dejó abrazar por el llanto; luego tomó el arma y quiso dispararse nuevamente, pero Federico se abalanzó sobre él, arrebatándosela.

Federico poseía pensamientos más claros. Estaba en la iglesia, casi solo. En el altar titilaban algunas velas amarillentas, humeando las últimas plegarias encomendadas. El salón era muy amplio y poseía seis hileras de banquetas divididas por dos pasillos que se cruzaban formando así la cruz.

Miraba una muchacha sentada dos banquetas delante de la suya, vestida de verde y cargando un niño en el regazo. Su niñez había pasado por la misma escuela que la suya, los mismos aguaceros y sequías, el mismo árbol en el que injertaron sus nombres a fuerza de puñal, frente al mismo arroyuelo que todavía murmuraba a los cuatro vientos todo el amor de sus besos y caricias, el último susurro de su inocencia caduca...

Te me vas a un internado. Y tranquilo, yo veré que la criatura coma —le dijo su padre una mañana de octubre. Aquello había sido un año antes de la escena en la iglesia. Ni siquiera se vieron. Él tenía tanto que decirle, que acabaría no diciéndole nada. Era mejor tragarse las lágrimas. El niño iba creciendo y él, algún día tendría una tumba en la que su hijo conocería su nombre.

Federico disparó el revólver, pero sin éxito. Parecía no tener ya miedo, viendo en la ocasión la manera de liberarse. Se preparó para halar una vez más el gatillo. Dudó. Quizá aún había una salida sin la intromisión de su padre. De eso hace tres años, y a lo mejor el viejo quiera conocer al nieto...

Un grito de mujer irrumpió extrañamente la escena, mezcla de éxtasis y terror. El juego fue olvidado de golpe. Carlos y Federico se abalanzaron hacia la puerta. Me quedé solo con el arma en mis manos. Apunté hacia la ventana. La bala hizo pedazos el cristal y fue a dar al lote baldío tras el edificio. Miré por un instante el agujero en la ventana y recordé de súbito a Madame Topaz, su cadáver frente al ascensor.

¿Por qué no le había mencionado nada a Clarisa cuando estuvimos a solas? Me dejé llevar por su danza de erotismo, y no obstante recuerdo que en varias ocasiones quise decírselo. ¿Por qué entonces no lo hice? Después Ilegó Carlos, ¿en dónde estuvo mientras Federico y yo bajamos al primer piso? ¿Y Federico, por qué motivo nos espió a Clarisa y a mí? ¿Fue por simple curiosidad o acaso había algo más, es decir, sería Clarisa la chica en el recuerdo de Federico a la que sólo pude ver de espaldas? En un instante mi mente se llenó de bruma. Lo cierto es que Madame Topaz estaba abajo, volviéndose cada vez más rígida por acción de la cadaverina, y ni Federico ni yo lo habíamos mencionado, ¿o me equivoco y tal vez Clarisa y Carlos lo sabían desde antes?

Caminé quizá unos diez pasos por el corredor hasta donde estaban Carlos y Federico.

—¿Qué ha ocurrido? —inquirí nerviosamente.
—Observa tú mismo— dijo Carlos.
—¿Observar qué, adónde?
—Allí abajo, frente a ti —mencionó Federico.

Y entonces vi que Clarisa colgaba de uno de los travesaños metálicos.

—Dios mío, ¿por qué no han hecho nada?
—No quiere nuestra ayuda.
—¡Ayúdame Marcos, por favor!
—¿Qué diablos ocurrió aquí?
—No lo sabemos, cuando llegamos ella ya estaba allí.

No supe qué hacer. De repente mi mente se detuvo, toda mi atención se concentró en las manos de Clarisa asidas a la barra. Ni siquiera podía moverme. Entonces me afloraron extraños deseos de odio hacia todo lo que creí en mi contra; deseos de venganza, de aplastar como a un vil insecto cuanto en mi vida me había causado daño y humillación. Sentí asimismo amor, tan intenso como sabía que no era capaz de soportar y que me llenaba de impotencia al mostrarme cuan insignificante era. Todo mi ser clamaba muerte.

—Dame la mano Clarisa— dijo Carlos extendiendo su brazo.
—No dejes que me toque, Marcos, te lo ruego.
—No seas tonta y sujétate de mí.
—¡No lo haré!

En ese momento recordé la niña del maizal. Carlos recogió su brazo. Miraba hacia el vacío.

—¿Me rechazas, Clarisa, por qué me rechazas?
—¡Sujétalo, Marcos! —gritó Federico, pero fue inútil aquel grito.
—Dios mío, hermano…

Luego cayó Clarisa. El silencio extendió sus brazos...

—Vámonos de aquí— dijo él —este lugar me huele mucho a muerte.
—¡Qué dices! ¿Irnos, así nada más?
—Vámonos, te lo pido de veras— dijo, acercándose casi para abrazarme. Rocé su piel y la sentí escamosa y fría.
—Yo he de irme solo entonces— masculló y clavó un puñal que sacó de no sé dónde entre mi vientre. Caí de rodillas, mareado. Todo se tornó borroso. Lo último que recuerdo es un silbido agudísimo que me llenaba de vértigo.

Desperté en La Casa de Eva, en la habitación que no tiene ventanas. Me hallaba acostado en el piso sobre una alfombra roja y redonda. Había un círculo de velas a mi alrededor. Vi luego a Clarisa atravesar el umbral de la puerta interna y continuar hasta el borde del círculo en donde se agachó y tomó una vela.

—¿Quién eres?
—Yo soy Madame Topaz.

Lucía una bata de seda, larga y translúcida que le llegaba hasta sus pies descalzos.

—¿Dónde están los demás?
—Allá —dijo, señalándome una xilografía en la pared del fondo —siempre han estado allí.

Me incorporé y me senté al centro, luego ella ingresó al círculo y comenzó a apagar las velas lentamente. Observé la xilografía con más detenimiento. Allí estaban Carlos y la niña del maizal sujeta a su mano izquierda, un poco más atrás, Federico y dos mujeres al fondo a la derecha, una de ellas con un niño pequeño, la otra de espaldas.

—¿Quién es la otra mujer?
—Su nombre no importa, ella es el miedo al mundo.
—Dime entonces de los otros.
—¿Qué puedo decirte más de lo que sabes?

Ella se irguió finalmente frente a mí, como lo había hecho durante la danza, ahora quieta, sin embargo, con la última vela encendida sujeta junto a su rostro.

—Entonces cerremos el círculo— le dije, y soplé la vela.