El aire allí es pesado, denso por el humo y también exasperante.

El techo es demasiado bajo y el calor se encierra, llenándose de esos vapores emanados por las masas oscuras en movimiento que se juntan y se separan, gobernados por el ritmo sincopado y tribal (bien podrían ser cuerpos sudorosos que se unen inconscientemente, al compás de las leyes de la naturaleza, piensa ella, pero inmediatamente suspende tal idea por considerarla excesivamente cartesiana).

Ella quisiera aprender a respirar libremente en ese bar, pero no sabe cómo. Tampoco sabe cómo los demás pueden besarse, gozar y reír sin ningún esfuerzo aparente. Solo viven y ya.

Las carcajadas truenan de vez en cuando, muy cerca de su cabeza, y ella cambia de postura para poder escuchar mejor.

Alguien escupe cerca de sus zapatos.

Descubre quién fue la autora de tal amabilidad: es una mujer que la mira altiva y socarronamente. Antes que ella pudiera decir algo, aquella mujer recibe un empujón de su acompañante, junto con un par de insultos. Él lo ha visto todo y se lleva a la mujer de ese lugar. Más adelante, ambos retoman el baile y parecen olvidar el incidente.

Un personaje detiene la música y se dirige a la audiencia con una voz impostada que recuerda a los pregoneros de circo:

—Damas y caballeros: a continuación, la Estrella de la noche tocará algo realmente especial para ustedes. Y va dedicado a la chica que está allí sentada y que no baila con nadie, porque seguramente nadie se lo ha pedido. Son ustedes muy descorteses con esa distinguida dama.

El pregonero ríe con esto último y la señala a ella, justo a ella.

Todos voltean hacia donde está y, después de mirarla, voltean el rostro como si hubieran visto algo desagradable.

Ella se pone tensa. Qué digo tensa, totalmente a la deriva.

Su cuerpo se llena de escalofríos al saberse expuesta de esa manera. Por un mecanismo inexplicable de la mente, evoca para sí el dibujo de Paul Klee que alguna vez tuvo en sus manos: el Angelus Novus.

La Estrella de la noche resulta ser un tipo corpulento, estrábico, que prácticamente se arrastra para llegar al centro del escenario.

Accede a su lugar mecánicamente y no mira nada más que su cigarrillo. Le da una última bocanada que de tan larga parece ser la última de su vida, como si quisiera ahogarse de una vez por todas en ese vaho azulado.

Al darse cuenta de que sigue vivo, se coloca el tahalí en el cuello y acomoda su saxofón.

Ahora todos ponen atención a cada uno de sus gestos, conteniendo una emoción que saben que irrumpirá de un momento a otro.

La Estrella exhala el humo lentamente, dejando correr una mueca de fastidio. Se acerca la boquilla ya bien instalada en su instrumento y, antes que nada, chupa la caña.

“¿Por qué siempre hace eso? ¿Por qué todos los saxofonistas hacen eso?”, piensa ella.

Decide no encender su propio cigarrillo para no gastar el poco oxígeno que ella alcanza a rescatar y a meterse dificultosamente: ese aire tan escandalosamente ofensivo al que no ha podido acostumbrarse, y que se pega en su piel por semanas.

La Estrella de la noche hace sonar el micrófono al acomodarlo a la altura de la campana de su saxofón.

La expectación crece y los que están fumando han dejado que el cigarro cuelgue en su boca, inerte.

Ahora, aparece un destello repentino acompañado de una sorda explosión de bombilla. El saxofonista adopta una posición casi marcial, y acerca la figura dorada del instrumento a su cuerpo, con una delicadeza que parece más bien respeto. Todo un ritual que remite a los primeros usos de la música, a las primeras flautas de carrizo, de hueso o de madera, hechas para invocar los favores de los dioses arcaicos.

“El músico arcaico”, teoriza ella, “logró por fin producir sonidos tan nuevos que fueron más allá de la simple imitación de la naturaleza, pues ahora evocaron la voz de lo desconocido, de lo trascendente, de lo oculto, del fatum que agobiaba o premiaba a los hombres antiguos y que mantenía sus existencias miserables siempre en vilo. Este silencio espeso del público es justamente una imagen de ese antiguo rito, pues frente a nosotros se despliega el acto de un hechicero que extraerá alguna voz inaprensible, que es un eco de las divinidades o un grito de advertencia de los demonios”.

Ella piensa en hacer ese apunte, pero desecha de inmediato el proyecto. Es demasiada antropología para un momento tan sutil.

Pero decide también que, si en algún momento puede hablar con la Estrella de la noche, se lo dirá.

Claro, la idea resulta tan elegante, tan inteligente, tan luminosa que merece expresarse y compartirse, justo con quien la ha inspirado (¿o, mejor dicho, “revelado”?) en términos tal vez menos abstractos y sin tantos rodeos.

La Estrella debe conocer esa reflexión. Le dará gusto. Esas reflexiones hacen que ella avive la mirada y han provocado que nuevamente se disponga a escuchar con emoción, ahora doblemente contenida.

Nadie cuenta, nadie hace ninguna señal, no hubo ningún aviso.

Los sonidos salen a borbotones del saxofón, incontenibles, prodigiosos, inalcanzables. Cada escala lanzada recorre todas las paredes del lugar, golpea en las botellas, rebota en los vasos y alcanza a tirar un par de cigarrillos suspendidos en los labios gruesos del público desprevenido.

Irremediablemente la música, con una fuerza insospechada, golpea una y otra vez el techo del tugurio, luego busca furiosamente la puerta, gira otra vez y ataca a los otros músicos que, en algún instante, despiertan y hacen afanosamente lo posible por seguir una cadencia que, para esos momentos, ya se halla lejos y es imposible atrapar.

Algunos descomponen una mueca de éxtasis o de espanto.

La Estrella parece estar en trance. En algún momento, el saxofonista hace una pausa para dejar el paso al trompetista.

Entonces, todo el mundo grita con voces que, nuevamente, restablecen el rito arcaico en el que los danzantes se desgañitan tratando de imitar los sonidos sobrenaturales que no acaban de comprender.

Ella transpira, se empapa de todo eso con la certeza de que asiste al equivalente moderno de una consagración, con la idea de que es testigo de un ritual de ofrecimiento sagrado presidido por un taumaturgo capaz de irrumpir, armado con ese pequeño instrumento lustroso, en las mismas puertas de las cámaras sagradas donde se aposentan los dioses.

Y los dioses habían respondido esa noche, manifestándose y poseyendo cada uno de los cuerpos que allí se congregaban.

Una hora más tarde, para su buena suerte, ella trató de explicar apuradamente sus pensamientos a la Estrella de la noche.

Él la escuchó sin mucha atención y desviando continuamente la mirada hacia la esquina más oscura del lugar, pero una palabra le hizo abrir los ojos un poco más, y con la expresión chispeante solo alcanzó a repetir, como saboreando cada sílaba: “An-thro-pol-o-gy”.