Edward aterrizó temprano en el aeropuerto de Madrid en el vuelo directo procedente de República Dominicana, lo trajo su amo, el doctor JP Johnson, como perro de compañía. Los trámites de inmigración y aduana fueron sencillos porque Edward aparentaba buen pelaje y traía consigo (en la mochila atada al dorso con su nombre inscrito) todos sus documentos y los certificados de vacunación, le dieron un visado turístico.

Ambos (amo y perro) pasaron la mañana deambulando por el Madrid antiguo bajo una solana castellana, luego cogieron el tren rápido a mediodía que los trajo hasta Barcelona. Llegaron por la tarde, a la hora de la siesta. Quiso el destino que el doctor JP Johnson se perdiera paseando en las Ramblas de Barcelona cerca de la Fuente de Canaletas.

El perro Edward no lloró, no denunció su abandono ante la policía cívica, sino que -fiel a su amo- se puso al rescate de su amo por la ciudad vieja (de Barcelona), pero solo encontró cientos de turistas con piel rosada ligeros de ropa, miradas sospechosas de ojos rasgados o no y restos de basura de aspecto variado. Yessica, una joven de rasgos hispanoamericanos (quizá ecuatoriana o dominicana) ya empleada en la ciudad como dama de compañía (cuidando ancianos sin contrato laboral) en una familia de clase media, leyó los tristes ojos de Edward, le habló con cariño, lo acarició, lo recogió y, tras largo viaje en ferrocarril, le encontró alojamiento en una habitación compartida (habitación compartida con otros perros) en el extrarradio, lejos de la capital.

Edward era un perro muy simpático, sonriente, bien adiestrado, incluso había estudiado en Harvard con su amo y allí aprendió inglés y otras lenguas perrunas. Como hablaba varios idiomas pronto hizo amistad con otros colegas (de pelajes variopintos) venidos de todas partes del mundo buscando mejor vida. Tuvo que acostumbrarse a buscar alimentos entre las basuras y volver cansado a su habitación; los primeros días fueron duros pero sus amigos le enseñaron, aprendió pronto.

El señor Josep María Son Salat se fijó en él (en Edward) mientras merodeaba sin rumbo (el señor) una tarde de verano, le acarició el cuello y el lomo, le habló, le dio algo de comer; se hicieron amigos. Se lo llevó a su casa, casa modesta, pero con un patio trasero donde Edward pasaba las noches al aire libre, solo. Le enseñaron algunos trucos, le pusieron correa y bozal y lo sacaron de paseo un rato cada día. La comida que le daban, a base de pasta triturada con sabores, no era mala pero tampoco era la que más le gustaba a él (al perro) acostumbrado a masticar piezas de carne con apariencia de origen natural.

Cuando Edward ya se había acostumbrado a pasear con correa y bozal fue vendido a una empresa de vigilantes de seguridad; caminaron por calles oscuras, por túneles y por los trenes del metro subterráneo. Edward prefería conversar con los viajeros, pero estando de servicio y con el bozal puesto no se le permitía entablar relaciones sociales con nadie.

Al acabar su larga jornada laboral lo llevaban al hotel para perros (solo masculinos), donde pasaba la noche descansando en habitaciones compartidas. Por la mañana lo recogían temprano, empezaba su turno y la rueda se repetía hasta la noche sin poder hablar con nadie, sin poder demostrar que él era un perro educado, que hablaba español, inglés y otros idiomas.

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Un lunes de finales de agosto hizo calor torrefacto durante toda la mañana en Barcelona. Al atardecer mientras Edward hacía guardia bajo un furgón blindado (de esos que transportan caudales), se le acercó una dama de mediana edad, delgada, vestida con camisa beige de marca, falda a juego ajustada y sombrero de paja. Llegaba la melodía de un saxo, era un músico callejero interpretando el "Bésame mucho" en la otra esquina de la plaza. Edward y dama se miraron a los ojos: aquello sí fue "amor a primera vista".

La dama se emperró con llevarse el perro. Tras breve conversación con el vigilante del blindado (y una suculenta propina), acordaron que la dama caminaría despacio para que Edward la siguiera detrás. El cielo se nubló de repente, cayeron cuatro gotas gordas primero y el chaparrón después (en Barcelona siempre hay tormentas de verano en agosto). Ella y él tuvieron que correr uno tras otra hasta protegerse en el aparcamiento subterráneo dónde ella había dejado, vigilado, su vehículo de alta gama. La dama llegó empapada con la blusa y la falda pegadas al cuerpo marcando curvas y recovecos.

Ella esperó a Edward, Edward sonrió con la lengua fuera. Ella lo mimó, le abrió la puerta, lo invitó a entrar y a sentarse junto al conductor; le puso el cinturón de seguridad bien ajustado. Circularon juntos bajo la lluvia a velocidad moderada por calles muy estrechas de poca luz primero, avenidas más anchas después, hasta llegar a un barrio densamente poblado por exuberantes árboles floridos a ambos lados y mansiones de dos plantas escondidas tras los muros. La dama paró frente a un muro largo bien pintado en color ocre, apretó el mando a distancia, se abrió la verja y luego se abrió la puerta del garaje, todo automático. Entraron en el garaje los tres juntos (o sea Edward, la dama y el coche de alta gama); dos se apearon, el coche quedó allí (en el garaje) esperando otra oportunidad.

Subieron unas escaleras suntuosas de mármol blanco hasta llegar al porche adornado con jardineras de rosas rojas y amarillas. Entraron en la casa por la puerta de doble hoja (vidrieras emplomadas con llamativas figuras rojas, verdes y amarillas) que esperaba abierta. Caminaron por un largo pasillo hasta pararse en una puerta alta lacada en blanco prolongada en lo alto por un tragaluz de cristal emplomado de colores a juego. La dama abrió con la maneta dorada y ambos penetraron en el cuarto de baño modernista, amplio y luminoso. Ella llenó la bañera con agua tibia, añadió jabones aromáticos, se desnudó (la dama) y se metió dentro (de la bañera); ambos se bañaron juntos, jugaron juntos, hasta quedar exhaustos; durmieron juntos. Sin cenar. Los primeros rayos del día les despertaron.

Una voz femenina (la sirvienta) anunció: El desayuno está servido en el jardín.