No entres dócilmente en esa buena noche.
¡Enfurécete! ¡Enfurécete contra la muerte de la luz!

(Thomas Dylan)

Unos pocos días antes de su fallecimiento, mi madre me confesó: “Me da vergüenza morir…”… y resultaba claro y entendible: el morir contiene una triste paradoja: por un lado es el acto más íntimo de nuestra vida –más que el amor o el dolor– y al mismo tiempo, es lo más obscenamente público que nos pasará jamás: nuestro cuerpo será un objeto más del mobiliario que nos rodeaba mientras vivíamos…

La muerte no nos pasa: somos ahora esa muerte que en nosotros vivió, viviendo de nuestra vida. La desnudez original y vergüenza de Adán y de Eva tras entender la diferencia entre el bien y el mal, es ahora la desnudez de nuestro cuerpo abandonado en una morgue, una vez que nuestro dios personal –nuestra conciencia– nos abandonara: …y esa perspectiva nos duele: seremos una cosa… una cosa más entre las cosas. Ya no seremos esa vida que nunca alcanzamos a entender del todo. Estaremos del otro lado de una realidad que tampoco supimos entender del todo. Ahora todo se habrá hecho verdad… plena verdad. Estaremos lejos. Estaremos en aquel penoso “más allá” del que tanto habremos escuchado y mentado.

Sabemos que seremos parte de esa iteración que viene de la tierra y que a ella volverá. La tierra tendrá su libra de carne tras habernos dado la vida en forma de plantas y animales muertos. Tras haber sido una máquina de matar para vivir, la vida nos lleva de regreso al silencio de una tumba como una boca muda, que masticará nuestro cuerpo hasta hacerlo digerible para los gusanos. Un hueco con nuestras dimensiones, como una mueca grotesca y burlona de la tierra a dónde irá a parar nuestro no ser.

Quizás haya algo más allá del límite del morir. Hay quienes han tenido “experiencias cercanas a la muerte” y afirman haber visto y oído y volado por sobre las gentes que rodeaban el cuerpo clínicamente muerto, sin signos vitales ni en el corazón ni en el cerebro. Sin embargo, justo es decir que, en realidad, nunca habían terminado el proceso ya que pudieron contarlo. Los muertos no hablan… en todo caso, hablan los espíritus, espectros, fantasmas o “sombras”… otras versiones entre dudosas y misteriosas de quienes fueron y ahora no son.

Como sea, el ciclo vital no encuentra íntegra cabida en nuestras mentes. Freud lo dijo con claridad: no hay registro de muerte en nuestra psique. Quizás la noción más acabada sobre la muerte de algún amigo o pariente, se nos dé al regresar del cementerio… allí donde puñados de tierra y flores y lágrimas fueran derramadas sobre el muerto, ese “increíble”, como lo llamó Borges. Porque, en el fondo, la muerte no es “algo” para nuestra mente sino, más bien, otra metáfora de la vida: es la silla vacía al regreso, junto a la mesa donde el ahora muerto tomaba su desayuno o el lecho donde durmió y agonizara.

La muerte es, para nosotros –los que vamos a morir–, un abandono antes que cualquier otra cosa. No es muerte, es ausencia. El “increíble”: la muerte termina siendo un profundo acto de fe sin solución. Vivos, quizás termine la fe –con algo de suerte– en algún dios o concepto que nos satisfaga y tranquilice, pero ante la muerte, la fe cae en una tumba sin fondo. “Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba”, decía en su diario personal don Miguel de Unamuno. Es que desde el s. XIX, la relación con la muerte se ha centrado en irle evitando al moribundo el derecho a saber que se está muriendo. Se lo cuida y custodia como si fuera un niño inválido o un loco. Hasta que al fin, muere… pero hasta ese momento se le miente.

En La muerte de Iván Ilich, León Tolstoi muestra el modo en que se escondía, ya entrado el s. XIX, la enfermedad que llevaría a la muerte al protagonista. Un siglo después, Simone de Beauvoir relata la muerte de su madre en la novela Una muerte muy dulce, donde la enferma ahora está, no sólo hospitalizada, sino aislada de su familia, amigos y hogar… y la muerte se desencadena cuando ya casi nadie está pendiente de ella.

De algún modo, el tabú sexual anterior al s. XIX había sido reemplazado por el tabú de la muerte entre los ss. XIX y XXI. Los enfermos terminales empezaron a ser muertos en vida, sometidos a un encarnizamiento terapéutico que abogaba a favor de grandes negocios: objetos redituables del mobiliario del nosocomio, a quienes se les extrae dinero hasta que la muerte los transforme en basura y deban ser desechados. Porque la muerte es la hez de la vida, y las heces deben ser limpiadas… y quizás sea por esa identificación del camino de la vida con el camino del tracto digestivo, que ante la pandemia del 2020 y la proximidad cierta de la muerte, se dieran infinidad de casos en el mundo de gente abarrotándose irracionalmente de papel higiénico…

Su naturaleza

Resulta curioso que no se hable de la muerte de una guerra pero sí de la muerte de la paz o que muere el día, pero no la noche… Es que la muerte habla del fin absoluto de lo positivo. Y así, la muerte se nos hace un concepto lleno de imágenes positivas en tanto que perdibles. Dejar atrás seres amados y hábitos es lo que suele darnos más pena antes que miedo. Que la vida avance (ser conscientes del tiempo) es lo que nos “moviliza” en ese tiempo como causal de la vida y de la muerte. Quizás lo que más nos desagrade de la muerte es que nos deja fuera del juego. Nos quita del escaque y nos tira en la caja de los trebejos muertos sin miramiento alguno.

Como dijimos en un anterior artículo1, la muerte es como una locura de la materia así como la locura es la muerte de la mente. La vida, hecha de tiempo, es rabiosamente direccional: nos hace aparecer en el mundo; nos impulsa hacia el sexo y luego al amor en rara alquimia mental, hasta que la vida consigue –ADN mediante– su objetivo: hacer aparecer a otro ser humano. Hay luego un estadío climáxico: un padre entusiasta que se siente dios y una madre que se hace cuenco nutricio, hasta que el neófito de la vida empieza a correr por cuenta propia hacia el sexo y hacia el amor erótico.

Entonces la vida deja, impiadosa, a los padres atrás y se lanza con furia e insolencia a empujar a su nueva víctima hacia la creación de otro ser humano y reiniciar el proceso lineal a la vez que cíclico, de nacer, vivir y vivir para morir… “Impía”, “sin miramientos”, “insolente”. Si la muerte remite a todo lo positivo que tiene la vida, la vida se nos presenta, en general, con sentimientos encontrados: los del placer que tienden a ser momentáneos y que apenas perduran en algún sentimiento dulzón de amistad más que de amor, y los del dolor, mucho más presentes a lo largo de todo el proceso de vivir, especialmente una vez que la vida nos da la espalda y nos abandona a las vías catabólicas –degradativas– para encargarse de las anabólicas –crecimiento, desarrollo y reproducción del nuevo mártir… junto al amor y toda esa carga de flores y bombones y palabras amables que el ADN pone en nuestras hormonas para replicarse en más ADN.

Pero creemos que el amor es necesariamente más que la energía que se moviliza en nuestro cuerpo cuando nos enamoramos… la cual apenas si serviría para entibiar una olla de agua. No. El amor es más que la vida y la muerte2, pero ese es otro tema. Aunque cabe preguntarse ¿cómo puede la vida darnos la muerte como recompensa tras el esfuerzo de vivir? Quizás la pregunta sea análoga a la de entender el porqué un dios bueno permite que prospere el mal. Pero es evidente que así como un dios bueno necesita del mal para activar su bondad, vida y muerte son un fenómeno único ligado a la verdad del Universo que, en nuestra terrestre temporalidad nos es muy difícil entender. En efecto: así como la vida nos abarca íntegramente, también nos excluye de su íntima naturaleza que invariablemente incluye a la muerte.

El símbolo

Entre los galos, el dios Dispater, del que habla César en Commentarii de Bello Gallico (Comentarios sobre la Guerra de las Galias) y del que todos los galos creían haber nacido, era el dios de la muerte pero a su vez el padre de la raza, en esa fatal lógica de que ser progenitor es condenar a la muerte a la progenie.

Pero no solo de nacer se trata. En efecto: en el lado sombrío de la divinidad soberana, nos encontramos con Ogmios u Ogme en Irlanda; Gwyddyon entre galeses celtas, Occma en Escocia y Ogmia entre los celtas britanos. Se lo solía entender como el dios galo de la elocuencia y de la escritura –análogo al Thot egipcio– y se supone que fue él quien inventó el alfabeto oghámico a base de muescas y rayas grabadas sobre piedra o maderas. Ogmios era representado como un anciano calvo y maltrecho, vestido con piel de león llevando un mazo, un arco y un carcaj. Ogmios arrastraba multitudes de hombres con cadenas de oro enganchadas a sus orejas mientras en el otro extremo, la cadena pasaba por la lengua agujereada del dios. Ogmios era la elocuencia segura de su poder, el dios que, con magia, atraía a sus fieles.

Es también símbolo del poder de la palabra ritual que une el mundo de los hombres con el mundo de los dioses… pero, además, con el de la mortalidad, porque el conocimiento –palabra, escritura y habla– lleva a la caída y a la muerte. En su nombre se profieren las bendiciones a favor de los amigos y las maldiciones contra los enemigos.

La idea simbólica del conductor de muertos, se resume en el nombre griego de ψυχοπόμπος o psicopompo. En la Bretaña conocida como Armórica (Francia occidental), en el s. I a.C., teníamos el Ankou: continuación del conductor de muertos que se extendería en la “danza macabra” de la Edad Media y, a pesar de la cristianización, el Ogmios conductor de muertos, reaparecía en la católica Santa Compañía española. En la mitología griega, Eurynomos era el daimon o espíritu del inframundo de los muertos en descomposición: una figura menor de la que se sabe muy poco, quizás inventada por Polygnotos, el pintor del santuario Delphoi en Phocis, y Pausanias habla de él en su Periégesis de Grecia como uno de los daimones de Hades, que devora carne de cadáveres y deja sólo huesos.

En el Tarot, la muerte es la carta 13, originalmente sin nombre y, de hecho, se ha identificado en el tarot a las doce cartas previas a la 13 como “misterios menores” y las siguientes, “misterios mayores”, con referencias más elevadas celestialmente. Al mismo tiempo, define una liberación de la vida como carga, además de una transmutación, ligándose a la idea de iniciación.

La muerte, como dijimos, es una carta sin nombre: tenemos un esqueleto armado de una guadaña, símbolo de la muerte como igualadora de toda vida. En los diseños originales de esta baraja, el suelo es negro pero con plantas azules y amarillas (la tierra encadenada al cielo y al sol); bajo el pie del esqueleto hay una cabeza de mujer y una de hombre coronada; tres manos, un pie, dos huesos y es de notar que las cabezas parecen haber quedado vivas. La cabeza coronada es símbolo de la realeza de la inteligencia y del amor, vencedores de la muerte. La de la mujer no ha perdido su belleza, pues ésta no muere y el alma seguirá amando en el más allá. Las manos en la tierra son la Obra Alquímica que debe seguir y los pies nos dicen que el camino continúa más allá de la muerte del caminante.

En México es característica la fiesta del Día los Muertos –celebrada el 1 de noviembre–, donde se sincretizaron tradiciones aztecas, mayas, purépechas y toltecas con la política evangelizadora del catolicismo, fomentando el grotesco visual de calaveras y esqueletos pintarrajeados y sembrando así la constante amenaza de la muerte como moderador de cualquier eventual exceso de vitalidad: una fiesta inconscientemente amenazadora y henchida de muerte. La muerte se transforma de este modo en mito y se hace carne en la mente popular… y, de hecho, “quien ambiciona una abstracción mítica debe ser siempre insaciable” nos dice Gregory Bateson… insaciable como la tierra con la boca siempre abierta de sus tumbas, bocas siempre hambrientas de cadáveres.

La guadaña se vincula con la muerte desde el s. XV como “la inexorable igualadora”. Anteriormente, se asociaba a la Muerte con la hoz, tal como se la refiere en la Biblia, segando las malas hierbas como un instrumento discriminatorio de castigo, pero también aparece entre las manos del viejo Saturno, el dios renco del tiempo, como una herramienta que siega, ciega, a todo lo vivo por igual. Liberadora de las penas, la Muerte no se tiene como un fin en sí misma sino como un acceso al reino del espíritu y la vida verdadera: mors janua vitae (la muerte es puerta de la vida).

En un sentido esotérico, simboliza el cambio profundo que sufre el hombre por efecto de la iniciación. El profano debe morir para renacer a la vida superior que confiere la iniciación. Si no muere de su estado imperfecto, se le veda todo progreso iniciático. Asimismo, en la alquimia, el sujeto, como materia de la piedra filosofal, encerrado en un recipiente cerrado y privado de todo contacto exterior, debe morir y purificarse. Así la decimotercera lámina del Tarot simboliza la muerte en su sentido iniciático de renovación y de renacimiento. Después de “El Ahorcado” (o “El Colgado”) místico, completamente ofrecido y abandonado, que recupera fuerzas al contacto con la tierra, la muerte nos recuerda que debemos volver hacia ella como condición de progreso y de vida.

Final

“¿Queréis tener la explicación de las cosas? Muy bien, pero la cuestión no está ahí. ¿Son reales? ¿Sí o no? Esto es lo que queremos saber…”. Así decía Cicerón en De Divinatione. La cantidad de referencias a fenómenos de los llamados “paranormales” es abrumadora… y muchos de ellos están relacionados con fantasmas, es decir, con el profundo deseo de que la muerte no sea el límite de la vida como la conocemos. Tengo en mi biblioteca los tres tomos de La muerte y su misterio de C. Flammarion con múltiples y serias referencias a señales paranormales antes, durante y tras la muerte.

El espiritismo, por su parte, doctrina originada en Francia a mediados del siglo XIX y cuyo máximo exponente fue Allan Kardec (1804-1869), sincretizó ciencia, religión y filosofía en su búsqueda de contacto con los muertos. Si estas y otras referencias de contactos con espíritus o fantasmas y las denuncias de experiencias cercanas a la muerte tienen algún rigor científico, no es aquí lugar para debatirlo, pero decir que algo no existe porque la ciencia no es capaz de poner en caja los testimonios, tampoco es del todo válido… así como tampoco es un recurso válido que el consuelo que una experiencia paranormal puede brindar, haga que los fantasmas correspondan a fenómenos mensurables.

Así es que el velo de la muerte sigue sin poder ser descorrido. Hemos tenido, como civilización, numerosísimos ejemplos de “religiones” nuevas –especialmente en el interludio entre los ss. XIX y XX– orientadas a reformular la integridad de la vida más allá de nuestros límites físicos (muerte incluida) como las de Augusto Comte o Barthélémy-Prosper Enfantin, “padre” de la iglesia “Sansimoniana”, inspirada en el socialista utópico Henri de Saint-Simon. Pero todo sigue siendo utópico, o sea: sin un lugar donde existir. No obstante, la muerte tiene una presencia metafórica de existencia en la mente humana aunque no se trate propiamente de ella en sí... recordamos a Parménides: “No podrías captar el No-ser (no es posible), ni mentarlo: ser pensado y ser son lo mismo”.

Pero aunque es cierto que el no-ser no se puede pensar, no es cierto que lo que no existe no pueda ser pensado: los unicornios no existen pero podemos pensar en ellos, y así tendrían cierto perfume ontológico. ¿Es realmente plausible que la muerte sea un paso al no-ser? Siguiendo con Parménides, el ser es eterno porque no puede provenir del no-ser ni devenir en un no-ser. He ahí un camino interesante para llegar a la idea de que la consciencia de ser no puede convertirse en consciencia de “no-ser”. Haya la distancia que hubiere entre la realidad y la verdad, hay un “algo” que, aunque haya sido un “fantasma” cosificado de la materia para nuestra realidad, es un fenómeno que ocurre, que podemos pensar siendo… aunque, como el unicornio, no sea.

Para Epicuro la felicidad era perderle miedo a la muerte, arguyendo que mientras somos, la muerte no es y cuando dejamos de ser no hay quien padezca esa muerte… ¿Y si todo lo que “sentimos ser” no se corresponde íntegramente con nuestra materia? Leemos a Wittgenstein: “…si hablo o escribo, supongo un sistema de impulsos que salen de mi cerebro que se correlacionan con mis pensamientos hablados o escritos. Pero ¿por qué debería tal sistema seguir una dirección que apunta al centro? ¿Por qué ese orden no debería, por así decirlo, brotar del caos?... ¿Por qué no habría de haber una regularidad psicológica a la que no corresponda ninguna regularidad fisiológica? Si esto trastorna nuestros conceptos de causalidad, es que ya era hora de que se trastornaran”.

Es nuestra vieja lucha contra la estéril tiranía (como toda tiranía) del yo. El lenguaje simbólico aporta en este sentido: dijimos en otra ocasión3, “en su intimidad, la realidad uterina, cósmica —más numinosa que luminosa— es siempre inaccesible y oscura a la razón, pero iluminadora de la intuición y que invoca, evoca y provoca la formación de un universo protector mítico y simbólico, que nos separa de las fuerzas degradativas que quieren hundirnos en las tinieblas”. Pero es en esta opacidad de lo que nos hace mortales, donde se abren los caminos de la muerte en la mente viva del Hombre con senderos amplios hacia los infiernos y estrechos hacia los paraísos, y sea a donde fuera que vayamos a instalarnos, la muerte es siempre el medio hacia el “mysterium tremendum” de A. Huxley.

Es interesante, además, el hecho de que la muerte como fenómeno evolucione con la vida misma. Con crudeza biológica, no somos más que un tubo por donde pasan seres muertos a los cuales les quitaremos los nutrientes así como antes les habíamos quitado la vida, y sabemos que este tubo necrófago es nuestra esencia biológica: todo lo que lo rodea son accesorios para mejorar la estrategia de supervivencia del tubo, que en su esencia es hueco, es nada.

Pero este tubo evolucionó en el tiempo y la complejización de los seres vivos acompaña con complejización en sus muertes. Cuando un organismo unicelular se divide en dos, no resulta en inmortalidad: el pequeño organismo no sólo se dividió: también desapareció. Algo parecido ocurre con la famosa Turritopsis dohrnii (entre otras especies con menos prensa), el hidrozoo que de medusa vuelve a ser pólipo para reiniciar su ciclo y a la cual por ello se le dice “inmortal”, pero que solamente “reinicia” su dotación de ADN (transdiferenciación), transformando su identidad –extremadamente simple– en una identidad nueva, por lo que la medusa que se había convertido en una pequeña masa viva conocida como “cisto”, ya no existe más. No sólo ha muerto: ha desaparecido. Por su lado, los organismos superiores pueden identificarse más claramente en sus muertes hasta llegar a la conciencia de la propia muerte como es nuestro caso.

Esta conciencia, como vimos, vuelve a nuestra vida en algo muy especial: la conciencia de muerte lleva a una valoración de la vida y a alguna postura filosófica… a la que podemos vivir con cierta moderada alegría o entenderla como la veía Gilles Deleuze: “La filosofía sirve para entristecer…”, para que entendamos nuestras limitaciones cognitivas de no pensar en ese valor… para que no muramos repitiendo y olvidando, repitiendo y olvidando. Pura rutina de vivir, sin hechos trascendentes a nuestra muerte. Es un epítome del budismo zen que el verdadero “infierno” es acostumbrarse a algo. Acostumbrarse es empezar a morir antes de darnos de frente con el gran final que nos lleva a resumir nuestra vida a aquello que, finalmente, recibirá una funeraria…

Paul McCartney deliró alguna vez, LSD mediante, con un dios que era un enorme muro insalvable que se enfrentaba a la vida. No hay esperanza creadora posible si esperamos un destino. La muerte puede ser encarada como inhibiendo la necesidad de cualquier esfuerzo o promoviendo esfuerzos antes de que ese muro insalvable se nos presente, pensando en aquellos que nos seguirán… ambas actitudes son, sin embargo, equivalentes: la muerte sigue igualando: tanto al entusiasta como al que, antes del fin, se rinde.

Escribí:

Cuando yo no esté
no habrá más sombras
y ningún calor derretirá la nieve.
Cuando yo no esté
el espejo de agua será del cielo,
el pasto volverá a crecer en el camino,
y nada habrá de morir para que yo viva…
Cuando yo no esté ¡Qué alegría!
¡Habrá vuelto a nacer el Paraíso..!

Notas

1 Para ampliar, los remitimos a nuestro artículo Acerca del lenguaje, el clinamen y el sueño de Escipion.
2 Al respecto, ver lo que señalamos en El abismo del amor.
3 Puede leer el texto completo en este enlace.