Nos alienamos porque no pensamos al cuerpo como una fortaleza. Al dejar que el mundo nos invada cuando le plazca, con sus vastos Caballos de Troya, que son variopintos y mucho mejor trabajados que el de los griegos.

Nos alienamos al encerrar el cuerpo en las cajas que nos ofrecen: la de nuestros comodísimos cuartos, la de nuestras posibilidades económicas, la de nuestros perfiles en línea, la de nuestras sociedades desasociadas.

Nos alienamos cuando comenzamos a pensar que hemos crecido y que somos responsables de muchas cosas adultas. Entonces, mudando capas, interpretamos el papel que el sistema nos ha preparado como actores precisos de una obra necesaria que es, en definitiva, un montaje para la idiotez.

Nos alienamos al dejar indefenso al niño que poseemos muy adentro de la carne. Que mora el reducto de la inocente felicidad y en los genes que aún vagan libres por la sangre. Sin escudos, el niño interno, sucumbe ante la abrumadora realidad.

Nos alienamos al ofrecer la oreja a los filósofos que van a caballo del momento. Los de las frases perfectas para vender cremas de enjuague o bicicletas ecológicas. Todo lo expresan al dedillo y hacen de su postura un acto sublime y para la etiqueta; siempre y cuando nadie los vea ser ellos durante una siesta en la miserable esclavitud de sus "convicciones".

Nos alienamos porque nuestros sueños son ahogados por necesidades apiladas en góndolas infinitas. Mareados por las ofertas, esos vuelos de la mente se dilapidan en montañas de basura plástica y comida realzada en sus sabores. Terminan en la panza consumista los sueños que sueñan con, algún día, tener la fuerza para regresar a la cabeza.

Nos alienamos por dejar de sentir el alma que perdura sin rostro, que fluye sin likes, que no tiene curvas ranqueables, que no pide nada en su permeable blancura y que el mesmerismo de las cosas le es indiferente o funge para lapsos de su risa. Sigue allí, pero el fulgor de las pantallas la ha eclipsado.

Vivimos para alienarnos bajo el mandato de la hipérbole urbana y, como turbinas agotadas por su combustión, nos enclaustramos en los paréntesis y corchetes de una matemática absurda: la suma de los objetos que nos dan cierto estatus, la división humana que nos aleja de los otros, el porcentaje de lo que ganamos para asegurarnos una digna decrepitud, la resta de las caricias cuando se hace tarde para la oficina, y una multiplicación acérrima de facetas, por si una cara no alcanza para el triunfalismo y la lívida perpetuidad.

Siento que éste debería ser el mundo de los niños, que destellan en sus sonrisas, y de los jóvenes aspirantes a niños versados en la imaginación; de adultos comprometidos a proteger el brillo de la lozanía. Un mundo de mentes que vuelan, con la aerodinámica libertad de las gaviotas, hacia los mares de la plenitud. Pero... claro, solo un tonto puede pensar algo así. Un escritor del montón, que vive en la pobreza y no corre, como corren todos aquellos tras la zanahoria. Un loco que patina en los engranajes del mundo.

Es que nada funciona así. El niño se pierde en la ansiedad de los jóvenes y el adulto madura para dar paso al anciano del olvido.

¿Y entonces...?

Son los "cuerdos" los que gobiernan al mundo. Los que ahora se preocupan por el drástico cambio en el equilibrio geopolítico y vuelven a rearmarse, en especial, con ojivas nucleares que garanticen, nuevamente, la paz universal.

Porque eso sucede en este momento, ¿o no lo sabían?

Son los "cuerdos" que hemos puesto allí para que todo funcione y nos aseguren que podamos, al menos, cambiar el celular cada año y tener unas vacaciones decentes.

Nos alienamos porque, recluidos en la taciturnidad de nuestros días o exasperados por la volatilidad de lo virtual, seguimos esquivando destellos de alguna verdad; las pausas que reclama el alma para volver a soñar.

"...y los sueños, con esfuerzo, treparán a la cabeza. De nuevo, allí tendrán su vergel de paz. Ya no serán simples sueños, sino felicidad de niños de alas amplias".

Volver, sin partir

Hay una razón de ser
para no ser en serio.
Ser el verdugo del parecer
hasta desaparecer en silencio
hacia un espejo de la división
que maximiza las fronteras del reflejo.

Y yo, que no soy alguien,
pero tampoco aquel que acontece lejos,
he de volver al ojo del huracán del tiempo
aleteando suave
entre anaqueles y versos.
Es que hay serias razones para no ser, aun siendo.

Desestimar el nudo gordiano del pensamiento que,
al recapitular su gris,
se nutre de los hechos del neuronal frenesí.
Como un desecho vagamente insatisfecho de lo que cierta vez fui,
volveré para ser un ser,
ciertamente un gentil y, entretanto,
el contrahecho infeliz.

Lo diré así:
esta vez he vuelto del referendo fabril
y votado, o botado al fin,
retornaré a lo que resta de mí
siquiera…
sin partir.