En la serie que he venido publicando sobre la historia de mi vida espiritual, he destacado cómo, desde niño, mi madre y mi abuela me enseñaron a amar al Papa como parte esencial de la identidad cristiana. Diversos hechos me revelaron el profundo afecto que le profesaban y cómo, para ellas, no era solo la máxima autoridad de la Iglesia, sino el sucesor de Pedro. De esta forma, comprendí por qué mi abuela afirmaba que era “católica apostólica y romana”.
El Papa representaba la sucesión ininterrumpida desde Cristo y los apóstoles, siendo San Pedro aquel a quien Nuestro Señor confió la dirección de su Iglesia: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos: todo lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16, 18-19). Sin embargo, fue a partir de mis 26 años cuando este cariño se transformó en una cercanía más profunda, al "acompañarlo" en sus viajes y al escuchar o leer sus discursos, encíclicas, libros, audiencias y homilías, entre otros. Progresivamente, fui ampliando mis conocimientos teológicos y anhelando emular la hermosa vida de piedad de aquel Papa que se llamó Juan Pablo II (Karol Wojtyła).
En el ámbito teológico y pastoral, mi primera aproximación a San Juan Pablo II fue a través de los discursos y homilías que nos legó al visitarnos en 1985 y 1996. Recuerdo vívidamente que, en la primera ocasión, tenía catorce años y me acerqué hasta el punto de la avenida Páez del Paraíso (Caracas) por donde cruzaría para dirigirse a la misa en Montalbán (27 de enero de 1985). Su imagen quedó grabada en mi mente y aún la “veo”: de pie en el papamóvil, saludando con su habitual sonrisa. Todo fue un acontecimiento en mi círculo familiar y de amigos, pero me atrevería a decir que el país entero se paralizó con su visita.
Sin duda, se cumplía el famoso eslogan presente en todos los afiches y en sus propias palabras: “¡Renueva tu fe, es el momento!”. Y precisamente en 1996, cuando regresó, yo me encontraba renovando mi fe, absorbiendo todas sus enseñanzas. Comencé a leer todas sus obras, dedicando dos años a esta labor. Puedo afirmar que el mayor impacto lo generaron sus encíclicas y un libro que me obsequió el doctor Jesús Marrero Carpio: Cruzando el umbral de la esperanza (la entrevista que le realizó Vittorio Messori, publicada en 1994). Al iniciar su lectura, me topé con estas palabras, que constituyeron una verdadera epifanía y me transformaron radicalmente:
Cristo ha traído al mundo la verdad sobre Dios y el hombre. Pero esta verdad no es una teoría o una doctrina abstracta; es una Persona. Él mismo es la Verdad. Cristo no ha venido simplemente a decirnos algo sobre Dios, sino a traernos a Dios mismo, a poner la realidad de Dios al alcance del hombre. Por eso, el cristianismo no es una 'religión del libro' en el sentido estricto, sino una religión del 'encuentro' con una persona, con un 'acontecimiento'. Este acontecimiento es la Encarnación: Dios se hizo hombre. Es el Hijo de Dios hecho hombre quien nos revela al Padre y nos hace participar en su vida trinitaria.
Mi identidad cristiano-católica se fortaleció al comprender que, al no ser una “religión de libro” –como las tradiciones protestantes, judías o musulmanas–, la tradición de la Iglesia a lo largo de sus dos mil años de historia adquiría una gran importancia. Esta tradición eran las diversas formas en que sus santos y carismas habían tratado a esa Persona que es perfecto Dios y perfecto hombre. Comenzó de esta forma mi gran deseo de conocer toda la riqueza de la Iglesia. A la vez, cobré mayor conciencia de que la oración que venía cultivando, junto a la Eucaristía y la Misa, eran los pilares fundamentales para tratar, conocer y amar a ese Dios-persona-Jesús. Y a partir de esta relación, la caridad con el prójimo sería la consecuencia incondicional e inevitable. El cristianismo es una experiencia, una relación, una vida junto a Cristo, con quien vamos creciendo paulatinamente en el Amor a Él y a la humanidad entera, con la cual compartimos la condición de ser creados por Dios y redimidos por Él en la cruz.
La otra idea que San Juan Pablo II expone en este libro y que también consolidó mi identidad cristiana, fue el concepto de ser un “signo de contradicción”. Primero, porque Jesús es un Dios que se hace hombre, y esto, en efecto, resulta inaceptable para ciertas mentalidades humanas y, en particular, para los otros dos monoteísmos. Para mí, sin embargo, esta verdad se presenta como la más coherente y real: al ser Dios Amor, por amor quiso asumir la condición humana. Nos amó tanto que adoptó nuestra naturaleza. La relación con este Dios persona se hizo cercana al tratar con un Dios-humano. Y su mayor cercanía se manifestó en su disposición a sufrir como nosotros e incluso a redimirnos por medio de la cruz y el sufrimiento. El segundo principio, como “signo de escándalo”, radica en que no nos deja indiferentes; nos impele a una toma de posición radical y, en consecuencia, a una transformación frente al pecado, la mundanidad y el egoísmo. Como diría San Ignacio, nos obliga a discernir constantemente.
Finalmente, San Juan Pablo II me ayudó a comprender el papel de la cruz y el sufrimiento en la vida humana y cristiana. Su encíclica Salvifici Doloris (1984) me produjo otra sacudida moral, vital y religiosa. Primero, debemos comprender y aceptar que el sufrimiento es una realidad humana, un misterio que, en cierto sentido, parece incomprensible. Segundo, es la realidad central de la Redención de Cristo: Jesús entregó su vida en la cruz por nosotros, transformando el mal del sufrimiento en un medio de salvación para todos. De este modo, no se trata solo de soportarlo de forma conformista, sino de ofrecerlo y convertirnos en corredentores con Cristo. Todo esto, en ningún momento, implica un culto al dolor o una ignorancia de la necesidad de aliviar el sufrimiento, especialmente cuando tiene su origen en causas injustas, enfermedades, etc.
En la próxima entrega, me quiero referir a cómo San Juan Pablo II fue un ejemplo de vida de piedad, y cómo me animó a imitarlo, tal como ocurre con todos los santos. Para ello, me extenderé un poco en la cronología que he venido desarrollando, y de esta forma, cerraré mi experiencia con este gran Papa.