Con frecuencia suelo contar nostálgicamente anécdotas de mi época universitaria. Más allá de si fueron años placenteros o de constante estrés, priorizo siempre enfocarme en lecciones que mis maestros pudieron transmitirme. Los últimos meses, me han transportado constantemente a dos anécdotas particulares, las cuales he decidido plasmar en este corto artículo el cual, siguiendo la línea de los anteriores, procura defender un ideal particular: Es peligroso vivir en extremos ideológicos.
Para poder realizar este escrito he basado mis argumentos y opiniones, además de mis vivencias y mi cotidianidad, en la autora y divulgadora filosófica argentina Roxana Kreimer. Sin más que decir, nuevamente agradezco su presencia y atención, espero poder transmitir algo.
El objeto de estudio de la filosofía es la verdad
En una de mis primeras lecciones de maestría en filosofía, uno de mis docentes inició la sesión con la siguiente sentencia: “El objeto de estudio de la filosofía es la búsqueda de la verdad”.
Un pensamiento que, para un joven recién egresado del pregrado resultó bastante impactante, no porque nos estuviera obligando a creer en ello, sino porque irrumpía de manera contundente con lo que había aprendido en la universidad respecto a las ciencias sociales: Todo es relativo.
En diversos conversatorios sobre educación, pedagogía y ciencias sociales noté, ya con cierto agotamiento, que todos los debates y conversaciones académicas llegaban al mismo punto: Todo depende del contexto. Este círculo de conversaciones que siempre llegaba al mismo punto terminó por crear en mi mente el imaginario de que las humanidades no aspiran a verdades o a sentencias que aplicaran a todos los casos, mucho menos verían algo positivo en la definición o sistematización de las cosas, sino que, el buen estudioso de las ciencias sociales era aquél que dudaba de lo previamente establecido y con ello, lamentablemente, bastaba para que la labor estuviese cumplida.
Sin embargo, a partir de esa lección –y después de conversarlo mucho con compañeros– esta perspectiva cambió radicalmente al profundizar en la filosofía. La filosofía, a diferencia de las ciencias sociales, no se conforma con la relatividad absoluta, de hecho, la ve como peligrosa. Busca, en cambio, a través del razonamiento crítico y la argumentación lógica, llegar a verdades universales o, al menos, a principios que puedan ser aplicados de manera más general.
Por ejemplo, el principio de no contradicción establece que una proposición no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo y en el mismo sentido. Este principio subyacente es fundamental en la lógica y se aplica a todas las formas de razonamiento. La búsqueda de la verdad en filosofía no es una tarea sencilla ni directa. Implica cuestionar constantemente nuestras creencias, examinar los fundamentos de nuestro conocimiento y estar dispuestos a aceptar que nuestras verdades pueden ser provisionales. Este proceso de búsqueda es lo que hace a la filosofía una disciplina tan rica y desafiante.
En este sentido, la filosofía no se limita a aceptar que "todo depende del contexto". Aunque reconoce la importancia del contexto, también se esfuerza por encontrar principios subyacentes que trasciendan las circunstancias particulares. Este enfoque permite a la filosofía ofrecer una visión más amplia y profunda de la realidad, una que no se detiene en la superficie de las cosas, sino que busca entender su esencia.
¿Cuál verdad?
Los sucesos narrados en el anterior punto me sucedieron en 2019 cuando apenas empezaba mis estudios de maestría, sin embargo, el segundo suceso que me lleva a rememorar este artículo ocurrió en 2014 en las primeras sesiones de epistemología.
Para quienes jamás hayan tenido la oportunidad de acercarse a la filosofía o, al menos al término antes mencionado, lo explicaré brevemente: La epistemología es la rama de la filosofía que estudia el conocimiento: su naturaleza, origen y límites. Se ocupa de preguntas como "¿Qué es el conocimiento?", "¿Cómo se adquiere?" y "¿Qué justifica una creencia?". En resumen, la epistemología investiga cómo sabemos lo que sabemos.
Sin embargo, el semestre entero nos enfocamos en la epistemología Foucaultiana, la cual se centra en cómo el conocimiento y el poder están interrelacionados. Michel Foucault, un filósofo francés, argumenta que el conocimiento no es simplemente una colección de hechos objetivos, sino que está profundamente influenciado por las estructuras de poder y las prácticas sociales. Durante ese semestre, exploramos cómo las instituciones, como las prisiones, hospitales y escuelas, moldean y controlan el conocimiento y, por ende, la sociedad.
Estas lecciones me hicieron reflexionar sobre la manera en que el conocimiento se utiliza para controlar y disciplinar a las personas. Sin embargo, muchas veces las conclusiones de las clases se reducían a "todo es poder" y "nada es definitivo", lo que generaba la idea de que la verdad no existe, solo es un discurso que asegura el statu quo.
Así las cosas, era de esperarse que gran parte de mis compañeros y yo acabáramos por inclinar nuestra tendencia política hacia el pensamiento de izquierda dudando de todo lo que estaba establecido y criticando cualquier idea o práctica que pudiera entenderse como medianamente tradicionalista. Curiosamente en aquél tiempo resonábamos con muchos discursos que en estos momentos criticamos fuertemente, todo debido a que el ambiente a nuestro alrededor permitía confirmar que estábamos “del lado correcto”. Con todo lo que cuestionábamos la superioridad moral de los creyentes o de los políticos de derecha no notamos que estábamos construyendo una moralidad opuesta pero igualmente reactiva a cualquier idea que no fuera acorde a las propias, el pensamiento tribal se apoderó de nosotros.
Espectros políticos, pensamiento tribal y relativismo moral
En este último punto, quiero abordar cómo los extremos ideológicos y el pensamiento tribal pueden llevar al relativismo moral. Cuando nos aferramos a una ideología de manera absoluta, tendemos a ver el mundo en términos de "nosotros contra ellos". Este enfoque polarizado puede resultar en la deshumanización de aquellos que no comparten nuestras creencias y en la justificación de acciones que, de otro modo, consideraríamos inmorales.
El relativismo moral, que sostiene que no existen verdades morales universales, puede ser una consecuencia de vivir en estos extremos. Si todo es relativo y depende del contexto, entonces cualquier acción puede ser justificada bajo ciertas circunstancias.
Soy de X bando entonces está bien lastimar a Y tipo de persona.
Somos parte de una minoría entonces está bien que nuestros derechos pesen más.
Peor aún, nos puede llevar a la idea de que si alguien no comparte una idea –por pequeña que pueda ser– respecto a algo conmigo automáticamente debo considerarlo peligroso, mi enemigo, una amenaza para la humanidad.
Es aquí donde el punto medio se vuelve virtuoso. Reconocer la complejidad del mundo y la diversidad de perspectivas no significa que debamos renunciar a la búsqueda de principios éticos universales. Al contrario, nos invita a encontrar un equilibrio entre la crítica de lo establecido y la construcción de un marco ético que pueda guiar nuestras acciones de manera coherente y justa.
En conclusión, vivir en extremos ideológicos puede ser peligroso, ya que nos aleja de la posibilidad de encontrar verdades y principios que nos permitan convivir de manera armoniosa y respetuosa. La filosofía, con su enfoque en la búsqueda de la verdad y la reflexión crítica, nos ofrece herramientas valiosas para navegar estos desafíos y construir una sociedad más equilibrada y justa. Atrevámonos a conversar con los que son distintos a mí, a acercarme al que piensa distinto –y escucharlo de verdad– a vivir espacios acompañados de otros que actúan o piensan diferente. Quizás sea este el punto de partida para cambiar la sociedad, para integrarnos y encontrar soluciones más prácticas y, ¿por qué no?, para empezar a ser más felices.