Hay trayectorias que no se narran en línea recta, sino que se intuyen en los pliegues. Diego, ha hecho de la enseñanza un espacio de exploración, donde la filosofía, la contemplación y el cuerpo dialogan sin jerarquías. Su trabajo no se define por títulos ni etiquetas, sino por una búsqueda constante de sentido en lo cotidiano.
En sus clases, la palabra no se impone: se ofrece. A veces se disuelve en el gesto, otras se condensa en una imagen, un silencio, una respiración. Su pedagogía no busca formar expertos, sino despertar miradas. Le interesa más la pregunta que la respuesta, más el proceso que el resultado.
Ha transitado por caminos diversos —algunos académicos, otros menos visibles— que le han permitido entrelazar saberes de oriente y occidente, pensamiento y práctica, teoría y experiencia. En ese entrecruce, ha encontrado formas de enseñar que no se limitan al aula ni al discurso, sino que se expanden hacia lo sensible, lo simbólico, lo corporal.
Actualmente lidera proyectos de alfabetización dirigidos a la infancia, con un enfoque que privilegia la imaginación, el juego y la escucha. Su trabajo ha impactado a más de tres mil estudiantes en Antioquia, donde la lectura y la escritura se convierten en herramientas para habitar el mundo con mayor conciencia. No se trata solo de enseñar a leer, sino de acompañar el descubrimiento de una voz propia y la maduración neuronal.
Paralelamente, dedica parte de su tiempo al voluntariado, compartiendo herramientas de defensa personal con niñas y adolescentes en contextos vulnerables. Allí, el cuerpo se convierte en territorio de cuidado, y la práctica física en una forma de empoderamiento silencioso. No hay espectáculo, solo presencia.
Sus talleres no siguen un formato convencional. En ellos, la precisión convive con la pausa, y la técnica se vuelve excusa para cultivar la atención. Ya sea a través de una práctica meditativa, una reflexión filosófica o un ejercicio físico, lo que propone es siempre una forma de presencia. En sus conferencias de arquería, por ejemplo, el acto de tensar el arco se convierte en una metáfora del equilibrio interior. En el de kintsugi, los fragmentos rotos no se ocultan, sino que se resaltan, como una forma de honrar las cicatrices.
Su interés por la neurociencia y los recursos atencionales lo ha llevado a explorar cómo pequeños ajustes en el entorno del aula pueden generar grandes transformaciones en la forma en que los estudiantes aprenden y se relacionan con el conocimiento. Le atrae especialmente aquello que ocurre en los márgenes de la atención: los gestos, los ritmos, las pausas. Desde allí, diseña experiencias que no solo informan, sino que también despiertan la curiosidad, el asombro y la capacidad de estar presentes.
La filosofía y la ética atraviesan su práctica como hilos invisibles que sostienen cada decisión pedagógica. Le interesan las estrategias prácticas para el buen vivir: aquellas que, sin grandes pretensiones, permiten cultivar vínculos más amables, pensamientos más claros y una relación más serena con el mundo. En su trabajo, enseñar es también una forma de cuidar.
Escribe, también. A veces en medios digitales, a veces en cuadernos que no buscan ser publicados. Su escritura no pretende explicar, sino evocar. Tiene algo de susurro, de invitación a detenerse, de gesto que señala sin nombrar.
Fuera del aula, encuentra placer en lo cotidiano: cocinar sin prisa, bailar salsa con alegría, dibujar cuando el tiempo lo permite. Son gestos simples, pero reveladores de una sensibilidad que no se limita al pensamiento, sino que se extiende a lo vital.
Diego no se presenta como un experto, sino como alguien que sigue aprendiendo. Su vida es una constelación de intereses que se tocan sin jerarquías: la filosofía, la espiritualidad, la pedagogía, el cuerpo, el silencio. En un mundo que premia la velocidad y la certeza, él apuesta por la lentitud y la pregunta.