Todo pensamiento es expresión de un tiempo y un espacio. Por supuesto. Hablamos desde cierto lugar. En cierta época. Pero este pensamiento sobre el pensamiento es demasiado pobre. Nadie piensa solamente desde cierto lugar, como si la tierra nos tomara como ventrílocuos. La razón de que cada lugar es un conjunto de sitios. Hacia abajo, cada lugar, no importa cuán viejo y originario nos parezca, es una capa sobre otras capas; debajo de un rascacielos, una catedral abandonada; más abajo, una pirámide, y todavía más profundo, perdiéndose en los estratos de la tierra, los primeros entierros. O los segundos, porque también hay animales que son inhumanos. Los que se creen primeros siempre son segundos. Y quienes se creen últimos serán los penúltimos. Caminamos sobre inmensos camposantos, muertos enterrados con propósito, dejados ahí tras una guerra o cubiertos por la lava de algún volcán.
Los estratos de la Tierra mueven historia y minerales a la vez. Así, un terremoto descubre una edificación, una lluvia arrastra los huesos de un homínido capturado en la ladera de un cerro. Nosotros no vivimos en una tierra plana. La edificamos hacia arriba y hacia abajo. Es decir, ponemos piedra sobre piedra y realizamos excavaciones. Movemos rocas y montañas, desviamos ríos, entramos al estómago de la Tierra por cuevas y grutas.
Así entonces la tierra del pasado no está solamente debajo de nosotros, como un basamento. Nuestro trabajo de la tierra saca y entierra otros sitios de la historia. Siempre hemos sabido que otros nos precedieron y que otros nos seguirán. Inhumamos y exhumamos; y también desplazamos, reordenamos o desviamos. Esto hace que nuestros antepasados nunca hayan estado sencillamente debajo de nosotros.
En cuanto al tiempo, esta enrevesada orografía humana se complica aun más. Sin saberlo y sin quererlo arrastramos los eventos. Nuestra existencia arrastra como supuesto la historia del universo. Nuestra constitución física, es decir, nuestros huesos, las extremidades que nos sirven de locomoción, suponen y recuerdan que nacimos en campo gravitacional. Nuestro sistema respiratorio ha sido formado evolutivamente para habitar un mundo con oxígeno. Nuestro código genético contiene la memoria de una rama de evolución de la vida. Nuestra lengua arrastra pensamientos y eventos en su estructura, su vocabulario y sus expresiones. Nuestra memoria inconsciente acoge todo lo que nos ha sucedido sin hacerlo tema explícito.
Las piedras con marcas, las tablillas de arcilla y los pergaminos conservan el registro de hechos y leyendas. Esto quiere decir que el tiempo no pasa simplemente, sino que se registra, se recuerda y, consecuentemente, se transporta, se evoca, se reedita, se repite. Antes incluso de que haya inteligencia, ha habido información que se retiene, que se repite, que se conserva, que se modifica y se pasa en el tiempo. Este juego de eventos y registros hace no sólo que el tiempo desborde la linealidad del mero tránsito entre momentos, como sucede en la línea. Desborda también la imagen de la línea que recuerda su pasado y que lo va cargando como camello, toscamente, sin intervenir en lo que se recuerda, sin darle vueltas.
Porque desde que existe la posibilidad de retener lo acontecido en un registro, éste se puede dividir, unir con otros registros, tejer en redes extensas, crear formas nuevas. El tiempo lineal y el tiempo cíclico son dos ejemplos de la forma del tiempo, dos entre muchos más.
Así, nosotros no hablamos desde uno, sino desde muchos lugares. Hablamos, mejor dicho, desde un cruce de lugares. Nadie es oriundo de ningún lugar. No hay nada originario. Sólo tránsitos, cruces, encuentros o desencuentros. Por ello, se habla siempre desde un conflicto de lugares y un conflicto de tiempos. Se habla hoy, con mañas y artificios del choque de civilizaciones, como cristianismo, judaísmo e islam. Pero este choque no es de civilizaciones, sino de hermanos.
Si acercamos la mirada solamente al cristianismo, veremos su origen mestizo: una síntesis interminable e imposible de Atenas y Jerusalén, por nombrar los pilares más visibles. El cristianismo no se fraguó en un origen, sino a lo largo de eventos-cruce, de enfrentamientos, de polémicas. O bien, su origen ya era un cruce de lugares entre posiciones encontradas del judaísmo frente a la dominación romana. ¿Y qué era Pablo sin un cruce de caminos entre el judaísmo, el evento llamado Cristo y Roma? El cristianismo ha sido su cisma entre Roma y Bizancio, entre católicos y protestantes.
El 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón se topa con América. Se puede decir, desde su punto de vista, que la descubre. Pero debe decirse lo mismo en sentido inverso: que, al llegar con sus carabelas, él también se descubre, se deja ver. Esta mirada va en los dos sentidos, pero no es simétrica. Cómo mira un indígena y cómo mira un español no es simplemente un asunto de invertir los papeles.
Pero sí, también es eso.
Agreguemos que no existe “la mirada indígena”. Porque esta mirada guarda otros tiempos y otros lugares en su lengua, en su mitología, en su ordenamiento social y territorial. Es ella y su circunstancia, pero también otros pueblos con sus circunstancias. Pueblos que heredaron, pueblos conquistados, pueblos que influyeron desde la distancia. Sin ello no se entiende la conquista de los mexicas. Hernán Cortés llegó a la herida de Mesoamérica, lo que permitió que tantos pueblos “indígenas” se unieran a su ejército contra la dominación mexica. Los españoles, por su parte, miraban con ojos cristianos y musulmanes a la vez. La Península Ibérica había sido del 711 hasta el 1492 Al-Ándalus y no dejó de serlo por decreto de los reyes católicos.
Hay un colonialismo de primer grado, donde el conquistado aspira a ser como su conquistador: lo admira, lo imita y lo persigue en su deseo. Pero hay un colonialismo de segundo grado, que consiste en atribuirse a sí mismo y al conquistador la autoría de la cultura propia, como si unos y otros no fuesen herederos, arribistas de la historia, semillas que prosperan en las grietas de mundos divididos, de ramificaciones de la historia. En 1492 los musulmanes, ya partidos de la península, descubrían a los extintos Olmecas.
En 1680 la monja Juana Inés de Asbaje, conocida como Sor Juana Inés de la Cruz, escribía su Neptuno Alegórico, un texto escrito para recibir al nuevo virrey de la Nueva España, el Marqués de la Laguna. Como era la costumbre, los grandes personajes venidos de España eran recibidos en la colonia con un arco triunfal hecho de flores y adornado con pinturas. Éstas ilustraban un texto que era leído en voz alta y que debía cubrirlos de loas. El texto era una alegoría, donde las palabras seguían trayectorias enrevesadas y hacían resonar sus armónicos al mismo tiempo. En el texto el Marqués de la Laguna se convertiría en Neptuno, dios de las aguas, venido desde el otro lado del mar.
La mitología griega cuenta en una de sus versiones sobre el origen de la isla de Delos, sobre la ayuda de Poseidón, nombre griego del dios de los mares, que los romanos bautizan como Neptuno. Todo comienza con un romance secreto que Zeus mantiene con Asteria, a espaldas de su esposa, Hera. Sin embargo, ella decide terminarlo, lo que contraviene los designios del dios. Para escapar de él decide esconderse, convirtiéndose en una roca que se arroja en el mar, quedando su suerte a expensas del capricho de las mareas. Ella se llamará, por tanto, Adela, la invisible. Zeus busca entonces un romance con Leto, hermana de Asteria, y la embaraza. Recordemos que Leto significa en griego olvido. Cuando Hera sabe del embarazo de Leto, prohíbe a todos darle un lugar para que ella dé a luz. Ella deberá ver morir a su hijo venidero en la marea del desprecio, tal como su hermana flota en el olvido del mar.
Asteria decide ayudar a su hermana, quien carga en su vientre a Apolo, con la promesa de que será protegida. Pero una piedra flotante no puede servir de tierra firme. Aparece entonces Poseidón, quien usa su tridente para clavar a Asteria vuelta roca y convertirla en una isla firme. En ella puede Leto dar a luz a Apolo. La isla será entonces llamada Delos, es decir, la que se muestra. Y Leto no estará destinada al olvido gracias al nacimiento de su hijo. La isla se convierte en el sitio de la manifestación y del recuerdo. Pero repárese en que la Isla no es un lugar originario, es una tierra que ha emergido gracias a la ayuda de Poseidón. Al mismo tiempo, esta tierra nueva se ha convertido en el refugio de una madre a punto de parir. Se trata de una triple hospitalidad: de Poseidón, que da un lugar a Asteria en los mares, y de Asteria, que da a su hermana un lugar para parir. Finalmente, Leto acoge a su hijo en el mundo.

Gustav Adolf Closs (1864–1938). "Los barcos de Colón". El periódico dominical de Stuttgart "Sobre tierra y mar". Periódico Ilustrado Alemán, número 49, año 1892.
Heidegger hablaba de la verdad en el mundo griego y del desocultamiento del mundo por vía del lenguaje. Desde la tierra, es decir, desde la localidad, la palabra iluminaba las cosas, creando un mundo significativo en torno. Es esto lo que se dice cuando se habla de que todo pensar y todo hablar tienen su lugar y su tiempo. Pero la historia que aquí relatamos es distinta. El desocultamiento, la salida del olvido proviene de un acto hospitalario. El peligro y la violencia son sorteados por un acto que presta un lugar y un tiempo. Es lo que llamaríamos hacer-lugar y dar-tiempo. Darse, tomarse el tiempo en un sitio que no esté bajo ataque, bajo sitio. La tierra no está ahí desde siempre, aguardando, sino que emerge al mismo tiempo que el acto hospitalario.
Carl Schmitt, el jurista alemán del siglo XX, ligaba la tierra con el derecho y el pueblo. Hacía de la apropiación de la tierra el acto originario de la cultura y su ordenamiento jurídico. La historia de Delos es distinta. Ahí el origen es un mundo en guerra, una persecución y un acto singular. Este acto es excepcional, pero no porque esté más allá o más acá del derecho, sino porque hace sitio, permite acoger. Y aquí se acoge nada menos que el futuro, porque Apolo es también el anuncio de nuevos tiempos.
Sor Juana hace alusión a esta historia en su Neptuno Alegórico. Para ella la Nueva España es Asteria, una roca que flota. El descubrimiento de América se corresponde con el tridente de Poseidón, que hace emerger la tierra en la historia. Pero la historia no será la de España o la naciente Europa, será un atisbo de la historia mundial. Y este descubrimiento no será sino la posibilidad de tener tierra firme para dar asilo a los dioses que vienen de lejos. En la Nueva España nacerá el nuevo Apolo. ¿Pero qué significa eso en cristiano? La Nueva Jerusalén. América se convertirá en el sitio que dé asilo a la divinidad europea, que a su vez había dado asilo a las divinidades egipcias.
Asteria es la Virgen María. Apolo será Jesucristo. La Nueva España será, al mismo tiempo, la isla de Delos y la Nueva Jerusalén. Pero es aquí donde Sor Juana muestra su mirada más penetrante, para ella María no es la madre originaria. Ella es un nombre “asiático” para la deidad egipcia llamada Isis. Y sabe también que Tonantzin, la diosa madre de los mexicas, es el último nombre de María. La cadena de nombres Isis-María-Tonantzin es en realidad la historia del peregrinar de la diosa por el mundo. El nombre que recibe en cada territorio será, como en el caso de Asteria, un acto de hospitalidad. Los dioses serán entonces, por naturaleza, fugitivos. Los dioses no son nacionales, sino cosmopolitas. Son también frágiles, pues dependen de que los humanos se hagan tiempo para ellos y que les hagan sitio. Sólo así los pueden escuchar. El mesías no puede nacer si no se le hace sitio.
El Nuevo Testamento es discreto en la historia del alumbramiento. En Lukas no dice más que Jesús nació en un pesebre (φάτνῃ), porque no había espacio (o lugar, τόπος) para ellos en el mesón (o cuarto de huéspedes, καταλύματι) (Lk. 2). Pero este sitio es condición sine qua non para que nazca el niño. Sobre todo, porque María y José, a causa del censo, han debido dejar su hogar y convertirse en peregrinos.
El Neptuno de Sor Juana es una alegoría. Es decir, un juego de armónicos y múltiples referencias entre las palabras. Una palabra hace resonar muchas otras. Y cada capa del discurso se multiplica en una serie de reflejos. Neptuno se refiere al dios de los mares. Dios pagano, por cierto, que Sor Juana reconoce en el Marqués de la Laguna. Es decir, Marqués de las aguas, que no son sino alegoría de los mares. ¿Y por qué sería el Marqués un Neptuno? Porque su papel no está ni del lado de Castilla ni de la Nueva España. Sino en las aguas que los separan, en el tránsito si se quiere.

Fray Miguel de Herrera (1700 — 1789), Sor Juana Inés de la Cruz, 1732, Museo Nacional de Arte (MUNAL) Ciudad de México, México.
En 1492, se dice que Colón descubre América. Sor Juana dice, en cambio, que América es descubierta en otra fecha muy distinta. Para entender esto hay que jugar de nuevo a los espejos. América es la isla de Delos que se convertirá en Adela, la descubierta, la desoculta. ¿Pero quién la desoculta sino Colón? ¿Será más bien que ella hable de Cortés y de la Conquista? Tampoco. El desocultamiento de América requerirá de un Neptuno que la saque de las aguas, es decir, de los vaivenes de la marea. América debe convertirse en tierra firme. Colón y Cortés, el descubridor y el conquistador, no son Neptunos. Sólo el Virrey. ¿Pero qué tarea puede tener en honrado con este cargo que no fuese administrar una colonia? Sor Juana le pide al nuevo virrey que permita que la Nueva España surja como territorio. ¿Para qué? Para que nazca de nuevo Apolo. América será entonces y a la vez, Adela, la tierra descubierta que dará un lugar firme para el nacimiento del nuevo dios y Jerusalén. La nueva Jerusalén.
En América renacerá el mesías. Con ello, recuerda Sor Juana que los dioses tienen muchos nombres, tantos como las tierras que los acogen. Tebas-Atenas-Jerusalén-España-América. Este es el trayecto que propone Sor Juana y que justifica el tránsito del paganismo al cristianismo y la síntesis barroca del cristianismo y el mundo americano precolombino. Esta es la protohistoria universal que advierte ella como peregrinar de los dioses. Con ello recuerda que no existen dioses oriundos, dioses de la tierra, dioses de la familia. Los dioses son siempre extranjeros. Ni Jesucristo ni María nacieron en la Península Ibérica. Por tanto, no hay nada originario. Si no hay nada originario, entonces la fe y el pensar no tienen un sitio primero, sino prestado. Y si esto es así, entonces es falso o por lo menos incorrecto que todo pensar tiene su sitio y su tiempo, es decir, su localidad y su momento. El pensamiento tiene al menos dos sitios entre los que se desplaza y tres tiempos, el pasado, el presente y el futuro.
Es así que para Sor Juana nunca se puede preguntar “desde dónde piensas”, cuál es tu origen o tu fuente, tu tradición, tu cultura, sino más bien: ¿qué trayectos y tiempos te atraviesan? No si piensas como indígena o como mujer o como mestizo, sino cuántas líneas te cruzan. El “mestizaje” no es un resultado, una mezcla entre dos o más fuentes. El mestizaje es la tensión irresuelta de distintos cruces de caminos. En Sor Juana aparecen los territorios de España y la Nueva España. Y la fe indígena junto con la fe católica. Ser pensadora y ser mujer en la Colonia. Otra tensión corresponde a España, que es judía, musulmana y católica. Y otra del mismísimo cristianismo, que oscila de manera irresuelta entre Atenas y Jerusalén. Es así, en la tensión y en los cruces donde se fraguan las culturas, siempre gracias al acto hospitalario de la recepción de ideas y dioses extranjeros.















