Cuando ya los tiempos cambian de dirección, a los que supimos soplar como nadie solo nos queda la memoria, como un pretexto para volver a vivir esas cosas que nos definieron únicos e irrepetibles y que se irán con nosotros en la última tormenta. Esta es la historia de Poli, de Constanza, de los Vagos del (barrio del) Pabellón. Una historia que ya no existe. Que solo existió en la imaginación de un puñado de mundo. Por lo tanto, corrijo: es una historia que podría existir en cualquier tiempo–lugar.

Pretexto 1 – El instante previo a vos

Es una noche de tantas, unánime y llena. Somos vos y yo, Cos. Somos esta memoria mía de nosotros. Dos des/conocidos, presurosos y empujados a una cita que nos concierne. Que acaso es la última. Que acaso es la primera. O ya no sé.

Es otoño de mayo y es una noche tensa. Es tarde. Yo espero en mi barrio, en mi departamento. Días atrás, alguien nos ha presentado sin mucha expectativa. Hoy es jueves, o sábado, o ya no sé. No sé mucho, salvo que aguardo una respuesta a tu promesa de volvernos a ver. No te conozco, Constanza. Es probable que no te vuelva a ver, pero confío en que me darás la sorpresa. Nada hay en la tele, nada en la radio, nada hay que pueda hacer. Excepto intentar distraerme y seguir esperando. No puedo quedarme quieto esta noche. Escuchando a García, voy del cuarto al comedor. Al baño. A la cocina. De nuevo al cuarto y a esperar por esa promesa que nadie sabe si alguna vez llegará. Es un poco más tarde, Cos. Sospecho que ya no te veré.

En ese momento, me topo con la nota, un papel furtivo aletea bajo mi puerta de calle. Lo recojo apresurado. Tiene un acto secreto de tu firma, un mensaje de tu puño y letra, que se convierte en motor de ilusión:

A las 12 en El Mariscal
Te espero con un beso
y un te extraño mucho

Constanza

Nada más, nada menos. Solo el lugar, Constanza, y 0 horas para encontrarnos. Ahora ya no es tarde. Ahora falta mucho. Son apenas las 20.08. Restan casi cuatro horas para matar, para matarme de pura y llana ansiedad. Porque en este entonces, como ahora, todas mis posibilidades están vigiladas y manipuladas por esta ansiedad. Debo hacer algo. Necesito algo. ¿Cómo soportar la espera si no? ¿Cómo soportarlo sino así, con una ayudita de mis amigos? Claro. Así funciona. Cuando la ansiedad me derrumba, ellos me arreglan. Mis amigos lo arreglarán.

Tras una ducha ligera y unos llamados por teléfono fijo, salgo a pararme debajo del monoblock 15. Espero por Omar, por Primo, por Esteban Daniel. También por Esquivel, Jhon, Willy, todos amigos de esta generación, una que ya no volví a ver. ¿Por dónde andarán corriendo ahora? Pero corren esos tiempos de entonces y acá llegan los vagos, uno por uno. Son las 20.22: hora de invocar a don Hércules padre, el dios de las fumatas. El que, con el tiempo, convencerá a su hijo de ser el Hércules de la próxima generación. Alguien debe seguir con los negocios de la familia. ¿Quién si no?

Entonces, tenemos un plan. Vamos al monoblock 16. Desde abajo, tiramos la clave silbada. Al toque, nos chiflan en respuesta desde los pisos de arriba. ¡La Batiseñal!, apunto sin éxito. Los Vagos me miran, perplejos. Mientras subimos las escaleras del 15, insisto en eso de que nadie la conoce ya. Nadie me entiende. Ya por estos tiempos no me sé dar a atender. ¿Pero a quién le importa? A estas alturas del 3º piso, no importa nadie sino don Hércules, a quien recibimos en el departamento 6, propiedad de Esquivel. Don Hércules llega apurado y escondiéndose de quién sabe quién.

—A vé, a vé... ¿Cuánto son? —pregunta ronco, entre manos estrechadas.

—Hoy somo mucho, don Hércule... Jojojo.

Esa noche somos todos. Todos entusiastas y cómplices, seducidos por un olor que nos hermana. Ese olor que emana de las ropas. Ese que picotea en la nariz. Ese al que nunca me puedo –nunca me pude– acostumbrar. Don Hércules se frota las manos. De pie frente a sus discípulos esotéricos nadie manda más que su condición de Ídolo del Humo, de Mito Suburbano capaz de concedernos el don. ¿Cuánto tienen lo vagoo?, es la pregunta. A esa hora, a esas alturas, difícilmente se escuchen más que tibios regateos. Todo es válido y la oferta de 2x1 es lo mejor que podemos arreglar. ¡Es un trato!, invaden los aullidos jubilosos y entonces estamos listos para aspirar las noches, para amansarnos entre fraternos de esa alucinada libertad.

Luego, todo se ve mejor. Y ahí va don Hércules, como un héroe ordinario en busca de otros desafíos, mientras nosotros nos quedamos armando por turnos con Esteban, con Willy, con Jhon. También con Primo. También con Omar. Con el propio Esquivel. Y con los futuros policías Flores–Martínez. Todos, armados. Todos, mostrando papeles y armando y fumando y algunos, yendo a comprar cervezas y más cervezas. Todos, hermanados en ese instante único y proverbial. Ya andamos por el segundo porro. Y la Zona de Exclusión se abre unánime, en puro llano, sin filos que puedan lastimar. Llegan los muchachos del cajón solventado entre todos. Ahora, cruzados sobre brindis y fumatas, la noche avanza sin vallas. Reímos mucho y por cualquier cosa ligera como nubes. Y las cosas están muy bien cuando el tiempo se estira de manera menuda. No sé qué hora es. Pero presiento que podría estar cercándome el momento para partir. Cerrando el círculo del vaso y la pitada, elevo entonces mi pregunta al azar:

—¿Alguien tiene hora?

—11.04.

—Bueh. Me voy, me voy.

—¿Eh? Dejá pué.

—¿Dónde pá vá a ir?

—¿Qué paváa!

—¿No vá salí tá con nosotro?

—No, loco. Hoy no.

Porque hoy vuelvo a ser el escritor. Hoy tengo una historia por escribir y un recuerdo por archivar. Estoy en mi Zona y el mundo se ha puesto en posición. El tiempo está de mi lado. El Pabellón me resulta más enano. Y desde mi vida colosal aseguro que Corrientes jamás va a cambiar. No habrá muros divisorios ni amenazas del Estruendo ni futuros por sitiar. Tengo pasos de gigantes en un universo de un solo lado. Sin necesidad, me sorprendo delineando otra mueca de sonrisa. Una carcajada de piedra, de esas que al viejo Leonardo tanto tiempo le costó conseguir. Un día, Miguel Ángel lo tallará como Piedad y luego ya no habrá piedad para mí. Pero ahora nada me importa, Constanza, sino nosotros dos. Y para eso, mi amor, para eso tengo que estar con vos.

Entonces me voy. Saludo manos y espaldas a las apuradas y me apuro a bajar las escaleras de a dos, como es menester que lo haga un habitante de las 1000. Aún son las 1000. Aún no es el Barrio del Pabellón. Y yo me abalanzo hasta el Tanque Múltiple, que en esos tiempos es tan solo el Tanque de las 1000. En la esquina de Paysandú y Rafaela, me planto a esperar por algún cole. El 104 o el 103, que en estos tiempos se conocen como el 5 o el 6, y que –en cualquier tiempo– nunca vienen cuando más se los espera. Resignado, me esperanzo con algún remís. No sé si los habrán inventado ya, pero escudriño por un Fiat Uno, un Spazio, un Regatta. Cualquiera de esos legendarios que, por un pasaje de micro, te llevan a los mismos sitios, hacia las mismas paradas correntinas.

Pasan los minutos, pasa la noche, pasan los pensamientos, pero ningún coche. Medito la hora. Serán como las 23.23 y mi sistema nervioso –aún no tengo a Mendieta– me pregunta enojado por qué siempre me he de retrasar en un vaso, en un faso de amigos, que se me hace tarde la puta que lo parió. Pero mi estado colosal no sabe responder, no me deja deprimirme ni refugiarme en la razón. Miro más lejos: nada se ve por Paysandú, nada por Rafaela, nada por El Maestro ni alrededor. Vencido en –digamos– las 23.32, me decido y camino a encontrarlos en la misma estación, en la base del Bazar que a esta hora se me viene encima, como se me viene encima la hora. Llego, un poco desesperado. Hay un auto, uno solo y clásico, un Duna y blanco sin patente, que viene a ser mi gama de oportunidad. Me pego a espiar por la ventanilla. Dentro, se acurruca un tipo durmiendo, acaso manejando sus sueños más sonoros. Da pena despertarlo, pero no me queda tiempo para otra opción.

—Jefe, Jefe, ¿está libre?

El Jefe cabecea y se desembarazada de otros mundos. Acomoda su lomo un tanto desabrigado para el clima que empieza a virar. Responde apenas, como la noche.

—Se se se, flaco. Subí.

Me abre la puerta sin bajarse, retorciendo el brazo y empujando desde adentro. Apostando a mi buena estrella, me escurro en medio de los asientos, me acerco confidente y le hago una seña por el retrovisor central.

—¿No me hace por el pasaje, don?

El don se tira contra el volante. Piensa, piensa muchos instantes. Murmura un fastidioso por qué siempre a mí. Y yo pienso que mi fortuna y mi éxito están de pronto supeditados a la utopía inconsciente de que alguien más inconsciente que yo intente salir del barrio a esta hora de sábado: todos están donde deben. Todos, excepto yo. Finalmente, el remisero se decide. Posiciona su espalda de conductor en el asiento de pelotitas masajeadoras y me larga:

—Te cobro tré pasaje, pibe.

Saco cuentas a velocidad de empresarios. Me cuaja bastante bien, dada las pocas chances que me conciernen. ¡Es un trato! Ahora solo me faltaría saber:

—¿Tiene hora?

—Y media. Once y media pasadita.

Perfecto. Todo cierra bien. Arrancamos. Cierro los ojos con alivio y me recuesto entregado al solaz de viajar y –cada tanto– observar la quietud de una noche que tal vez nunca más existirá. Pasan las luces tenues. Pasamos algunos grupos de muchachones. Nos pasan las calles. Aunque debería estar tranquilo, me empieza a pesar la ansiedad de combatir la ansiedad. Tras una charla poco convincente con el chofer, me tiro el lance: ¿Puedo, Jefe? y le muestro el papelito. Con un permiso de seña que se decodifica como un Metele, pero convidá, me dedico a armar un porro de a bordo, sabiendo que voy a necesitar mayor coraje a medida que más cercano me encuentre de encontrarte, Cos. Porque no sé si te voy a ver. Aunque luego te viera muchas veces, con vos, Constanza, siempre era una primera vez. En esos tiempos era así. ¿Te acordás, como solía ser?

¿Y cómo es ahora? ¿Qué hora es?

Son las 23.40. Me lo dice el chofer mientras pasamos la 3 de Abril. En este tiempo no se ven señales del Muro. Sin embargo, cuando se cruza la avenida se patenta esa sensación de que algo cambia en la ciudad, como si estuviésemos pisando un terreno que no nos corresponde. La noche clara ha virado al negro, un síntoma oscuro que amenaza tormentas. Pero no pasa nada. Me lo dice el chofer. No pasa náa, pibe. Quiero creerle. Pero ya desde Rivadavia venimos tosiendo por el humo, por el porro, por el motor. Y ya desde hace unas cuadras venimos a los golpes, a los tumbos, como desarmados. No pasa náa, pibe. Mi bicho siempre amaga, pero nunca me deja a pata, insiste el remisero.

Pero la caja de cambios hace un ruido espantoso. El humo se hace más espeso. El coche se mueve apenas, cada vez más apenas. Y ahora, al ir doblando con esfuerzo desde España hasta San Martín, y llegados a media calle, ahora el Duna se apaga definitivamente, soltando vapores y chispas como un barco en el hielo. Se levanta un silencio incómodo. Hasta el radioestéreo se ha quedado mudo. Y un relámpago nos delata en detalle, todos pasmados y oscurecidos. El remisero –oscuro y contrariado– intenta el necesario rescate. Opera las llaves y aporrea pedales. Bombea y bombea, en forma des y coordinada, una, otra, más veces, algunas muchas más. Pero nada, nada. No hay caso.

—No hay caso, Jefe —me sale decirle, entre dientes de sonrisa. El Jefe no responde, aunque me devuelve un gesto cómplice y sobrador. Se baja de un salto y abre el capó. Lo pierdo en su lomo encorvado, tragado por la mecánica. Aprovecho para bajarme también y acercarme a investigar, como si supiera de maquinaria, funcionamientos y derivados. Ambos seguimos falsas pistas entre una parafernalia de cables, hierros y trastos que se amontonan en la oscuridad de chatarra. El tipo toca alguna pieza enroscada, acaso por tocar, por enroscar. Me mira, nos miramos, vuelve a mirar el coche, mira su reloj, mira la calle. ¿Y ahora qué?

Delante de una casa sucia, dos pares de vagos discurren entre vivencias y risotadas de vino. Como en cada situación de tránsito trunco, los grupos de fuerza solidaria representan siempre la primera opción de auxilio.

—¿Un empujoncito, muchacho?

Los pibes no regatean por premios, ofertas ni proposiciones. En forma natural y solidaria, se brindan al trabajo de ayudar. Desparramados, se abalanzan contra los trastes del coche y lo escuchan resistirse contra sus brazos. Semeja un muerto y su cripta rezongando por auxilio. Pero los vagos no se amilanan. Empujan con ganas. Patalean en el aire como animados bujos. Exigen los físicos y resoplan los esfuerzos. Chillan los hierros de algún oculto sistema y, poco a poco, el Duna comienza a moverse. Acercándome a un costado, me pongo a empujar también. Y vamos todos empujando, cada vez más veloces, más entusiastas, más coordinados. Vamos ganando inercia, ligereza y velocidad. Vamos llegando casi a la esquina. Es el momento, ahora es el momento, Jefe, dele, dele...

—¡Vámo, Vámo, Jefe! ¡Dele Ahora! ¡Ahora!

El Jefe, que va corriendo delante, que va empujando desde la puerta abierta y con una mano en el volante, aún espera unos metros más. ¡¡¡Deeeeele, Jefeeee!!! Dele, que no doy más. Por fin, el tipo se tira en el asiento y veloz palanquea cajas y pedales. Al instante, el auto se hunde. Luego todos nos hundimos, frenados y tragados por el asfalto. Se produce un instante de tensión, un ronquido quebrantado, una amenaza de júbilo. Hay más fuerza de impresión, más cebados empujamos y el Duna bufa y bufa, como un toro que desea vivir. Pero parece herido de muerte. Se estanca en sus músculos de hierro, bulle, quema y duele, protesta y bufa y sigue bufando con ganas por unos instantes. Hasta apagarse de súbito y definitivo, clavándose como jabalina, acaso herido en su propio final.

—Uf. Casi... Casi... Vamo otra vé, muchacho...

—¡Faaa! ¿De nuéo, Jefe?

Pero no hay tiempo para reclamos, fastidios o palabrotas. Todo se da por terminado, todo vuelve a empezar.

—Dale, loco, ¡Vámo, Vaaámoooo!

—¡Fuéeerzaaaa!

—¡Empujen, peleles!

—¡Vamo carajooo! ¡Vamo que vaa!

Pero yo ya no voy con ellos.

Pensando y pesando en la hora que será, me voy relegando. Me quedo parado y los veo alejarse en pleno delirio de potencia, en plena demostración de estoica humanidad. Luego, me quedo solo en la calle vacía y gelatinosa. Me siento bastante mal. Pienso que será por el tiempo que perdí, por la respiración que me evita, por la agitación que me deprime. Pienso también que ni siquiera tuve la deferencia de pagar mi viaje. Pero qué bah, ya fue. Ellos se están alejando, yo estoy más cerca pero aún estoy lejos. Y no quiero llegar tarde, Constanza. Nunca lo quise. Aunque en este tiempo ya sea un poco tarde para nosotros dos.