Apoyado en la “Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristiana” del Concilio Vaticano II que manifestaba su aprecio a los musulmanes, en un rincón del Levante español donde durante varios siglos se practicó la religión del Islam y en un país que aportó a la cultura musulmana la labor de numerosos historiadores, médicos, filósofos, teólogos y místicos, se publicaba en 1978 el libro La Biblia en el Corán, escrito por Francisco Navarro Aguado, sacerdote católico, canónigo de la Catedral de Orihuela (nacido en Touluse, Francia, el 23 de febrero de 1917, pero residente desde antes de cumplir los tres años en la localidad alicantina de Callosa de Segura hasta su fallecimiento el 25 de noviembre de 2004 cuando se disponía a celebrar misa en la iglesia de San Martín de este municipio). No en vano se decía en dicha declaración emanada del último Concilio celebrado por la Iglesia Católica que los musulmanes:

Adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma, como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como Profeta, aunque no le reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Espera, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre todo, con la oración, las limosnas y el ayuno.

El autor del libro advierte en su introducción que el propósito del trabajo no obedece al intento de conseguir una valoración equivalente entre la Biblia y el Corán, sino más bien, exponer a la consideración apreciativa del lector ciertas “coincidencias” que concurren entre ambos textos. Recuerda Navarro Aguado que en la época preislámica, Arabia fue idólatra y politeísta. Su culto era tan extenso que, los árboles y las piedras eran objeto de adoración. Cuando un beduino no disponía de una piedra, amasaba una bola de arena con la leche de su propio camello y oraba ante ella. De esta manera quedaba cumplida su obligación religiosa. En el santuario de la Kaaba, situado en la Meca, existían 360 ídolos. Más tarde se sumaría un icono de la Virgen María con el Niño en los brazos.

Añade Francisco Navarro que los dueños de la Meca era los coreixitas, a cuya familia pertenecía Mahoma. Los árabes se dirigían en peregrinación a la Meca con el objeto de poder besar la piedra negra caída del cielo. Otros decían que Adán vino a la Meca con su piedra traída del Paraíso, y que levantó allí un santuario, la Kaaba. La piedra -consagrada al dios Hobal, divinidad de los coreixitas- estaba empotrada en el muro de la Kaaba y no era negra, pero los pecados de la Humanidad la volvieron negra. El día del Juicio final volverá a ser blanca.

En el siglo VI, unos cuantos iniciados llegaron a aceptar la existencia de un ser divino independiente de las divinidades de la Kaaba y superior a todas; una especie del “Deus deorum”, a la usanza griega, al que llamarían Ilahu, de aquí el nombre de Alah. Los versos del poeta Omeya Ben Abi’s-Carlk, que contenían tradiciones árabes con textos bíblicos insertados en ellas, las colonias judías y cristianas allí establecidas, y a su vez la tendencia árabe hacia el monoteísmo como raza semítica constituyeron semilla eficaz para la predicación del Profeta.

Los versos del poeta Omeya Ben Abi’s-Carlk, que contenían tradiciones árabes con textos bíblicos insertados en ellas, las colonias judías y cristianas allí establecidas, y a su vez la tendencia árabe hacia el monoteísmo, como raza semítica, constituyeron semilla eficaz para la predicación del Profeta.
En esta misma línea de búsqueda de coincidencias, el autor del libro cita la tradición islámica según la cual cierto día Mahoma subió al monte Hira, cerca de la Meca, y allí se le apareció el arcángel San Gabriel que le dijo: “¡Oh Mahoma!; tú eres el profeta del Señor y yo soy Gabriel”, más tarde oyó una voz del celo que decía:

Oh, tú estás cubierto con un manto! Levántate y escucha: Glorifica a tu Señor; purifica tus vestidos y huye de la abominación.

En otro momento, Mahoma se retira durante el Ramadán para hacer ayuno y penitencia. Moisés, en el Sinaí; Jesús, en el desierto; Pablo en la Arabia y Mahoma en el monte Hira, cumplen durante cuarenta días de permanencia su misión divina. Subraya después Navarro Aguado que Mahoma fue tolerante para con los cristianos, como reflejan estas palabras: “Quien respete la ley de Moisés o la de Jesús va al Paraíso. Así: la observancia del Evangelio y del Pentateuco de los preceptos divinos, les procurará el goce de todos los bienes” (Azora V, 70).

Mahoma se retira durante el Ramadán para hacer ayuno y penitencia; Moisés, en el Sinaí; Jesús, en el desierto; Pablo en la Arabia y Mahoma en el monte Hira. Todos ellos cumplen durante cuarenta días de permanencia su misión divina.

Cuando subí yo a la cumbre de la montaña para recibir las tablas de la alianza que Yavé hacía con vosotros, y estuve allí cuarenta días con cuarenta noches sin comer pan ni beber agua y me dio Yavé las dos tablas de piedra escritas por el dedo de Dios, que contenían todas las palabras que Él os había dicho en la montaña…

(Deuteronomio, IX, 10)

“El texto original del Corán ha sido escrito por la mano del Señor, en el cielo, sobre la Tabla Intangible” (Azora LXXXI, 2, 22). Por invitación del ángel Gabriel, Mahoma sube sobre su buraq y parte. Hace su primera parada en Hebrón, localidad en la que se halla la tumba de Abraham, y reza. La segunda parada la hace en Belén, la ciudad en la que nació Cristo, se detiene y hace oración. La tercera parada es Jersusalén. Aquí hace punto final de la primera parte del viaje o *isr.

Comienza la mi’raj o viaje celeste. Antes de abandonar la tierra, Mahoma deja la huella de su pie sobre la piedra de Gubbat-as-Sajra, la cúpula de la Roca en Jerusalén, como Abraham había dejado la huella de su pie sobre el maqam Ibrahim en la Meca.

image host Francisco Navarro Aguado, 1917-2004, (a la izquierda de la imagen) junto al obispo José Bascuñana Llópez, después del bautizo. en 1968, de Antonio Jesús Parra Murcia, acompañados por familiares de éste. Archivo: Antonio A. Parra

La segunda etapa del viaje va desde Jerusalén hasta la cúpula del cielo. Desde el cielo inferior, Mahoma, sube al séptimo. (Para los árabes, lo mismo que para el Dante, existen siete cielos). El Profeta se halla tan cerca de Dios que, desde el sitio donde está, describe el ruido de la pluma con que Dios escribe, sobre la esa intangible, las leyes y las órdenes que rigen la marcha del universo. A pesar de la proximidad, Mahoma no ve la figura del Señor. Ningún hombre, aunque sea profeta, tiene el privilegio de contemplar el rostro del creador. (También Moisés oyó la voz de Yavé; pero no le vio) y San Juan dice en su Evangelio “que a Dios nadie le vio jamás” (Juan, I, 18).

En el cielo inferior, Mahoma encuentra a Adán, entre dos grupos de hombres: los de la derecha subirán al Paraíso; los de la izquierda descenderán al infierno. En el segundo cielo, encuentra a Jesús y a San Juan. En el tercero a San José; en el cuarto a Idris; en el quinto a Aarón; en el sexto a Moisés, y en el séptimo a Abraham.

En el prólogo del libro, el catedrático de Literatura Manuel Martínez Galiano (Orihuela, 1931-2009), clasifica al cristianismo y al islamismo como religiones reveladas directamente por Dios y señala los elementos que caracterizan a esta clase de religiones:

  • Poseen un texto básico revelado por la divinidad al hombre mediante un procedimiento sobrenatural, que contiene la palabra de Dios. Es la Biblia, con el Antiguo y Nuevo testamento, para los cristianos y el Corán para los musulmanes.

  • Esta palabra de Dios, contenida en el texto revelado, es completada por comunicaciones dadas por Dios a los enviados que, recogidas por la tradición, son plasmadas por escrito algún tiempo después. Es la labor realizada por los Santos Padres en el cristianismo y por la sunna (azuma) en el islamismo.

  • Elaboración racional y doctrinal de los elementos anteriores –revelación y tradición- para desarrollar los principios contenidos en ellos. Es el caso de la escolástica cristiana y el de los complicados sistemas jurídico-religiosos elaborados en los primeros tiempos del califato abbasí, y que podríamos denominar también escolástica musulmana.

Además de este paralelismo en sus características, Martínez Galiano considera los lazos que las unen:

Pues si bien podemos afirmar que la religión musulmana procede de la cristiana, también se tiene que reconocer que la Edad Media europea es inseparable de la religión islámica, ya que consiste precisamente en la mutua influencia de cristianismo e islamismos, derivada de una convivencia positiva y negativa a la vez y, todo ello, sobre una base común fundamentada en la cultura grecorromana.

La tesis fundamental del autor del libro, la influencia de la Biblia en el Corán:

Queda justificada para el creyente musulmán por la consideración de que el Antiguo y Nuevo Testamento son solamente una revelación parcial del libro divino, del gran arquetipo guardado en el cielo, que es luego completada por la comunicación de la divinidad a Mahoma.

El prologuista resume así el trabajo de Navarro Aguado:

"La Biblia en el Corán" es un minucioso, paciente y estimable trabajo en el que, tras una sencilla introducción, se han ido formulando los textos coincidentes de ambos Libros, sin nota alguna ni comentario; positiva labor, precisamente por cuanto se resaltan los elementos comunes que unen a ambas religiones en sus textos fundamentales. Resalta en él la sencillez que se desprende de toda investigación laboriosa y fecunda, y, tal vez, en esta falta de comentario y en esta sencillez expositiva reside su mejor mérito, que la convierte en una obra interesante desde cualquier nivel cultural.

El teólogo encontrará en ella elementos valioso, el filósofo tendrá a mano una documentación suficiente para el estudio comparado de estas dos religiones, punto fundamental para una filosofía de la religión, y todo cristiano encontrará en este texto un conocimiento que le servirá para obtener, junto a un auténtico respeto hacia la peculiar manera de ser del pueblo musulmán, una mayor comprensión de la religión islámica, necesaria para esa labor de unidad encaminada a la defensa conjunta de la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad, que el Concilio Vaticano II exhorta a buscar a todos los creyeres.

En las últimas páginas del libro, su autor ofrece un cuadro comparativo referido a los Mandamientos. Moisés recibe en el monte Sinaí los Diez Mandamientos escritos por Dios en dos tablas de piedra. Más tarde los impondrá al pueblo de Israel (Éxodo, XX, y Deuteronomio, V). Mahoma, por su parte, antes de abandonar el cielo, recibe doce mandamientos, que deben transmitirse a los musulmanes. Veámoslo:

Decálogo

I.- No tendrás otros dioses en mi presencia.

II.- No tomarás el nombre de Yavé, tu Dios, en vano.

III.- Observa el día del sábado para santificarlo, según lo que te ha ordenado Yavé, tu Dios…
IV.- Honra a tu padre y a tu madre, como Yavé, tu Dios, te ha mandado.

V.- No matarás.

VI.- No cometerás adulterio.

VII.- No robarás.

VIII.- No dirás falso testimonio contra tu prójimo.

IX.- No desearás la mujer de tu prójimo.

X.- Y no desearás la casa de tu prójimo, su campo, su siervo, su sierva, su buey…y nada de lo que pertenece a tu prójimo.

Corán

I.- No adorarás más que a un solo Dios.

II.- Amar y respetar al padre y a la madre.

III.- Amar a los prójimos y darles lo que se le debe.

IV Proteger a los débiles y a los viajeros y extranjeros.

V.- No ser pródigo.

VI.- No ser avaro.

VII.- No cometer adulterio.

VIII.- No matar.

IX.- No tocar los bienes de otro y especialmente los bienes de los huérfanos.

X.- No hacer fraudes en las medidas.

XI.- No emprender cosas insensatas.

XII.- No ser orgulloso.