Nuestra conducta y pensamiento son alterados permanentemente por el impacto inconsciente –mágico– que provocan las palabras en nosotros. Es relativamente sencillo y fantástico el uso que la gente común puede dar a las palabras, con el fin de establecer una relación. Por ejemplo, de Quito a Pasto, a lo largo del camino, cuando uno compra un boleto de autobús, un agua, un pan, o cuando pide un almuerzo o una dirección, las personas le tratan de “veci”, apócope de vecino, ¿cómo puedo yo ser vecino de alguien que se encuentra a cientos de kilómetros del lugar donde vivo? ¿Cómo puedo ser vecino de alguien que veo por primera vez? La expresión, planteada en esos términos, resulta irrisoria e ilógica. Pero sabemos que la expresión está planteando un juego cortés, una invitación a la cercanía y a la familiaridad.
El resultado mágico es tan potente que de manera súbita creemos que efectivamente somos “vecis”. Caemos en un estado de hipnosis instantánea: en lo que Jodorowsky llama acto psicomágico, con la singularidad de que sucede continuamente. Si nos ponemos a pensar en la arbitrariedad del juego, nos hace sonreír. Hay también al que puede resultarle indiferente o provocarle rechazo. Sin embargo, esta fantasía , dedicada a suscitar una confianza súbita, como todas las fórmulas de cortesía, apela a un sustrato sobre el que no tenemos control: todo lo que ve y oye el inconsciente es tomado por verdadero; no importa que, por lógica nos neguemos a creer en las palabras del otro, pues si esas palabras plantean la posibilidad de una relación –como decirle a alguien estimado o buenos días– esa posibilidad adquiere realidad en nuestra mente, el niño que escucha las toma por ciertas, aunque el adulto no crea en ellas.
De ahí que la literatura fantástica, el psicoanálisis o los actos poéticos sirvan para restablecer la armonía perdida entre el racionalismo y un sentimiento mágico del mundo.
Mi interés esencial por este tema, el de la ciencia y el alma, surgió a raíz de la pandemia. La situación resultaba absurda, extraordinaria y era, además, totalmente cierta. Cuando un lector avisado se enteraba sobre la historia de las epidemias, sobre las sucesivas pestes que han azotado a la humanidad, el sentimiento del absurdo –del sin sentido de la vida– podía llevarnos al desencanto más profundo. Después, en el caso de mi país, la violencia criminal podía acentuar el sentimiento del absurdo: quizá habría que precisar y decir que el sentimiento exacto era el de haber roto con los otros hombres y con la naturaleza en su conjunto.
La cuestión del sentido de la vida, esa pregunta en torno al por qué estoy vivo que se expresa también en el ¿quién soy?, podía responderse como de hecho se hacía, diciendo, “No soy nada”, es decir, la negación se apoyaba en la nada para dar un énfasis y un dramatismo a la pregunta por el ser. No obstante, se me viene a la memoria un chiste sobre el hecho de no ser nada. Entra al velorio un borrachito y llora y se lamenta junto al ataúd del difunto, diciendo siempre “No somos nada”, hasta que uno de los asistentes se aproxima al borrachito a preguntar qué relación tenía él con el muerto. A lo que el borracho contesta: “No somos nada”. La belleza de este chiste filosófico, en el que el sentido de una expresión se desdobla, plantea cómicamente cómo el sinsentido y la ausencia de vínculos son, en cierta forma, lo mismo.
Por otro lado, esta ausencia de vínculos y este sin sentido se encuentra expresado en nuestra relación con las máquinas parlantes, capaces de componer textos. Así mismo, cuando tratamos a una persona como si fuera un objeto o una cosa, lo que estamos haciendo es diciéndole “No eres nada”, expresión que se desdobla en tanto planteamos que el otro no es nada, pero además, que no es nada para mí. Cuando la máquina nos habla o nos escribe puede provocarnos ese sentimiento, el de no ser nada. Porque hemos creído, y en cierta forma es verdad, que somos el homo sapiens, y que nuestro saber se expresa por medio de las palabras. Dominados por la mentalidad moderna hemos creído que ese saber, siguiendo a Kant, era objetivo –científico– y en otro sentido ético-estético –subjetivo. La aparición de máquinas parlantes parece echar por el suelo esa creencia en un saber objetivo y otro subjetivo, fundada en la exclusividad del lenguaje humano.
¿Qué conoce el hombre que no pueda conocer o articular en tanto lenguaje la máquina? La naturaleza humana, como hemos señalado ya, vive en un territorio de creencias más que de razones. Decíamos que una de sus primeras costumbres inteligentes consiste en plantear relaciones: Freud decía que buscamos padres e hijos, Jung que creamos mitologías. Resulta, por ahora, evidente que desde su concepción, en la medida en que son construidas, las máquinas no pueden reflexionar sobre su ser. No están vivas. La ausencia de vida significa la ausencia de imaginación, es decir, de vínculos con la naturaleza y los semejantes. Frente al encantamiento que experimenta el hombre –mediante la poesía, la fiesta o el mero lenguaje– el Chat, como la calculadora, puede elaborar operaciones, puede recibir órdenes, pero no puede relacionarse efectivamente, voluntariamente o inconscientemente. La experiencia de nacer y morir todavía le es ajena.