Suele ser más difícil descubrir el paraíso que el infierno, y el bien que el mal; sin embargo, consideramos que es esencial la tarea de comprender a cabalidad qué conjunto de derechos y de exigencias conforma aquello que, después del debilitamiento de las instituciones sociales, es lo único capaz de combatir y hacer retroceder el carácter todopoderoso del dinero y del poder1.
Comunidad y sociedad
La historia de la organización humana puede ser entendida como una tensión constante entre formas de comunidad y formas de sociedad. Antes de la aparición del Estado-Nación moderno, lo que hoy llamaríamos "sociedades" eran en realidad comunidades, estructuradas en torno a vínculos orgánicos, de sangre, de religión o de territorio. Como sostuvo Tönnies en su distinción clásica entre Gemeinschaft (comunidad) y Gesellschaft(sociedad), la comunidad se basa en la pertenencia afectiva y espontánea, mientras que la sociedad es una construcción racional, contractual y funcional. En la Europa premoderna, la comunidad se organizaba alrededor del Rey como figura sagrada y del orden feudal o mercantilista como modelo económico, sin olvidar la argamasa que supuso para estas organizaciones el papel de la religión.
La Ilustración y los procesos de secularización que se aceleraron con las revoluciones burguesas del siglo XVIII, especialmente la Revolución Francesa, desplazaron el centro de soberanía del monarca a la nación. En palabras de Max Weber, esto fue parte del proceso de "racionalización" de la vida social, donde las creencias tradicionales fueron sustituidas por estructuras legales y burocráticas impersonales. La soberanía pasó a residir en el pueblo, y con ello emergió el Estado-nación moderno, la sociedad civil como sujeto político y el capitalismo como sistema económico dominante.
Esta nueva forma de organización —la sociedad moderna— trajo consigo el mayor desarrollo económico, técnico y científico de la historia humana. Como señaló Durkheim, la sociedad moderna se caracteriza por una "solidaridad orgánica", en la que los individuos, aunque diferenciados por funciones y oficios, se integran en un todo complejo a través de la interdependencia. La economía capitalista, basada en la producción industrial, fue el motor de esa integración: el trabajo, el consumo y la participación cívica dieron forma a una sociedad en la que el Estado era garante de ciertos equilibrios colectivos.
El auge del capitalismo productivo en los siglos XIX y XX transformó radicalmente las estructuras sociales y políticas del mundo moderno. A través de la revolución industrial, la acumulación de capital dejó de basarse en la apropiación estática de recursos —como en el modelo feudal— para asentarse en la innovación tecnológica, la expansión de los mercados y el aumento de la productividad. Esto generó un fenómeno inédito en la historia: el crecimiento económico sostenido.
Como resultado, amplios sectores de la población —especialmente en Europa occidental y América del Norte— mejoraron sus condiciones de vida, lo que, a su vez, facilitó la expansión de derechos civiles, laborales y políticos. El capitalismo productivo fue, en este sentido, un juego de suma positiva, en el que las ganancias de unos no requerían necesariamente las pérdidas de otros. Y, en todo este proceso, se asentó y desarrollo la democracia liberal parlamentaria.
Sociedad y democracia
La sociedad, entonces, es ese espacio donde el individuo, a través de sus interacciones con los demás, tiene la posibilidad de constituir su identidad, sus valores, y de alguna forma dejar una huella en el mundo. Vivir juntos, en el sentido más profundo, no es solo la simple coexistencia, sino la posibilidad de que, al participar activamente en la esfera pública, el hombre sea capaz de obrar de forma que su vida no sea olvidada, que su libertad no quede anulada en las limitaciones de la vida privada2.
La democracia no ha sido siempre la forma predominante de organización política. Su historia es discontinua, llena de retrocesos y renacimientos. Se consolida como forma política moderna en el siglo XIX con la expansión del sufragio, la organización de los partidos políticos y el Estado de Derecho.
Su verdadero asentamiento, sin embargo, llega tras la Segunda Guerra Mundial. Después del horror de los totalitarismos, la democracia se erige no solo como un sistema de gobierno, sino como un proyecto de civilización, el único capaz de equilibrar libertad e igualdad, representación y pluralismo, individuo y comunidad. Fue con el desarrollo del Estado-nación moderno, la economía productiva capitalista y la redistribución del Estado social cuando la democracia se volvió tangible: escuelas públicas, sanidad, derechos laborales, representación política... No era perfecta, pero proporcionaba un horizonte de sentido compartido, una estructura que permitía hablar de sociedad, de futuro y de justicia.
Fue también —como señala Karl Polanyi en La gran transformación— una reacción frente al desarraigo generado por el avance del mercado autorregulado: la democracia representativa era una forma de devolver a la política el control sobre la economía. Y durante décadas lo logró. El sistema ofrecía algo profundamente revolucionario: la promesa de que todos, ricos o pobres, tuvieran un lugar y una voz en la construcción del mundo común.
Thomas Piketty mostró empíricamente en El capital en el siglo XXI (2013) cómo, entre 1945 y 1975, el crecimiento económico y la menor desigualdad caminaron de la mano, gracias a políticas fiscales progresivas, inversiones públicas y una economía real intensamente productiva. Fue un período excepcional en el que el capital y el trabajo, aunque en tensión, convivieron bajo un pacto social legitimado por el progreso colectivo. En ese contexto, se consolidaron muchas democracias liberales, no solo como sistemas de gobierno, sino como marcos institucionales que garantizaban el reparto equitativo del crecimiento. La democracia y el capitalismo productivo se retroalimentaron durante décadas porque ambos se necesitaban mutuamente: uno proporcionaba legitimidad social, el otro prosperidad material.
En efecto, allí donde la economía generaba empleos estables y valor tangible, los individuos ganaban capacidad de decisión sobre sus vidas. La democracia no era solo votar cada cuatro años, sino vivir en una sociedad donde las decisiones comunes estaban abiertas al debate público, donde la justicia social era un objetivo compartido y donde la libertad individual era posible porque existía un marco colectivo que la protegía.
La riqueza, entendida no solo como acumulación material sino como capacidad de vivir una vida digna y autónoma, crecía en paralelo con la institucionalización de los derechos, la expansión de los servicios públicos, la regulación de los mercados y la protección de los más vulnerables.
Incluso el individualismo —tan celebrado como motor del progreso moderno— solo ha sido posible cuando ha convivido con estructuras sociales inclusivas, con redes comunitarias y con un Estado que garantizaba el acceso equitativo a las oportunidades.
Productores y especuladores
La vida social dejo de ser un conjunto de lazos entre instituciones para convertirse en un espacio de ruptura y de conflicto entre el mundo de los intereses y de las ganancias y el mundo de los principios éticos, que no son sociales sino morales y que intentamos imponer a nuestras prácticas3 .
Sin embargo, a partir de los años ochenta se produjo un giro decisivo. El modelo de capitalismo productivo comenzó a ceder ante el auge de una economía financiera especulativa, profundamente desanclada de la producción material y del interés colectivo. Este nuevo régimen económico necesitaba operar sin los límites que hasta entonces le imponían los Estados y las instituciones democráticas.
Para crecer, requería desregular los mercados, liberalizar los flujos de capital y desmantelar los mecanismos de control que el Estado había construido en las décadas anteriores. Así, como señalan Harvey y Brown, comenzó un proceso global de desregulación, privatización y desmantelamiento del Estado social, que tuvo como paradigmas las políticas de Reagan y Thatcher. La lógica de la acumulación dejó de estar orientada a la producción de bienes y servicios para el conjunto de la sociedad, y pasó a centrarse en la generación de beneficios financieros a corto plazo desvinculados de la economía real.
Este desplazamiento fue profundamente transformador. Como bien indica Polanyi, cuando el mercado se emancipa de la sociedad y sus instituciones, no se produce una liberación, sino una desintegración del tejido social. En este nuevo orden, la riqueza económica ya no representaba riqueza social, porque no revertía en mejoras colectivas. Las cifras macroeconómicas podían crecer, pero los salarios se estancaban, el empleo se precarizaba y el Estado se retiraba de su función redistributiva.
Los empresarios, que antaño invertían en industria, innovación y empleo, fueron sustituidos progresivamente por especuladores cuyo beneficio dependía del movimiento de capitales, los activos financieros y la lógica de la burbuja. Esta mutación estructural desembocó en crisis sistémicas como la de 2007-2008, cuyo origen estuvo precisamente en un sistema financiero hipertrofiado, opaco y desregulado que acumulaba beneficios privados mientras socializaba sus pérdidas.
Y de aquí, lo que emerge no es ya una sociedad, sino una "amalgama de individuos", guiados por intereses egoístas y por una concepción extrema de la libertad entendida como ausencia de toda restricción. Esta fragmentación social ha generado un profundo desencanto, y es precisamente en ese desencanto donde emergen los nuevos liderazgos radicales.
El fin de la sociedad
La anomia, la perdida de referencias sociales, por no decir su desaparición, conllevan un individualismo de desocialización que conduce ora a la búsqueda egoísta, cuando no criminal, del interés individual, ora a un rechazo agresivo de las instituciones y los medios por los que muchos individuos se sienten rechazados, ora al desarrollo de coercitividades paralelas que las mayorías consideran desviadas4.
Y debido a todo esto la sociedad parece estar desintegrándose. El paso de un capitalismo productivo a un capitalismo financiero, altamente especulativo y desanclado de la economía real, ha erosionado los lazos sociales. Alain Touraine ya advirtió que el sujeto social moderno, antes estructurado en torno a la clase y al trabajo, estaba dando paso a un individuo consumidor, atrapado en luchas identitarias y desprovisto de proyecto colectivo. A esto se suma el impacto de la globalización, que ha debilitado la capacidad reguladora del Estado-nación, sustituyendo las decisiones democráticas por lógicas de mercado transnacional. A partir de ese momento, la riqueza dejó de reflejar bienestar común y pasó a medirse por índices bursátiles y beneficios de corto plazo. La libertad, entonces, empezó a deformarse.
Hoy, los defensores del sistema financiero global hablan constantemente de libertad. Libertad de mercado. Libertad de elección. Libertad para moverse, para competir, para innovar. Pero esa no es la libertad que construye sociedades. Esa es una libertad sin comunidad, sin responsabilidad, sin límite. Una libertad de y para los más fuertes. ¨
Esa supuesta libertad es, en el fondo, una excusa para no rendir cuentas, para no redistribuir, para no participar. No es libertad, es impunidad. Como dijo Karl Polanyi, una sociedad no puede sostenerse solo sobre los cimientos del mercado, porque los mercados no crean vínculos, ni significados, ni justicia.
Es cierto que hoy la democracia está herida. Pero también es cierto que es el único refugio ético y político frente al nihilismo competitivo que nos proponen los nuevos señores feudales del capital financiero y sus sirvientes populistas. Solo en una democracia es posible que el individuo no se vea forzado a elegir entre el egoísmo y la soledad. Solo en una democracia es posible que el vínculo entre libertad y responsabilidad no se rompa del todo. Solo ahí, por frágil que sea, puede reaparecer la sociedad.
La conclusión es demoledora: en este nuevo régimen económico, las personas han dejado de ser beneficiarias del sistema. En lugar de participar en la distribución de la riqueza generada, muchas se sienten expulsadas de ella. El contrato social que sostenía al Estado-nación democrático —el pacto implícito de que el crecimiento económico traería prosperidad compartida— ha sido roto. La economía crece, pero los ciudadanos se empobrecen o viven con una creciente inseguridad vital. Ya no se sienten representados por instituciones que antes protegían sus derechos, sino manipulados por una élite financiera que, además, hoy está llegando al poder para desmantelar los Estados-Nación y, por ende, las sociedades.
Y esto es así porque este sentimiento de abandono, de exclusión, ha abierto un vacío político que es ocupado hoy por nuevas formas de liderazgo radical, que canalizan el malestar popular a través de discursos autoritarios, identitarios y antidemocráticos. Así, la crisis del capitalismo productivo no solo ha generado desigualdad económica, sino que está descomponiendo las bases mismas de la sociedad democrática moderna.
Estos lideres, lejos de representar un regreso al orden nacionalista clásico, articulan una forma de neo-feudalismo corporativo. Bajo discursos identitarios y nostálgicos, se propone en realidad desmantelar el Estado-nación y sustituirlo por un sistema donde las grandes corporaciones, las élites económicas y los liderazgos autoritarios gobiernan sin intermediación democrática. Como en el viejo feudalismo, el poder no emana de un contrato social entre iguales, sino de la posesión de recursos, redes de lealtad y el control de la información y los cuerpos.
Por eso, estos populismos nacionalistas —pese a su retórica antiliberal o anti establishment— no son en absoluto enemigos del capitalismo financiero. Al contrario: lo que proponen es su revestimiento identitario, una alianza entre el capital especulativo y un pueblo reducido a consumidores desconectados, no a ciudadanos comprometidos. Estos populismos defienden, en el fondo, la libertad individual como único valor sagrado, aunque ello implique el sacrificio del tejido social, del Estado de derecho y de la democracia misma. Son, como señala Pierre Dardot, una forma de “neoliberalismo autoritario”.
El sociólogo Wolfgang Streeck ha descrito esta mutación como la transición de la "democracia capitalista" a una "oligarquía posdemocrática", en la que el Estado ya no sirve al interés general, sino a la gestión tecnocrática del capitalismo financiero. La paradoja es que, en nombre de la libertad individual, se destruyen las condiciones mismas de la vida colectiva: la educación pública, la sanidad, la solidaridad intergeneracional, la cultura compartida.
Así, podríamos decir que hemos pasado de la comunidad regida por un rey a la sociedad regida por un Estado y de allí a una no-sociedad regida por corporaciones. En este nuevo orden, los liderazgos tecno-populista-radicales no son una anomalía, sino la expresión coherente de un sistema que ha perdido el sentido de lo común. El desafío actual no es solo político o económico, sino profundamente moral y cultural: ¿seremos capaces de reconstruir una sociedad basada en la justicia, la solidaridad y el bien común, o aceptaremos, como en una distopía consentida, el retorno a un nuevo feudalismo bajo el disfraz de la libertad?
Pero no solo las élites han asumido esta lógica. El trabajador precario, el pequeño empresario, incluso el profesional autónomo que sobrevive en un mercado hipercompetitivo, interiorizan también la idea de que el Estado-nación es obsoleto, que la sociedad organizada colectivamente es una carga, y que la única vía para salir adelante es mediante la autoafirmación individual, la competencia constante imponiéndose una visión atomizada del mundo, donde el interés personal se convierte en el único principio rector de la acción.
En este nuevo escenario, la sociedad como cuerpo político y moral desaparece. Tal como anticipó Zygmunt Bauman, pasamos de una comunidad solidaria a una "sociedad líquida" donde los vínculos se diluyen y la pertenencia colectiva se desintegra. La identidad ya no se basa en el reconocimiento mutuo o en el bien común, sino en la diferenciación constante, en la marca personal, en el consumo simbólico.
Solución moral
La ruptura entre los sistemas financieros y económicos y las normas y los valores de las instituciones sociales y culturales incita a los actores a afirmarse a sí mismos como detentadores de los derechos más universales por encima de cualquier desafío y cualquier coyuntura económica y cultural. Dicho de otro modo, la destrucción de lo social deja cara a cara los intereses económicos y los principios morales que fundan derechos situados por encima de todas las formas de organización social e incluso por encima de las leyes5.
Así, asistimos a la paradoja final: en nombre de la libertad, se destruye el marco que hizo posible tanto la libertad como la prosperidad. En nombre de la nación, se liquida el Estado. Y en nombre del pueblo, se sustituye la soberanía democrática por una lógica feudal-corporativa donde unos pocos ejercen un poder inmenso sobre individuos solitarios e impotentes. El fin de la sociedad no es un colapso repentino, sino un proceso silencioso de desintegración colectiva, impulsado por una economía sin rostro y unos liderazgos que usan la desesperanza como combustible político.
En este panorama el individuo se encuentra solo. Ya no hay comunidad que lo arrope, ni contrato social que lo proteja. Solo queda una disyuntiva existencial: convertirse en un competidor despiadado o en un ser moralmente inquieto, pero desarmado.
La primera opción es tentadora, porque es la que ofrece recompensas visibles. Convertirse en un egoísta estratégico, un acumulador de bienes, un constructor de métricas personales de éxito —más seguidores, más ingresos, más propiedades—. En ese juego, el otro no es un igual, sino un obstáculo o un medio. El estatus y la riqueza reemplazan a la dignidad y al sentido.
Pero queda otra posibilidad, mucho más difícil: resistir desde la ética personal, no para salvar la sociedad, sino para no perderse a uno mismo. Ser un individuo que no compite porque entiende que competir no significa nada. Que se debate en soledad, sí, pero con una brújula moral que no apunta al éxito ni al poder, sino al encuentro. Al encuentro con otros que también buscan sentido en un mundo que ha hecho del sinsentido su lógica dominante.
Es, como decía Alain Touraine, la lucha por recuperar el sujeto, no como entidad abstracta, sino como alguien que elige no obedecer a la lógica de la destrucción, que afirma su libertad no para explotar, sino para crear vínculos nuevos, aunque frágiles. En este nuevo tiempo, la esperanza ya no está en las grandes ideologías ni en los sistemas; está en esos pocos que aún se reconocen como humanos en medio del naufragio, que se buscan, que no gritan más fuerte, sino que escuchan más hondo.
Puede que la sociedad, tal como la conocimos, haya desaparecido. Pero mientras quede alguien que mire al otro y vea algo más que un competidor, la posibilidad de reconstruir lo común no estará del todo perdida.
…la individualización de las conductas tiene estas dos concepciones contrapuestas: por un lado, el individualismo consumidor, que ya no se define por la posición social sino por la gestión de los deseos personales; y por otro lado, la afirmación del individuo como sujeto; es decir, como portador de derechos universales6.
Notas
1 Alain Touraine. "El fin de las sociedades". FCE. México. 2013.
2 Hannah Arendt. "La condición humana".
3 Alain Touraine. "El fin de las sociedades". FCE. México. 2013.
4 Alain Touraine. "El fin de las sociedades". FCE. México. 2013.
5 Alain Touraine. "El fin de las sociedades". FCE. México. 2013.
6 Alain Touraine. "El fin de las sociedades". FCE. México. 2013.