Siempre que sentimos en nuestro corazón deseos de mejorar, de responder más generosamente al Señor, y buscamos una guía, un norte claro para nuestra existencia cristiana, el Espíritu Santo trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio: ”conviene orar perseverantemente y no desfallecer” (Lucas 18, 1). La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada (San Josemaría Escrivá de Balaguer, 1955, “Vida de Oración” en: Es Cristo que pasa).

En estos días vi en el perfil de Instagram “espiritualidad ignaciana” (@eignaciana, el portal de la Compañía de Jesús de España) la frase: “Todo lo que hacemos gira en torno a la oración” ¡y es así! A medida que “contemplamos para alcanzar el amor” (EE 230-237), siguiendo a San Ignacio de Loyola, mantenemos la presencia de Dios en todas nuestras actividades diarias. Somos contemplativos en la acción. Y lo que me enseñó el Opus Dei desde mis 26 hasta los 29 años (tiempo en que asistí a sus medios de formación) fue la constancia en un conjunto de prácticas de piedad que ellos llaman “normas” o “plan de vida”. Dichas prácticas habían surgido a lo largo de la historia bimilenaria de nuestra Iglesia Católica pero los miembros de “la Obra” que conocí me enseñaron a vivirlas con amor apasionado y disciplina. Describiré estas actividades seguidamente, desde la perspectiva de mis adaptaciones personales, empezando por la mañana hasta terminar en la noche.

El día comienza para los miembros del Opus Dei con el “minuto heroico”, que es salir de la cama apenas suena el despertador y pasar a ofrecer el día a Dios. No voy a mentir: yo no lo vivo. Me he malacostumbrado a ir quitándome la pereza haciendo el ofrecimiento del día, pidiéndole fuerzas a Dios para salir de la cama y afrontar todas mis responsabilidades, empezando por el “horror” de pararme en la madrugada.

La primera oración de ofrecimiento que hago cada día dice así: “Te doy gracias, Dios mío, por haber creado, redimido, hecho cristiano y conservado la vida. Yo te ofrezco en este día mis pensamientos, palabras y obras; aumenta mi fe, esperanza y caridad” (me la enseñó el numerario Oscar de la Torre) y luego las preces de San Ignacio de Loyola: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad...” junto a la de la serenidad de Reinhold Niebuhr: “Señor, concédeme serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, y fuerzas para cambiar lo que sí puedo, y sabiduría para conocer la diferencia”. Tras estas palabras, sigo con la oración de la paz de San Francisco de Asís, el “Nada de turbe” de Santa Teresa y un Acordaos a Nuestra Madre, para finalizar pidiendo por mis grandes metas espirituales: “Señor, hazme santo, manso, humilde, casto y paciente”, y por mis necesidades materiales (esto es, que pueda darle una vida digna a mi familia).

Al desayunar escucho las lecturas de la Misa que están en diferentes portales de YouTube (antes las leía o iba a misa diariamente tal como hacen los miembros del Opus Dei). Mientras camino al trabajo, rezo el rosario y también cuando logro hacer mi caminata diaria para la buena salud. Llego antes del inicio de las actividades para dedicar 20 o 30 minutos a la meditación frente al Santísimo Sacramento (esto, si es que tengo la suerte de tener una capilla cerca). Sigo la meditación ignaciana del Evangelio de la misa del día, y la repito en la tarde. Al mediodía rezo el Ángelus y reviso alguna meta para mejorar una virtud, y en las tardes al llegar a casa leo 5 minutos del Evangelio y 10 minutos de alguna lectura espiritual (en este momento tengo el plan de leer a los grandes padres de la filosofía cristiana simultáneamente con teólogos del siglo XX). Yo he agregado 2 páginas diarias del “Catecismo de la Iglesia Católica”. Finalizadas estas actividades, termino el día con el Examen del día agradeciendo por lo bueno que recibí, lo que hice bien, lo que aprendí y lo que puedo mejorar.

En los Ejercicios Espirituales que realicé en noviembre del 2024 retomé con mayor fuerza aquella vieja certeza que aprendí de San Juan Pablo II a mis 27 años: el cristianismo es el encuentro con una persona, la persona de Cristo. Esto implica conocerlo a medida que lo tratamos todos los días por medio de la oración, enamorarnos de Él al abandonarnos en su misericordia. Ser contemplativos en la acción, como aprendí de San Ignacio de Loyola con la disciplina de la vida de piedad que me enseñó San Josemaría Escrivá; y tratando la adversidad y todo lo que nos rodea como “hermanos”, tal como nos recuerda San Francisco de Asís. Y si parece que no podemos con las dificultades y todo se derrumba, debemos abrazarnos al trato diario con el Señor con todas estas rutinas espirituales. Correr a nuestra casa que es la Iglesia y arroparnos con sus dos mil años de tradición y estética. No olvidar jamás que Dios confía en los frágiles, débiles y pequeños como fueron los apóstoles. “¡No tengáis miedo, jamás!”.