El cristianismo atraviesa una gravísima crisis de identidad. La sociedad laica, el laicismo, el secularismo, la revolución científica y tecnológica, las podredumbres internas de la organización religiosa y sus complicidades con el poder político y económico amenazan con aniquilar su alma hasta convertirlo en irrelevante.
Un asunto de singularidad
En las líneas siguientes, comparto algunas reflexiones sobre el Concilio Ecuménico de Nicea, convocado en el año 325 por el emperador Constantino, en el cual se abordó el decisivo asunto sobre la naturaleza de Jesús de Nazaret.
No me refiero a otros temas debatidos en ese encuentro. Tampoco a la relación del Credo Niceno con las variables económicas, sociales y políticas que pudiesen haber influido en su redacción.
Tampoco comento el espinoso tema de si la fórmula nicena debe ser considerada como conocimiento válido sobre el Jesús histórico o como narrativa ideológica funcional a los intereses del poder político-religioso entrelazado al Imperio Romano.
Me concentro tan solo en recordar el principio clave de la singularidad cristiana, sin el cual el cristianismo deja de ser tal para transformarse en un movimiento institucional por completo intra-histórico sin atisbo de trascendencia ni de vida eterna. El cristianismo lo es en la medida que Jesús de Nazaret es reconocido como Vere Deus, vere homo (“verdadero Dios, verdadero hombre”).
Con esta afirmación no digo nada sobre el valor cognitivo de tal fórmula, tan solo reconozco que sin ella el cristianismo desaparece o se transforma en otra cosa a lo que se ha conocido en sus formatos más institucionalizados.
Este tema es clave en la situación contemporánea, porque existen tendencias internas en el cristianismo que favorecen uno u otro de los extremos del enunciado Vere Deus, vere homo, y el choque político-ideológico entre esas tendencias evidencia la presencia de divisiones muy profundas y violentas.
Se comprende que este asunto teológico-religioso pueda parecer secundario en un mundo en transición geopolítica y socio-económica marcado por el orden imperial tripolar en expansión acelerada (Estados Unidos, China, Rusia). Sin embargo, no es así.
El orden imperial tripolar necesita de cosmovisiones religiosas funcionales a sus lógicas de gestión, que sean capaces de cultivar determinadas sensibilidades religiosas en la población.
Tal como sucedió en el siglo IV, en nuestro tiempo tampoco es un asunto menor si se considera a Jesús de Nazaret tan solo como humano, solo como divino o como unión de ambas naturalezas: son relevantes las consecuencias sociales de tales posiciones.
Arrio, el Concilio de Nicea y el símbolo Niceno-Constantinopolitano
Como es sabido, antes de convocar al Concilio de Nicea, el emperador Constantino I efectúo varias acciones tendientes a superar las divisiones teológicas en el cristianismo y, de esa manera, fortalecer la unión del Imperio.
Tales divisiones se originaban, sobre todo, alrededor de los debates sobre la naturaleza de Jesús de Nazaret.
En este tema, el teólogo de origen alejandrino Arrio sostenía que Jesús es hijo de Dios, pero no eterno, sino engendrado, con lo cual se ponía en duda la naturaleza divina y coeterna de Jesús respecto a Dios, y se negaba la idea del Dios Trino (Doctrina de la Trinidad).
Esta tesis reconocía la naturaleza humana de Jesús, pero negaba su divinidad. Quienes se oponían a Arrio, por el contrario, defendían la unidad en Jesús de Nazaret de dos naturalezas (divina y humana), con lo cual sostenían la coeternidad de Jesús con Dios y la doctrina de la Trinidad.
Los esfuerzos conciliadores de carácter político-imperial de Constantino I no dieron buenos resultados, y tal circunstancia lo condujo a la decisión de convocar al Concilio Ecuménico de Nicea para resolver las disputas.
Tales disputas, sin embargo, no fueron resueltas: continuaron a lo largo de todo el siglo IV. A pesar del Credo aprobado en Nicea, se extendieron hasta el siglo VIII y, aún hoy, es factible identificar corrientes arrianas en el cristianismo que, por momentos, ascienden con fuerza en seguidores e influencia social.
El Credo Niceno fue reafirmado en el primer Concilio de Constantinopla (año 381), estableciéndose el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que, en lo fundamental, para efectos de este comentario, sostiene que Jesucristo es Hijo único de Dios… Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, con lo cual afirma la consustancialidad de Jesús y Dios, su unión hipostática, y la doctrina de Dios Trino.
Desde la perspectiva de este símbolo, la Encarnación de Dios en Jesús solo es aceptable bajo el supuesto de la unión hipostática rechazada por Arrio.
La red de redes del poder político-religioso y el símbolo Niceno-Constantinopolitano
En el documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) escrito con ocasión de conmemorarse 1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea, capítulo IV, numerales 119 y 120, se indica la existencia de algunas razones por la cuales algunos pueden dudar de la validez cognitiva y espiritual del Símbolo Niceno-Constantinopolitano.
La CTI, como es comprensible, intenta rebatir tales razones. No obstante, me permito citarlas por considerar la posibilidad de su verosimilitud.
Si el poder político-religioso de la época, en su red de redes sociales, económicas y militares, determinó el contenido del símbolo, entonces cabe formular algunas hipótesis verosímiles:
Primera, el Imperio Romano instrumentalizó en su favor al cristianismo.
Segunda, la declaración doctrinal de Nicea tenía como objetivo celebrar el vigésimo aniversario del reinado de Constantino y reforzar la unidad del Imperio. Su interés prioritario no era religioso/espiritual ni cognitivo, sino político-ideológico.
Tercera, siguiendo al teólogo Hans Küng, el uso del vocablo herejía es inválido para referirse a quienes no compartían el credo de Nicea.
Cito a Küng:
Todo lo que se escribió sobre la historia de las primeras herejías fue escrito desde la posición del vencedor, por tanto, pensando en la propia justificación, y que aquel audiatur et altera pars se ha hecho totalmente imposible debido al brutal exterminio de la literatura herética de los primeros siglos, por lo que solo nos han llegado de ella las migajas que se encuentran dispersas en los escritos de sus oponentes…Pero una cosa es cierta: el error y la verdad nunca están repartidos en compartimentos claros; y lo mismo que puede haber mucho error en la ortodoxia, puede haber gran parte de verdad en la herejía. …Por eso, los términos ortodoxia y herejía no pueden aplicarse a la ligera como quien pone un rótulo”. (La Encarnación de Dios: introducción al pensamiento de Hegel como prolegómeno para una cristología futura, Editorial Herder, Barcelona España, 1974, pp. 668-669).
Si bien no comparto algunas otras tesis teológicas y políticas de Hans Küng, en este punto estimo que su argumento es razonable y atendible, representando una hipótesis plausible que apunta a la crítica respecto al poder represivo del Estado confesional e imperial.
El documento de la Comisión Teológica Internacional no responde ninguna de las hipótesis alternativas a la narrativa institucional respecto al símbolo Niceno-Constantinopolitano.
En definitiva, el símbolo en cuestión requiere ser ubicado en la red de redes del poder político-religioso de la época y, en ese contexto, determinar su valor histórico real.
Esta exigencia metodológica y cognitiva, como escribí al inicio de este comentario, no invalida el carácter determinante del símbolo Niceno-Constantinopolitano para el cristianismo tal como se le ha conocido en su corriente institucional dominante.
En ausencia de este símbolo, ese cristianismo desaparece o se transforma en una narrativa desprovista de alma y eficacia histórica, o cuya alma y eficacia se asimila sin ruptura al sistema-mundo y sus narrativas ideológicas.