El cosmos está dentro de ti.

(Meher Baba)

El amor es la más universal, la más tremenda y la más mística de las fuerzas cósmicas. El amor es la energía psíquica primordial y universal. El amor es una reserva sagrada de energía; Es como la sangre de la evolución espiritual.

(Pierre Teilhard de Chardin)

Me asomé de momento a la vida sin saber por qué, como hacemos todos. Ante mí, en un abrir de ojos, una aparición de universo y un sentir de ser.

Mis primeras memorias a los tres años eran de un estado de magia, al ir descubriendo mi alrededor y mi propio cuerpo. Allí estaban estos seres gigantes, mis padres, que me daban cariño, me alimentaban, me protegían y me programaban, en el contexto de identidad a seguir.

Ahora, desde mi vejez, trato de recordar cuando fue que me empecé a dar cuenta de que en realidad no sabía quién era, ni para qué era todo esto a lo que llamaban “la vida”.

Sentía a veces, a pesar de la programación recibida de la familia y el contexto cultural que me definía, una sensación rara, como de haber súbitamente “aterrizado”, sorprendido de estar ahí con este cuerpo en esas circunstancias. No eran pensamientos, era una sensación sutil de asombro, de estar allí siendo yo.

Recuerdo que un día, paseando en automóvil y mirando por la ventanilla trasera, vi a un niño más o menos de mi edad, de cuatro a cinco años, también mirando hacia afuera cuando estábamos detenidos en una luz de tráfico.

Le pregunté a mi madre: ¿Por qué yo estoy aquí, en este carro, con esta familia, y no en ese otro, con esa familia?”

Tuve una niñez alegre, sin ningún gran trauma.

Excepto cuando tenía tres o cuatro años. Fui a buscar a mi perrito una mañana. Me lo habían regalado el día anterior, y mis padres lo habían dejado amarrado en una especie de balconcito. Lo encontré muerto colgado de su cadena. Aparentemente trató de saltar persiguiendo alguna criatura y se ahorcó. Estaba con los ojos desorbitados, su cuerpo tieso y sangre por todas partes. Así descubrí la muerte.

Quizás ahí comenzó para mí de manera rudimentaria la formulación de esa pregunta existencial: ¿para qué vivir, si uno se va a morir?

A diario, casi por un año, corría temprano a la habitación de mis padres para asegurarme que aún estuvieran vivos.

Cuando niño, estaba totalmente absorto y asombrado ante la aparición que me rodeaba, incluyendo mi cuerpo.

En algún momento durante mi niñez, fantaseaba que yo era un pequeño ser que vivía dentro de mi cabeza, que se asomaba a través de periscopios (que eran los ojos) para ver las cosas circundantes en la vida, incluido mi propio cuerpo. Mientras caminaba hacia la escuela, giraba la cabeza mecánicamente, como un periscopio que había visto en películas, para mirar las escenas que sucedían a mi alrededor.

También recuerdo sentir, en ese entonces, que las brisas generadas por los vientos alisios que pasaban entre mis manos eran las manos etéreas de un amigo invisible y tierno que me acompañaba en mi andar.

Estando en una escuela católica, identifiqué a ese amigo como Jesús, y lo sentí realmente cálido y amoroso.

Mientras me maravillaba de la aparición en general que se manifestaba en la vida que me rodeaba, sentía que ese amigo que estaba dentro de mí era parte de mí, y estaba en un mundo más profundo y real que no veía pero que sentía adentro.

Saber el propósito de todo era una pregunta que me acompañó desde mi niñez y preadolescencia.

Iba a una escuela católica, y ahí me hablaron de una manzana que echó a perder el paraíso y la inmortalidad, de Adán y Eva, de la creación en siete días, del pecado, del infierno, del diablo y de tanta cosa.

No se resolvieron mis preguntas. Al contrario, me sentía, con el paso del tiempo, aún más desconcertado, sobre todo porque no podía compaginar todos esos cuentos con la serenidad de mi amigo interior.

Al comienzo de mi adolescencia, le pedí intensamente a mi amigo interior que me diera una señal de que su aparición dentro de mí era real, y no una obra de mi imaginación. Pasé la mayor parte de la noche en un parque del vecindario suplicando desesperadamente por una señal, pero no hubo respuesta para confirmar ese mundo interior que tantas veces sentí en mi inocencia de niño.

La manifestación en ese espacio de percepción interna no sucedió.

Y con los cambios en el cuerpo, el descubrimiento de la sexualidad, el devenir de otras mentes allende la familia y la escuela, y el descubrimiento de la sociedad en que vivía, abandoné las creencias inculcadas, y me dediqué a explorar el mundo intelectualmente y con mis instintos.

Comencé entonces a leer ensayos y libros de Sartre, Bertrand Russell, Nietzsche y las ciencias naturales que se convirtieron en mi pasión.

así construí una base para resolver mi pregunta de qué era todo esto, adoptando una visión materialista del mundo, donde todo a fin de cuentas era, en realidad, resultado de un extraño accidente.

A medida que crecía y me distraía con juegos e interacciones con los demás, y con mis propios deseos y búsquedas mentales emergentes, olvidé aquel amigo invisible que tanto sentí, concluyendo al fin que fue como Papá Noel, una fantasía de la imaginación de niño.

Con arrogancia mental y aparente seguridad expresaba mis opiniones intelectuales para explicar todo, lo natural y lo social, incluyendo el origen del universo.

Pero en aquellas noches caribeñas de mi temprana juventud, cuando salía con amigos en parranda nocturna y terminábamos en una playa, mirando las interminables estrellas brillar en la noche junto al mar, sentía (aunque a nadie se lo decía) confusión y angustia ante una magia que verdaderamente sabía que no podía explicar, y que generaba en mí un ansia de no saber.

Hambrientas vinieron a verme, todas las estrellas. Me sentí acorralado por esta súbita emboscada de una multitud de luces brillantes que llenaron la oscuridad y mi consciencia con sus misterios.

Y crecí, y me sumí en la aparición, pero ya no era su testigo consciente.

Las descripciones mecánicas y racionales de la aparición se unieron a los impulsos de mi cuerpo. Las hormonas, los deseos, los miedos, el predominio del punto de vista, el egoísmo y el odio se apoderaron de mi apreciación de todo.

Perdí de vista la belleza de la aparición, como una hermosa obra que se presencia mientras uno participa en ella. El amigo que llevaba dentro ya no me susurraba que todo era una canción de belleza nacida en mi propio interior. La brisa etérea ya no me llevaba de la mano.

Algunos años después, golpeado y confundido por la vida, ahora casado y con una hija, la hermosa aparición se estaba convirtiendo cada vez más en pesadilla.

Y una noche, frente al Océano Atlántico, tuve una visión interior que me mostró el desarrollo de la aparición y mi papel como testigo, como una sola continuidad, y volví a sentir brevemente al amigo en mi interior diciéndome que todo iba a estar bien.

Esto me animó a iniciar una búsqueda interior desesperada para conectarme de nuevo con ese adentro, y leí y busqué experiencias similares de otras personas.

Mis frustraciones, sin embargo, crecieron aún más, porque ahora había perdido la falsa seguridad intelectual de creer entender la aparición, por lo que estaba atrapado entre no estar entusiasmado con el mundo material y, al mismo tiempo, sin acceso a los espacios interiores que buscaba.

Y mi infelicidad creció.

Un día, cuando la frustración se estaba volviendo muy dolorosa, vi un cartel con la foto de un hombre llamado Meher Baba. La leyenda debajo de la foto decía: "Yo soy el Antiguo, el que reside en cada corazón, no trates de entenderme, mi profundidad es insondable, solo ámame, pero si no puedes amarme, no te preocupes, siempre te estaré amando."

No podía quitar la mirada de los ojos en la foto y las palabras me conmovieron tan profundamente, de maneras que aún no entiendo.

Tocaron algo adentro de mí, algo que yo había conocido en mi infancia, ese mundo interior que me mostró aquel amigo invisible.

Sí, pensé. Este era mi amigo perdido hace mucho tiempo.

Compré sus libros y los leí. Y cuanto más leía, más se explicaba la aparición. Decidí que era hora de encontrarme con este hombre dondequiera que estuviera y llamé a la librería que me vendió los libros. Corría el año 1970. Me dijeron: "Oh, no sabías, Meher Baba murió el año pasado".

Estaba frustrado, porque quería conocerlo para ver cuán genuino era. Entonces pensé que tal vez al conocer a personas que estuvieron cerca de él podría sentir si era genuino y real.

Volví a llamar y me hablaron de unas ancianas que eran muy cercanas a él y que vivían en un Centro en Myrtle Beach, Carolina del Sur.

Viajamos allá, mi esposa, mi hija de tres años y yo. El amor que se derramó al entrar, para registrarnos en la entrada del Centro, fue tan fuerte que mi hija y su madre comenzaron a llorar como si regresaran a casa después de una larga separación. Yo me estaba desmoronando por dentro, así que salí de la habitación para estar lejos de nadie y comencé a caminar por el bosque circundante. Una dulce voz en silencio de palabras salió de mi interior y claramente dijo: "¿Te acuerdas de esa noche en el parque? Esta es tu señal".

Me conmoví hasta las lágrimas y me senté en un tronco junto al camino.

Y me di cuenta: “Sí, este es mi amigo, el que está dentro, el mismo que me acompañó en mi infancia, la brisa que tomaba mi mano”.

Y la aparición interior que se había perdido volvió a la vida.

Y a lo largo de más de 50 años después de ese momento, el amigo se ha mantenido ahí todo el tiempo. La mayoría de las veces mis nubes e impulsos la nublan y no puedo sentir claramente su presencia, pero de alguna manera lo siento siempre detrás de todo, en estos paseos mundanos, tanto en la oscuridad como en la luz.

He llegado a darme cuenta de que el amigo siempre está cerca, acompañándome a presenciar la aparición, esperando que yo abandone mis poses y apegos, para que pueda fundirme en el amor, que parece ser el propósito de esta aparición.

Ese momento más allá de la comprensión, cuando podamos conscientemente experimentar una unicidad más allá de la fragmentación, donde realmente nos demos cuenta de que la aparición la soñamos nosotros mismos.

Y mi intuición me lleva a sentir inexplicablemente que todo es una aparición de la Existencia en diferentes etapas de montaje, evolucionando la capacidad para trascender la configuración de formas diversas, para liberar una esencia que en realidad siempre está ahí, pero que juega imaginariamente al escondite de sí misma para experimentar el flujo del Amor, que es el Amor mismo.

Que nacemos como apariciones, dentro de la aparición del universo, que, visto desde un punto de vista individual, es un conjunto de apariciones diversas e interminables. Una sopa cósmica de energía, en diferentes estados de organización, etapas de desarrollo y evolución, percibiéndose a sí misma con diferentes niveles de consciencia, desde la inconsciencia hasta la autoconsciencia, dependiendo del momento particular del ensamblaje.

En el estado de ensamblaje a nivel humano, nos damos cuenta de que somos conscientes, pero esta consciencia es tanto de las apariciones circundantes como del yo que las presencia, y la reflexión del yo es deslumbrada por las apariciones externas e identifica su naturaleza efímera y transitoria con su punto de vista en vez de con la esencia que engendra las aparición.

Las palabras, los pensamientos, los rituales, las creencias y no-creencias, la intelectualidad y la religión no pueden describir la naturaleza de esta esencia interior, de ese amor.

A veces, en momentos evanescentes, apreciamos y experimentamos destellos de esta esencia. Y nos movemos, sin saberlo, al vaivén de esas olas que van llevando nuestros puntos de vista de gota hacia esa Fuente Oceánica de la Aparición que siempre está dentro de nosotros.

Nos identificamos con nuestros egos y formas, hasta el momento en que la consciencia que percibe la aparición, se percibe a sí misma.