Marcel Proust lo describió una vez: el sabor de una magdalena recién hecha sumergida en té puede ser el recuerdo más feliz y melancólico, la sensación más sublime para la memoria. Porque los sentidos están ahí donde el corazón rememora. Recordar. Volver a pasar por el corazón. Evocar. Acto puro de recordar. Un aroma, un sabor, una brisa cálida de verano. Un sorbo de té caliente, el sonido de la lluvia al quebrantar los cristales del viejo ventanal de la casa de tus abuelos. El aroma a tierra mojada, la suavidad del pelaje de tu primera mascota. El sonido tintineante de la risa de tu madre, la calidez de su abrazo, el dulce que te trajo al llegar del trabajo.

¿Cuál es el sabor de tus recuerdos? Te propongo invocarlo, indagarlo. Un momento en el que vuelvas al pasado con solo respirar y percibir. Así como el perfume de los jazmines puede transportarme a cada navidad en casa de mi abuela materna, aguardando por los regalos bajo el arbolito lleno de colores y luces, seguramente hay miles de aromas que pueden conectarte con las raíces del pasado, con los años transcurridos pero en verdad nunca olvidados.

¿Cuál es el aroma de tus reminiscencias? En la vida uno conoce muchos lugares, muchas personas, pero más que los acontecimientos o los encuentros, lo que comemos posee un valor memorialístico más poderoso que cualquier otra cosa. Los sabores y los aromas constituyen la columna vertebral de nuestra existencia. Podremos mudarnos a otro país, a otra cultura, a otros paisajes con sus callecitas pintorescas, pero no podremos olvidar ni abandonar los sabores que conforman nuestra identidad.

Manuel Vicent, conocido escritor y columnista español, también lo describió en sus artículos: “Dios es un condimento y eso lo saben muy bien los inmigrantes”. Podemos perder la fe, las ganas, la confianza, la ilusión, pero no podemos perder ni olvidar las sensaciones que endulzaron y se apiadaron de nuestra alma. “El Dios verdadero habita todavía en el interior de aquel potaje que hacía tu madre cuando eras niño”, también dijo Vicent. Los sentidos recobran nuestro “tiempo perdido” por medio de la reactualización del pasado. Evocar los sentidos, recordar la añoranza: estamos llenos de experiencias compartidas y generacionales en las que podemos reconocernos.

Si lo sensorial nos guía a la experiencia y a la memoria involuntaria (pues los recuerdos se abren paso de manera abrupta e inesperada ante el contacto con una flor), este acto puro de recordar urde la trama de nuestras vivencias y rompe las barreras del tiempo y el espacio. Aquella magdalena que el protagonista de Por el camino de Swann saborea nos deja la certeza de que la memoria y la melancolía pueden condensar todos los días de la existencia. No es de extrañar que sea un fenómeno involuntario aquel por el cual repentinamente recordamos a través de nuestros sentidos. Resulta curioso, incluso, que el olfato sea el sentido que más provoca este efecto de unión con el pasado. Algunas teorías sostienen que se debe a un instinto de supervivencia, a saber dónde recolectar alimento, qué comer y qué no. Nuestros sentidos se agudizaron y establecieron un vínculo con el hipocampo y el sistema límbico. Establecieron un vínculo con el corazón también, ya lo sabemos.

Que los sentidos nos salven del olvido; que la memoria nos susurre el perfume de algún lugar en el cual fuimos felices y plenos. Que no se nos arrebate el milagro de un sabor, ese sabor que puede ser el bálsamo más añorado cuando los días se vuelven difíciles, lúgubres y taciturnos. Los aromas y sabores de nuestra infancia pueden ser trinchera de corazones afligidos por la adultez. Que siempre conservemos la dulce inocencia y la fresca esperanza con aroma a menta.

No se me ocurre mejor manera de concluir este texto que compartiéndoles otro escrito. Desde que lo leí, jamás lo olvidé y, de hecho, inspiró estos párrafos llenos de aromas y sentires. Se titula “Sustancia” y pertenece al ya nombrado escritor Manuel Vicent. Alguna que otra cita dejé caer por ahí arriba, porque ya sabemos que nada es casual en la mente intrincada de un escritor. Ojalá sus palabras, impregnadas de fragancias y matices, les acaricien el alma tanto como a mí.

El Dios verdadero habita todavía en el interior de aquel potaje que hacía tu madre cuando eras niño. Su sabor te perseguirá toda la vida donde quiera que estés, y con el tiempo llegarás a confundirlo con la salvación de tu alma. Dentro de aquel caldo también hervían las primeras caricias que recibiste, las luces de un paisaje que te cegaron, los sonidos que la memoria ha amasado luego en forma de música. Mientras el puchero humeaba en la cocina, el confesor te imprimía el sentido de la culpa en la nuca. Sonaban por la radio aquellas canciones que no has olvidado, te sentías libre cazando libélulas en la acequia, de noche oías el silbido del tren y siempre estabas cobijado. Dios consistía tal vez en una pizca de azafrán, era aquella verdura fresca o se revelaba a través de otros ingredientes, pero el misterio del caldo lo descifraba el amor. Ese guiso que selló como un sacramento el paladar para siempre en los días de la infancia y su perfume te atravesó la adolescencia se unió al vapor de todos los deseos de la pubertad y después desapareció en la juventud al abandonar la casa. Dios es un condimento, y eso lo saben muy bien los emigrantes.

Cuando se vive muchos años fuera de la tierra, uno pierde el idioma, olvida a los amigos, adopta nuevas costumbres, pero nunca abandona las especias que sazonaron los alimentos de su niñez, ya que el Dios verdadero cabalga sobre la pimienta, el estragón o el comino. No digas que has perdido la fe mientras no te haya dejado el sentido del gusto. Dios puede volver a visitarte en cualquier momento de tu vida por medio de un sabor a guindilla o merced a una sopa de ajo. Cuando seas mayor, un día en que estés desprevenido, después de tanto tiempo, tomarás un potaje y por un instante todo volverá a comenzar. A la primera cucharada verás entrar al Dios de la niñez por la puerta del jardín, el fondo de tu memoria se iluminará con la sonrisa de tu madre, el sentido de la culpa volverá a cubrir tu cerviz con tallos de espinacas y te sentirás cobijado. Otra cucharada, y tu alma ya estará salvada.

(Mayo 1988, El País)