Cuando estaba en grado 11° –último de bachillerato en mi país– la pregunta por la vocación o la elección de carrera tenía una respuesta segura para mí: Psicología. Sin embargo, jamás planeé una contrapropuesta que incluía el pago total de mi carrera, cambio de residencia a la aclamada ciudad de Medellín y acompañamiento espiritual y profesional durante toda mi vida. Así, a cambio de entregar mi vida y esfuerzo, una comunidad religiosa optó por reclutarme como aspirante a la vida consagrada mientras ellos pagaban mis estudios y mi nueva vida en una gran ciudad. Con los ojos esperanzados en este nuevo futuro acepté y dejé todo atrás. Mi familia, novia y mi proyecto como profesional de la salud mental.

Contrario a lo que se podría creer, la vida en una comunidad religiosa o seminario no es tan complicada. Nos levantábamos a las 5 am. para oración a las 6 de la mañana, el agua caliente no existía, pero con el tiempo te acostumbras. Posterior a la oración, aquellos que tenían estudios universitarios se trasladaban hacia la universidad y, los que no, desayunaban para luego recibir clases de interpretación bíblica en casa. El ritmo, profundamente académico, solo era interrumpido por las comidas o las oraciones que las precedían. Antes de almorzar, se hacía otra oración más breve –15 minutos– para luego tomar los alimentos y tener un descanso de 1 hora para reintegrarse al ritmo de vida de casa de formación.

En la noche, cuando todos llegábamos de las clases de la Universidad, íbamos a la capilla a orar una hora más. Esta vez, la oración era dinamizada por nosotros –los jóvenes aspirantes– quienes debíamos desarrollarlas de manera que se fortaleciera la vida comunitaria y espiritual al tiempo.

Cuando nuestras compañeras de universidad –la mayoría eran mujeres– nos preguntaban por la mayor dificultad de vivir en esa dinámica; nuestras ingenuas respuestas eran “No es difícil porque es una elección de vida”. Evidentemente la burbuja de comodidad nos cegaba.

Pero esta ingenuidad no duraría para siempre, tres meses después de nuestra llegada, el primero de nosotros decidió retirarse y las sesiones de terapia y acompañamiento espiritual se volvieron cada vez más frecuentes. En mi particular caso, el malestar se manifestó en forma de rechazo a todo lo relacionado con los ritos o espacios religiosos. Cada oración de 15 minutos se sentía como horas de castigo y tortura, mis manos y pies no sabían dónde reposar y –para empeorar la situación– sentía que el ambiente religioso y sagrado empezaba a asfixiarme.

Durante 2 meses me encontré desesperado, sin saber cómo resolver esta dificultad y encontrar soluciones prácticas a la problemática. Hasta que, después de una conversación telefónica con mi madre, ella sugirió que había un sacerdote de la costa que tenía la habilidad de acompañar y aconsejar sin caer en ambigüedades. Al día siguiente decidí llamarle y su consejo fue: “La oración no es un hábito, sino una habilidad. Adquirirla implica que vivas constantemente en oración, de modo que los espacios de oración sean apenas una breve extensión de tu vida”.

La conclusión de esta historia la dejaré para el final del cuento, por el momento, empecemos con el tema del día de hoy: La pseudo espiritualidad.

Orientalización

Con la llegada de las filosofías orientales, se popularizaron prácticas meditativas y espirituales de países como la India, China, Japón y Tailandia. Con el tiempo, el yoga, la meditación zen y el Chi Gong han sido más cercanos a las personas en occidente y cualquier persona puede fácilmente aprender estas prácticas por video tutoriales de internet. Estas prácticas ancestrales, una vez reservadas principalmente para monjes y sabios en sus respectivas culturas de origen, han experimentado una transformación radical en su difusión y accesibilidad en Occidente, permitiendo que cada vez sea más común escuchar de alguien “voy a clase de yoga”.

Ante un panorama como este podríamos pensar que la espiritualidad llegó a occidente, de ahora en adelante seremos más armoniosos, equilibrados y pacíficos en nuestros tratos con nuestros semejantes y con nosotros mismos, inaugurando así una nueva época de consciencia y búsqueda de la sabiduría. Ojalá hubiera sido así.

Seres de luz

En el mercado laboral me he encontrado con infinidad de seres de luz, personas incapaces de la violencia, no opinan de cuerpos o decisiones ajenas, ecologistas, revolucionarios y críticos de las sociedades de medio oriente donde oprimen mujeres, se niegan a la posibilidad de expresarse mal sobre sus vidas y evitan la queja a toda costa porque “las palabras tienen poder”, van a terapia y la complementan con lecciones de alguna práctica oriental en el centro de pilates más cercano a sus trabajos o departamentos, coleccionan budas y mandalas exóticos, al igual que recuerdos de comunidades indígenas, y se sienten orgullosos de decir que su ropa es de alguna marca local –que probablemente vende el doble de costoso que una marca de fastfashion.

En resumen, los seres de luz son la versión moderna de los monjes del Tíbet iluminados tras años de meditación, pero adquirida a través de podcast sobre espiritualidad y clases eventuales de chi gong, al menos mientras se encuentran rodeados de otros.

Sin embargo, detrás de esta apariencia de iluminación y espiritualidad, a menudo se esconde una realidad más compleja y contradictoria. La adopción superficial de prácticas espirituales y filosofías orientales puede convertirse fácilmente en una forma de escapismo o de mera ostentación social, en lugar de un verdadero compromiso con el crecimiento personal y la transformación interior. De este modo, elementos sagrados de diversas culturas son despojados de su contexto original y convertidos en simples accesorios de moda o herramientas de consumo.

¿Cómo me atrevo a cuestionar a personas que, supuestamente, no se exponen de manera cuestionable socialmente? Lo interesante de las fachadas es que no son homogéneas, necesitan aristas por las cuales pueda filtrarse y acumularse algo de humedad, y así, la coherencia entre el decir y el hacer empieza a hacerse cada vez más notable con el tiempo. Si bien estamos de acuerdo en que nadie es perfecto, también vale la pena recordar que precisamente de lo que se vanaglorian los llamados seres de luz es precisamente por ser diferentes al resto del mundo, por estar en niveles de consciencia superior e incluso por criticar las problemáticas socio culturales sin incluirse en estas.

Espiritualidad

En mis lecciones sobre espiritualidad en la Universidad y en mis tres años de seminarista mis maestros coincidían en algo: Ser espiritual no necesariamente implica ser religioso/a. Las personas tienden a confundir ambos términos debido a que en la antigüedad la espiritualidad estaba ligada a la práctica de alguna religión o doctrina, pero en la actualidad hay una comprensión más amplia de lo que implica ser espiritual. ¿De qué hablamos entonces cuando nos referimos a la espiritualidad?

A partir de mi lectura y estudio de autores como Alan Watts, Leonardo Boff y Krishnamurti, puedo sintetizar la espiritualidad en tres elementos fundamentales:

  • Ser espiritual implica ser coherente entre lo que pienso, digo y hago. Una de las grandes críticas que se hace a los fanáticos de muchas religiones –en el caso de este texto a los seres de luz– es que predican una serie de lineamientos y requisitos morales (amor, bondad, misericordia etc.) pero a la hora de la verdad su actuar cotidiano destila todo lo contrario.
  • La espiritualidad se refiere a la búsqueda de significado, conexión y trascendencia en la vida, mientras que la religión se centra en las creencias, prácticas y rituales asociados con una tradición específica. Ser espiritual implica explorar y cultivar aspectos internos de la vida humana, como el amor, la compasión, la gratitud y el propósito, independientemente de las estructuras religiosas formales.
  • La espiritualidad es una práctica que demanda disciplina, esfuerzo y compromiso con el proceso de desmantelar los malos hábitos que podrían obstaculizar mi propio camino o impactar a quienes me rodean. Ser espiritual implica cierto compromiso con la incomodidad de confrontarme permanentemente.

En última instancia, la espiritualidad nos invita a cultivar una vida de autenticidad. Desarrollar una apariencia espiritual equivaldría a ser aquello que –como generación joven– tanto cuestionábamos de las anteriores por no cuestionar o criticar la práctica cotidiana de la religiosidad popular.

Final de la historia

¿Cómo “hacer de mi vida una oración”? Después del consejo que recibí de aquel sacerdote, decidí empezar a orar 6 veces al día, en la Universidad, en mi habitación, incluso a veces en medio de las clases de la Universidad. Con el tiempo el silencio se convirtió en un espacio de comodidad, pero las conversaciones con otras personas se volvieron mucho más significativas. Ya no eran palabras sueltas sin significado, había empezado a valorar los espacios y momentos que la vida me presentaba, comprendiendo que yo hacía parte del Todo, y el Todo parte de mí. El consejo había funcionado, al menos en aquellos momentos, lo sagrado había empezado a permear mi vida desde las cosas más ínfimas hasta los acontecimientos más inesperados. Con el tiempo, la práctica de la espiritualidad se convirtió en un pilar fundamental de mi vida, guiándome en la toma de decisiones y en la forma en que me relacionaba conmigo mismo y con los demás. Ya no era simplemente una búsqueda de significado, sino una forma de vivir en armonía con el universo y conmigo mismo.

Sin embargo, algo debo aclarar: Hoy no practico oraciones con la misma constancia de aquél entonces. ¿La razón? Porque es bastante complejo seguir ese ritmo de vida, es desgastante y requeriría de ciertos privilegios en cuanto a tiempo y espacios que un asalariado –que decidió no seguir en la vida consagrada– no puede permitirse. De aquel tiempo me quedó un aprendizaje: La vida espiritual implica una labor ardua, la cual no puede volverse ambigua o superflua, mucho menos reducirse a espacios eventuales y a historias de Instagram.

Me alegra mucho saber que las artes orientales –las cuales amo– hayan llegado a muchas más personas, pero si empiezan a usarse como método de consumo espiritual en vez de compromisos de vida acabaremos mercantilizando la espiritualidad y la sabiduría propias de estas prácticas para convertirnos –en palabras de cierto maestro de hace dos mil años– en ataúdes blanqueados (Mateo 23:27).