En un mundo de ruido y plástico, quiero ser de barro y de silencio (En un muro del barrio Goes, Montevideo)

Madrid, 2000

Ramón, echado bajo la sombra de un ombú. Soñaba. Desde allí podía ver el gran hueco que se abría en su tronco, lleno de arañas enormes que invadían con sus telas todas las esquinas. Una abeja salía del nido que había junto a una coronilla para clavarle su aguijón en un dedo, pero cuando trataba de apartarla percibía que el himenóptero se había quedado enganchado. Al estirar, lo partía en dos mitades: el cuerpo pegado al aguijón de su mano derecha, la cabeza sujeta en su mano izquierda. Vista así le pareció mucho más grande. Una metáfora de la humanidad: la que piensa y la que aguijonea.

Sin la información que Helena le había proporcionado nunca hubiera sospechado de la naturaleza real del ombú: tronco abultado, amplia copa, raíces a la vista que incrementaban su apariencia de robustez sin quedar aferradas al suelo. Un simple corte transversal habría confirmado la existencia de una corteza sin anillos que datasen su edad. La esponjosidad y blandura de su madera podía ser un indicio de su composición de filamentos livianos. Bastaba con abrir sus ramas con los dedos para comprobar su fragilidad. Algunos lo habían etiquetado de arbusto, aunque no era tan fácil de catalogar.
Relacionó esa ligereza con la levedad de los principios que creemos bien arraigados. Lo que parecía inamovible también se deshacía. El mundo cada vez más tejido por fibras artificiales y preceptos de las finanzas, travestía la democracia en una maquinaria al servicio de los poderosos.

A Ramón le quedaba el consuelo de saber que las ramas del ombú caían y que el jugo de sus hojas curaba las heridas y las úlceras. El ombú, palabra del guaraní que se traduce por sombra o bulto oscuro, está acostumbrado a sobrevivir a la Pampa seca, crece rápidamente y es inmune a gran parte de los insectos debido a su savia tóxica. Ramón había visto arder sus ramas casi tan rápido como el papel; apenas quedaba ceniza. La recordaba blanca, inspirado por algo que todavía no alcanzaba a comprender. Si el ombú simbolizaba la inconsistencia de las cosas, las ginko bilobas, exultantes, le evocaban la resistencia. Mantenía esa calma recobrada como un tesoro que no perduraría sin ser abierto. Se aferraba a la llave sabiendo que en medio de la tempestad había estado a un paso de perder el aliento. Anduvo demasiado ocupado para preverlo. Cuando llegó la hora de estirar los pliegues de las experiencias vividas en Montevideo, se vio acariciando su pasado reciente y supo que estaba llegando a la confluencia con otro camino: un desvío que tendría que tomar. Abandonó el país desconociendo el color de otras vivencias que hubieran cambiado sus rumbos. Había dejado más que un trabajo. Su vida, por fin, viraba por propia voluntad, no se arrastraba por la corriente sino que nadaba a contracorriente, la enfrentaba y, pese a los esfuerzos, se sentía más vivo que nunca, con un libro en blanco donde empezar a escribir su propia historia, que ya no era la heredada ni la aprendida de un sistema, sino la que partía de su intuición, de sus presentimientos, de la búsqueda de los sentidos. Él mismo era un ombú: había provocado en su interior que sus miembros se pudrieran y cayesen para que en su lugar otras ramas nuevas pudieran brotar.

Las mutaciones latentes de esa amistad vibrarían alborotadas en su interior por mucho tiempo avivadas por la fuerza de su terremoto. Entretenido en su aprendizaje no percibió cómo dolía su ausencia conforme pasaban los meses. No obstante, se dejó extrañar ese temblor. Algún día, como todo, se echaría a dormir. El cariño, en ese estado de laxitud, se hizo profundo, como si en la siesta de los sentidos el vínculo se hiciera más comprensivo, dispuesto a sacrificar la savia de su pasión para no herirla, para protegerla. A pesar del adiós, de su regreso ligero de equipaje, se llevó un trozo con él. Lo había robado y no se sentía culpable por no pedir permiso. Uno no repara en el mal cuando siente tanta hambre. Al principio fue imposible apreciarlo: el jetlag, los encuentros con amistades y familiares lo hicieron todo borroso. Realmente había mucho océano entre los dos mundos. Ni siquiera había cargado con fotos, aunque sí con dos de los libros que Helena le había regalado: El mundo es ancho y ajeno y un poemario, que abrió al azar:

Todo vuelve a su sitio
y sin baldosines que se mueven
sin raíces que parten en dos las calles
la ciudad se asemeja a tus silencios.
El corazón retrocede a su espacio izquierdo
el río recupera su color
más parecido al azul
menos turbio.
Los vientos huracanados se calman
retratando en las hojas escurridizas
el testimonio del dejarse morir.

Ramón soñó con el ombú algunas veces más e indagó si la especie existía en España. Había sido una de las primeras en llegar procedente de América a la Península, siendo plantada por el hijo de Cristóbal Colón en el Monasterio de la Cartuja de Sevilla. No estaba seguro de que fuera igual a los ombúes que él había conocido en Uruguay, porque de los sevillanos se decía que tenían unos frutos carmín utilizados como tinte. Decidió compartir la información y las dudas que acarreaba, no sin antes estirar bien los dedos de sus manos para anunciar lo determinante de su voluntad. Escribió la dirección de correo electrónico de Helena y dejó que fluyeran sus palabras:

El sábado amanecí afónico. El domingo lo pasé en la cama leyendo el libro que me regalaste antes de partir. Impresionante ese Ciro Alegría. Recuperé la voz, porque hay voces que no necesitan gargantas, así que me puse a escribir por la tarde e incorporé lo que el libro me sugirió. Quizás algún día lo comparta. Presentí cerrar un círculo, pero no estoy seguro.
Te pido una disculpa. Tenía que haber respondido alguno de tus correos electrónicos. Si recuerdas, me quedé con ganas de revelar la pasividad ante tantas irregularidades que las grandes empresas cometen amparándose detrás de determinadas banderas. Estaba esperando a enviarte las pruebas: una entrevista que me hicieron en uno de los periódicos que hasta hace poco consideraba medianamente serio. Otro golpe a mi inocencia: la prensa en este país nació como servidora del poder establecido, de los consensos convertidos en discurso único. Nunca la publicaron. Va a ser cierto aquello de la “confusión reinante” que decía Bergamín. Todavía recuerdo cuando tu amiga Hortensia nos contó de esa otra historia de censuras en democracia. Si conversara ahora con ella no le llevaría la contraria como en aquella ocasión.

Dejé pasar las semanas y llamé al periódico donde se suponía que aparecería mi denuncia de las atrocidades que cometían los bancos españoles fuera del país, servidores de un sistema económico que deja muertos por el camino, pero a pesar de que me recibió el redactor jefe de economía, la entrevista nunca se publicó. Me dieron largas durante un mes y al final recibí una llamada de la secretaria pidiéndome que no insistiera más, que habían considerado que la nota tenía menos interés que otras informaciones. Ya te podrás imaginar por qué: el banco paga todos los años una buena suma de dinero en publicidad. También está ese ruido de fondo que impide contradecir los preceptos de los nuevos controladores de la información. Es otra forma de comprar a los medios de comunicación. Cada vez me convenzo más de que tengo que hacer algo para salir de esta dictadura del dinero que impone muros de silencio al terrorismo del capital. Por eso no te escribí antes, estaba esperando para tener algo interesante que contarte. No te puedo hacer llegar la copia de una entrevista inédita, pero la imaginaria página vacía habla por sí misma.

Te estoy extrañando mucho, a ti, a Uruguay, a otros amigos de allá. Necesitaba preguntarte cómo estás, si la gastroenteritis de la que me hablabas en tu último correo electrónico (otro no contestado) se fue ya del todo, si tu imprudencia veraniega provocó la picadura de ese gusano peludo del que no recuerdo el nombre o si sigues enganchada a los vaivenes del corazón.
Te adjunto información que he encontrado sobre cómo llegó el ombú a la Península Ibérica. Me hablabas mucho de esa especie y nunca me quedó claro si realmente era un árbol. Al menos lo parecía. He soñado con él, me reconozco en algo que me dijiste: cuando cree que una de sus ramas ya no le sirve empieza su proceso de descomposición, la deja morir, para luego hacer brotar otra más vigorosa, con mimbres nuevos. Estoy en ello; a veces es doloroso.
Me merezco tus cinco meses de silencio, pero sabré esperar. Siempre sabré esperarte. Seguiré por aquí, ya incorporado a esta guerra por si te hiciera falta. Gracias por tus palabras y tu generosidad. Te quiero mucho.

Ramón

Pulsó el botón de envío y se sintió liberado, aunque también curiosamente iluminado, como si aquellas líneas le revelaran algo de lo que todavía no se había dado cuenta. Tampoco pudo evitar recordar todo el deseo que había ahogado bajo las brasas húmedas del océano. Otros intentos habían sido borrados después de que pensara que era mejor dejarla respirar, darle su tiempo para seguir explorando ese camino propio que había hecho saltar la relación con Hugo por los aires. La escapada sudamericana le tentaba, pero se conformó con salir a la Sierra el fin de semana. A veces era indispensable no volver a los lugares donde se había sido feliz. Las montañas madrileñas estaban prendidas a su piel, habían permanecido por centurias en el mismo espacio y tenían las arrugas del paso del tiempo. Sentirse de nuevo pequeño entre paredes naturales que se elevaban con vocación de cielo, desafiando la acústica de la roca con sus gritos. Imaginarlas cayendo. Un lugar propicio para dejar aquella obsesión silenciosa que se introducía en sus rutinas y tornaba en descabellados sus pasos. Un antojo de las hendijas del tiempo, el susurro de la satisfacción de haberla amado, el deseo de acumular nuevas experiencias, la necesidad de sentirse deseado. Había todavía un hilo que permanecía tenso: decidió dejar su corazón en las estribaciones de las montañas, en los cauces secos de los ríos. La grandeza de los valles le devolvía la calma, convertía la renuncia en serenidad y no en terremoto. La imagen seguía fluyendo en su cabeza: un camalote suelto rodando en el mar, inmenso, inabarcable.

El deseo excesivo en ocasiones espanta.