Mi historia no es agradable, no es suave, ni armoniosa, como las historias inventadas; sabe a insensatez y a confusión, a locura y a sueño, como la vida de todos los hombres que no quieren mentirse más a sí mismos…

(Hermann Hesse)

Si los psicólogos pudiésemos hablar de lo que vemos en consulta, o en mi caso también lo que la gente me cuenta fuera de ella (desde el conductor de Uber, al estacionador de autos, al ejecutivo de empresa…), nos daríamos cuenta de que estamos bailando un juego de máscaras e imágenes que nos aleja cada vez más, incluso de lo que nos es común. Imágenes, que en el fondo nos distancian de nuestra propia humanidad y enmascaran las problemáticas individuales, sociales y transversales de nuestro tiempo en relación a lo humano.

Comienzo este artículo pensando en la importancia de la mirada del otro, en una sociedad que nos invita a mirarnos, pero no necesariamente a vernos o a conectarnos desde lo más real. Esto mismo posiblemente fue lo que me llevo, hace unos meses, mirando las redes sociales como Instagram o TikTok, a preguntarme en qué momento la vida en el mundo digital se había convertido en una película, en la expresión de un yo ideal, en apariencia perfecta, finalmente de plástico, y si ese era el mundo que queríamos habitar y la imagen que queríamos reflejar de nosotros mismos (finalmente, una imagen).

En este sentido, no deja de ser curioso el que estamos en un momento en que nos está costando encontrarnos, hablarnos, vincularnos, pero en paralelo, tenemos mil seguidores o más en redes sociales, estamos rodeados de gente, y aun así, nos sentimos solos, con muchos mirándonos mientras mostramos vidas en apariencia perfectas.

Solos entres miles, pienso, porque quizás, no es la mirada lo único que estamos buscando. Partamos de la base de que mirar es distinto a ver, y con esto me refiero a ese tipo de vínculos en los que nos sentimos vistos y queridos, o aquellos que nos muestran que podemos ser vulnerables y auténticos, o que podemos estar heridos y rotos y no por ello dejar de ser vistos, escuchados, respetados o amados por el otro; esto incluye también a la sociedad como otro. En este sentido, desde la percepción de un otro que nos ve (pudiendo ser nosotros también ese otro), sumada a la vivencia de un amor no condicional, y que por tanto respeta, desde nuestros vínculos personales a un Estado de bienestar que no niega la naturaleza humana y contrariamente facilita su reconocimiento, pueden ser la puerta de entrada, desde mi parecer, para esa ansiada vivencia de aceptación, sentido de validez y sentido de pertenencia que son marca de origen de nuestra naturaleza humana pero que ilusoriamente creemos encontrarlas a base de seguidores, likes y apariencia.

Shot de seguidores y likes como chutes neuroquímicos en vez de dopamina y oxitocina facilitada en el mundo real, porque antes ya se fomentó una cultura de desequilibrio ente la vida laboral, personal y familiar, nos quedó poco tiempo de ocio, cada vez menos relaciones… y al parecer también menos sexo debido a los niveles de estrés y agotamiento. Pareciera ser que la cosa va de calidad en nuestras relaciones y un entorno que facilite las mismas vs. una búsqueda de miradas, reconocimiento y dopamina envasada que nos invita a perdemos, al punto de desconectarnos de nosotros para pasar a ser el deseo del otro, ¿pero de cualquier otro?

Volviendo a nuestra naturaleza, tenemos que comprender que lo humano se constituye en el vínculo y en este sentido, desde pequeños aprendemos a regular lo que somos, sentimos, pensamos y cómo nos comportamos, desde la mirada de otro significativo, que a cambio nos da cuidado, protección alimento… amor, considerando que, a su vez, el cuidado diario del niño “no sólo satisface las necesidades de calor y nutrición, sino que considera sus ritmos, preferencias y estados de ánimo (Moneta, 2003). Como afirma Dio Bleichmar (2005), la importancia de las emociones de los adultos que ejercen el rol de cuidador radica principalmente en que los niños tomen las expresiones afectivas de los adultos como referencias para adecuar su conducta.

Me pregunto, por tanto, cuánto de esto hoy no se re-presenta en las redes sociales, cuando buscamos un like y sabemos que si hacemos a, b, o c lo conseguiremos, o en la búsqueda de sentido de pertenencia intentando responder a modas o incluso a un TikTok que nos invita a convertirnos en seres seriados entre tanta repetición de movimientos. Es la búsqueda de un sentido de pertenencia y aceptación agónico, que hoy artificialmente es guiado por las modas y el mercado a través de redes y algoritmos, como re-presentantes de otros significativos que hoy por hoy suelen estar agobiados, estresados… desconectados como para poder no sólo mirar(se), también ver(se).

Me pregunto si es ético que el mercado haga uso y provecho de la autoimagen y de la necesidad de vinculación, sentido de pertenencia y aceptación que podemos tener los seres humanos ya que, aun informándote, me pregunto si la comprensión del mensaje puede ser más fuerte que el sistema dopaminérgico que se activa en una sociedad que normaliza la falta de disfrute y relajación en nuestra vida. Estamos ante la emergencia de sectores que generan adicción, en una sociedad donde la ausencia de dopamina y oxitocina en nuestra vida fruto de nuestros vínculos y actividades de disfrute escasea, producto del mismo modelo imperante. ¡A eso llaman “libre” competencia!, mientras los adultos producto del estrés nos convertimos en seres automatizados, pareciéndonos más a una máquina que a un ser humano.

Hoy permitimos y dejamos que un algoritmo marque y defina la autoestima de miles de jóvenes, y actúe como reforzador de ciertas conductas, mientras nos invitan a contarle a una IA lo que nos pasa o resolver nuestras dudas existenciales, cuando antes ya hemos aprendido que lo más importante era la imagen, y queriendo ser únicos y aceptados, nos estamos transformando en seres desvinculados de nosotros mismos y otros… olvidando que desde el vínculo nos constituimos y que solo por el hecho de existir, desde nuestra historia a nuestros genes, somos únicos, los seres humanos somos seres singulares.

Una singularidad que como sociedades no protegemos ni valoramos, pero en la que otros, como el sector tecnológico, parecen encontrar grandes beneficios. Además de todos los datos que día a día se mueven en la red y de cómo esto está modelando una IA que busca re-producir lo humano y cuyas consecuencias nadie tiene claras, ya se cuenta con Facebook, finalmente como dice su nombre un “Libro de caras”, y una IA que de forma paralela nos muestra lo fácil que es crear videos falsos con la imagen, voz y movimiento de alguien que sí existe, u otros que van más lejos, creando un avatar de alguien que murió y anunciando su invento como si la persona estuviera viva.

Con respecto a los vivos, me pregunto si estamos lo suficientemente protegidos de que el día de mañana nuestros perfiles psicológicos no serán pasados a códigos y formen el “alma” de un humanoide o de una IA. Finalmente estamos ante una IA y robótica que están intentando re-producir la vinculación e imagen humana, para promover su aceptación. Alto el riesgo, mientras estamos cada vez más deshumanizados, y junto a ello, en una era donde las personas le creen más a Google que a la opinión de profesionales, o en donde ni Instagram ni Facebook regulan contenido de salud y a veces aparecen grandes brutalidades bajo el estatus de “mi psicólogo me dijo…”, permitiendo la difusión masiva de contenido no acreditado por profesionales. Espacios virtuales donde se transmite la idea de que debemos estar solos para crecer, cuando lo humano se constituye desde el vínculo… podría seguir dando ejemplos, pero el punto aquí es otro.

Sufrimiento en lo privado y felicidad en lo público, en un lugar que sostiene ideales y que cierra el espacio para la expresión de la vulnerabilidad, o al que finalmente hace a muchos sentirse una y otra vez insuficientes. Puedo entender que en una sociedad desigual como la nuestra esa comparativa duela más, y a partir de ahí seamos capaces de esclavizarnos a una vida digital para sentir que “somos alguien” (bajo el paradigma actual, porque siempre lo hemos sido…), que tenemos “amigos”, que nos quieren con likes, sin embargo esta escapada de la realidad aparentando vidas perfectas además de hacer un daño tremendo a nuestra autoestima y vivencia de realidad, demandan todo un trabajo por detrás, y que a su vez ha levantado toda una industria de personas que están esclavizadas a un algoritmo.

En el caso de China esto se ve claro, con el fenómeno de los llamados cibermendigos, streamers chinos que acampan debajo de puentes, cercanos a zonas de alto nivel adquisitivo, porque el algoritmo de las plataformas potencian la visibilidad de estos influencers en zonas ricas, lo que se traduce en mayores ingresos.

Mendigos y solos en la realidad, ricos y rodeados de gente en lo digital. Realidades que son opuestas, y ante las cuales me pregunto qué historia queremos escribir, en un mundo de desigualdades que a su vez hace de la desigualdad un negocio, como es el caso de lo streamers en China.

Por ello, hace unas semanas compartía esta frase de Hesse con la que inicio este artículo, invitando a las personas a reflexionar sobre el engaño, a raíz del fenómeno Instagram y la ilusión de vidas perfectas, a lo cual hoy sumo el metaverso. Porque pensé que quizás, desde ese lugar al que nos convocaba este autor, que reconoce la imperfección de lo que somos y de nuestra vida, los claros y obscuros que implican el vivir, la vida real sería más valiosa y más bonita por ser verdadera, abriendo una posibilidad a re-conocer y dar ese pequeño giro que, desde el reconocimiento del problema, puede dar pie a cambiar la realidad o sostenerla aun cuando nos hace daño.

Esta invitación a aparentar lo que no somos o a mostrar una imagen que no responde a nuestra realidad para sentirnos aceptados habla de que los primeros en hacer lo que evitamos, no valorar lo que somos, desconfirmándonos, somos nosotros mismos, dentro de un contexto determinado, que habla de clasificación de las personas según su apariencia, nivel socioeconómico, asistencia a tal o cual colegio, universidad, trabajos, etc.

No tengo dudas de que podemos construir algo mejor, porque vivir desde aquí, según lo comentado en artículos anteriores, nos puede llevar a aceptar discursos basados en lo aspiracional que refuerzan la pose alienándonos. Un ejemplo de ello es este texto transcrito de un video de Chile, donde el fundador del congreso del futuro, Guido Girardi, afirma acerca del Metaverso, que “vamos a poder vivir de manera virtual, dentro de internet, vamos a poder hacer todo lo que queramos, van a poder expresarse todos nuestros sueños, vamos a poder visitar todos los lugares que siempre quisimos visitar, vamos a poder tener la casa que siempre quisimos tener…”, no haciendo ninguna distinción entre fantasía y realidad mientras emite estas palabras.

En teoría, si una simulación (ya sea un videojuego o cualquier otro tipo de experiencia simulada) es lo suficientemente realista y convincente, nuestro cerebro podría procesar esa información sensorial de manera similar a como procesa la información de la realidad física, en otras palabras, nuestro cerebro podría creer que la simulación es real, aunque sepamos conscientemente que no lo es.

El riesgo que observo es que la invitación sea a seguir alimentando la pose, difuminar el límite entre la realidad y el mundo digital con la promesa de poder “hacerlo todo” o casi, una invitación que a mi parecer implica seguir engañándonos y vivir más alienados, mientras crece un mercado que hace uso de necesidades socioemocionales y ¿la realidad se mantiene inamovible?, en lo que respecta a necesidades humanas.

Guido Girardi, en este mismo video, afirma que el metaverso “va a democratizar espacios, pero tal vez va a dejar, que los espacios reales sean solo el privilegio de los ricos, y los más pobres solo van a vivir en el mundo virtual…”, palabras que, aunque fuesen ironía o una forma de dar cuenta de los riesgos, demuestran que una tecnología no basta y que la misma puede profundizar un problema. Esto a mi parecer es otro ejemplo de lo que Paz Peña platea en su libro Tecnologías para un planeta en llamas al decir que la crisis no es tecnológica, es política. A lo que agrego de base humana y carácter socioemocional, y condicionada por el entorno.

En una sociedad en la que hemos normalizado la alabanza al ego por encima de la construcción de autoestima, en la que hemos aprendido, generación tras generación, que vales en tanto tienes desde un mercado que a su vez se sostiene desde la falta, es importante poner en tela de juicio la aparición de discursos como los comentados que, en vez de ayudar a evidenciar el problema y la raíz del mismo, lo pueden perpetuar, vendiéndonos el mundo digital como el camino para el logro de nuestra autoaceptación, autorrealización, sentido de pertenencia, espacio de vinculación, entre otros, que parece que para muchos no terminan de llegar en el mundo real. Quizás es ahí donde tenemos que mirar antes de seguir haciendo crecer un mercado desde las vulnerabilidades humanas, algunas provocadas por el propio sistema y que el mercado está manejando a su favor.

Porque curiosamente en estos nuevos discursos que, conscientes o no, hacen uso de vulnerabilidades, la solución no se sitúa en el desafío de evidenciar y mejorar las condiciones externas para que las personas “puedan alcanzar su máxima realización posible”, como dicta el artículo 1 de la constitución de Chile, o el artículo 10 de la de España que hace referencia al libre desarrollo de la personalidad, si no en desarrollar placebos, con la promesa omnipresente y omnipotente de que en ese mundo podremos ser, hacer y tener todo lo que siempre quisimos.

La confusión entre realidad y fantasía puede afectar nuestro juicio de realidad y mantenernos en la fantasía, porque la misma nos puede entregar más satisfacción inmediata (chutes) que la realidad, pero sin contacto humano, podría reforzar tendencias alienantes. No podemos olvidar que el ser humano es un ser social por naturaleza, y si algo posibilitaron el lenguaje y nuestra evolución fueron los vínculos, el estar juntos; pero este modelo que vivimos normalizó el competir, el ser individualistas, se normalizó la fracturación de nuestros vínculos base para nuestra evolución... en este sentido, estoy segura de que desde la política y el mercado podemos hacer algo para cambiar eso, y más si consideramos que la psiquis humana también se constituye desde lo normativo. Es en este sentido que afirmo que el libre mercado y la libre competencia también requiere reglas, si queremos cuidar y salvaguardar la naturaleza humana.