Hay un escritor que se llama Bolaño. Pero hay otros que, en la misma época, brillaron o desaparecieron o murieron.

Bolaño y Viscarra tienen mucho en común. Son escritores de un mundo que podríamos llamar para-literario: Bolaño es un crítico literario avant la lettre mientras Viscarra es un escritor-mendigo-lumpen-borracho que hubiera sido buen amigo del primero. En cierta forma sus obras, sus trayectorias, sus gestos son señales de mutua amistad. Bolaño vivió en Chile, México, España. Viscarra nunca salió de Bolivia, de La Paz.

Voy a hablar de Viscarra. Hablaré después de otros dos que me parecen notables, pero quiero hablar primero de él. Vitor Hugo Viscarra murió a los 49 años –enfermo del hígado– y vivió en las calles, codeándose con la hez de la sociedad, que en sus libros retrata con compasión y con dureza y con humor.

Justamente, su primer libro está dedicado al lenguaje –a la coba– del mundo marginal. Fue alcohólico: Viky Ayllón, crítica literaria y amiga suya, considera su mejor libro Alcoholatum y otros drinks - Crónicas para gatos y pelagatos (2001), texto explícito en torno a esta materia beoda. Este libro lo conseguí en 2007, en La Paz. He tardado mucho en escribir sobre él, aunque lo leí de inmediato. Viscarra había muerto hacia poco –en 2006– y yo me había puesto a leer la literatura boliviana desde Franz Tamayo a Jaime Sáenz, pasando por Quiroga Santacruz. Me había puesto a leer el testimonio de Domitila Chungara, los números viejos de El juguete rabioso –un periódico contracultural– y a ver películas bolivianas –como esa alocada ¿Quién mató a la llamita blanca? –. Viscarra estaba muerto, pero resultaba, como decirlo, más vivo –aunque ya estaba muerto– que los otros –que también eran difuntos. Por su carácter excéntrico, por su prosa reflexiva, corrosiva, chistosa: le dicen, vaya a saber a quién resulta más lisonjero, el Bukowski boliviano.

La verdad es que intenté leer a Sáenz pero no pude: algo me contuvo a seguir. Lo volveré a intentar. Pero a Viscarra lo leí de un tirón. Los mendigos, los ladrones, las putas son algo más que personajes de un escritor de ficción: los seres que aparecen en estos cuentos-crónicas son retratados con una extraña crudeza, en la que se admira la versatilidad de la pluma y el tono de joda y cabreo. Uno no puede hacer otra cosa que consentir en que la terrible existencia de esos seres ha sido tocada en su momento de la verdad. En eso se parece al Bolaño de las actrices porno, los drogadictos o los criminales nazis.

En este mundo loco cabe imaginar que Viscarra encarna a todos los borrachos geniales, o a todos cuando están borrachos y son geniales, imprevistos lectores de Henry James, que componen sus obras como una especie de doble melancólico de su vivencia, no con la intención de comprender o compadecer el mundo en que viven, sino de legar un socarrón retrato de esas figuras goyescas con las que se encontraron.

Pero ¿para qué existe el arte si no es para detenerse a temblar y a reír de esos gestos, poses, caras que registra e inventa Viscarra? Que una cantina de La Paz es el origen del cosmos, que dos mendigos traban comercio sexual en la noche y a la intemperie, que dos ladrones se pelean a cuchillazos por una pobre mujer. Los temas se prestan para un tratamiento esperpéntico, pero que Viscarra traza con frialdad, con hondura, con ironía: sus oraciones son largas, como si desplegara su sentimiento doloroso y agudo lentamente. Como si no le asustaran semejantes horrores. Porque mientras al mismo tiempo sus escenas le parecen repulsivas, también le resultan ridículas. Sus relatos están exentos de falsa compasión. Es notable lo que dice su editor, Manuel Vargas, en un documental sobre el escritor (¿Dónde andará el niño que yo fui?): Viscarra no retrató ese mundo desde fuera, sino que era parte de ese mundo.

Si Viscarra y Bolaño, escritores malditos donde los haya, son una especie de parientes literarios, el mexicano Juan Villoro y el colombiano Gustavo González Zafra parecen haber hecho un viaje en direcciones opuestas.

Villoro y González me parecen unos cuentistas brutales, es decir, cada uno a su manera, capaces de deslizar la percepción de la realidad fuera del marco impuesto o autoimpuesto, es decir, más allá de la frontera del rancio sentido común. Los dos me parecen poseídos por una alegría natural que me atrevería a asociar con la exuberancia del trópico. Y, además, saben trazar sus peripecias literarias con un delicado, suave humor teñido de melancolía, de angustia: si el humor no sirve para soportar la angustia, da la impresión de que no es humor. Así, por ejemplo, cuando uno de los personajes de Villoro, hablando sobre los ciegos de México, apunta que sólo un ciego puede soportar ver esa ciudad, o cuando González, como en un juego de espejos, convierte a una muchacha cualquiera en la hija del multimillonario Goulding que, risueñamente, acepta en efecto que ella es, cómo no, la hija de tal señor.

Estos cuentistas se encuentran muy próximos a la poesía, al lenguaje epigramático, al relato onírico. Lo que sucede es que un cuento, o una crónica o un poema, no hablan llanamente de un hecho o de una realidad. Son una percepción súbita. ¡Una iluminación!

Por eso, por efecto de una asociación que de pronto se me hizo evidente, veo a estos escritores como víctimas de un malentendido. Mientras Juan Villoro durante los ochenta y noventa languidece en el purgatorio de las letras, y su obra se vuelve visible y reconocida sólo a partir del nuevo milenio; Gonzalez Zafra era un escritor con dos novelas y un libro de cuentos en los años 80, que al parecer iba a tener una carrera de creciente prestigio, pero resulta que su imagen comienza a desdibujarse y se pierde después… ¿No es raro que sucedan este tipo de cosas? ¿Dónde estaba Villoro antes y dónde está González Zafra ahora?

Los culpables (2011) y La Hija del Multimillonario Goulding (1998) me parecieron escritos en medio del vértigo, de la exaltación, de un sentimiento muy parecido al gozo de vivir. Pero mientras el primer libro es escrito o publicado por un Villoro que tiene más de 50 años, el segundo lo escribe González cuando apenas ha pasado los 30 y sólo entrega los textos para publicación ocho años después… y luego desaparece. Me puse a buscar varias veces los libros de González Zafra en internet, o datos suyos, o críticas sobre él. Encontré muy poco: casi todo lo que encontré se refería a su actividad de los ochenta. Luego encontré que era editor y traductor en Francia, en donde parece haberse enterrado en el silencio.

Villoro es contemporáneo de Sergio González, de Sada, escritores de temple. Pero su aparición en escena es tardía. González Zafra es contemporáneo del precoz y suicida Andrés Caicedo, que dejó una novelita apasionante y se mató a los 25 años. Es contemporáneo de Gardeazabal, autor de Cóndores no entierran todos los días (1972), que lo hizo famoso a los treinta años. Es como si en el valle del Cauca, de donde vienen los tres, todo sucediera violentamente, como en las pesadillas.

Coda/Coba

Escribo esta continuación unos días después. Le he puesto coda/coba, porque en términos musicales se refiere al final de una composición. Pero porque en términos lingüísticos trata sobre un lenguaje específico: como ese que describía Viscarra, la coba de los marginados o marginales. Lo que sucede es que ocuparse de un problema de lenguaje, como el de los géneros literarios –el cuento, la poesía, la novela– resulta esencial para cualquier escritor-artista. Para los profesionales o los científicos o los políticos puede resultar intrascendente la coba, o el género. Pero yo creo que para los artistas es todo: Hölderlin decía que la vida es la búsqueda de la forma. Ergo, el arte lo mismo. Pura forma. Pura coba.

Antes de escribir me puse a leer un ensayo de Horacio Castellanos Moya sobre la novela corta, publicado en Iowa Literaria. Tras un arranque erudito, en el que revisa las reflexiones sobre el cuento, la novella (o novela corta) y la novela Castellanos Moya llega a cierta conclusión: la novela corta se encuentra sometida a la economía expresiva, a la intensidad; responde a las condiciones materiales en que lleva su vida el escritor. Es, como la vida en Latinoamérica, un escrito improvisado, sin ambición del futuro.

Leyendo al autor salvadoreño me he puesto a pensar en la dura brevedad de Viscarra; en ese olímpico gesto de prisa que llevan Villoro, González, el mismo Bolaño. Me he puesto a pensar también, un poco maliciosamente, que la poesía –sobre todo la lírica– es un género masturbatorio por excelencia. El cuento es como un asalto en la calle, o como el comercio sexual con una puta o con una desconocida. La novela corta algo tiene de los encuentros de toda una noche con una novia o con una amante –encuentros que pueden extenderse dos o tres noches, según sea el caso que los novios estén de viaje en la playa o que el marido o la mujer estén de viaje de trabajo.

Pero la novela es indiscutiblemente como tener trabajo fijo o estar casado, por lo tanto, dura años, y uno se aburre leyéndola, y se presta para retratar un fresco de época –es decir, una familia– o para tener tramas, subtramas –es decir, hijos, primos, nietos, amigos. Lo que sucede finalmente es que, por lo general, en América Latina, hay muy pocos burgueses: la clase que puede escribir y leer novelas, como Javier Marías, que se refería al matrimonio como una institución narrativa. Hay muy poca gente que puede tener trabajo fijo, familia, casa, carro, perro, etc. Es decir, hay muy poco tiempo. Todo debe ser más rápido: ya se hizo de día. Tengo otras cosas que hacer.

Regreso un minuto después. Se me ocurrió algo más: el título de mi próxima novela, América venérea, o América sifilítica.