El día discurre con la agitación cotidiana del entorno familiar. El padre y la madre tienen pendientes, y su hijo está inquieto, con ese impulso infantil curioso que raya en la impertinencia dentro el mundo de los adultos. Por eso deciden dejarlo jugar en la sala un rato. No se dan cuenta, sin embargo, que lo han dejado sin juguetes: el niño de siete años está solo en la sala, sentado en el tapete artesanal que llegó a la familia como un regalo de la abuela materna y que ha pasado de generación en generación. Es una obra azerí tradicional: gigantesca, de colores vivos y patrones que tienden al infinito. El niño está solo, sentado sobre esa reliquia familiar. Está solo, y lo que es peor: está aburrido.

El niño juega. Obedece a ese estímulo inquieto y recorre con los dedos los caminos que le marcan los patrones de la alfombra milenaria. Se encuentra con callejones sin salida, con sombras y haces de luz en los matices vibrantes. Centellan ante sus ojos, se enredan, bailan… Y de pronto, en ese bullicio de tonalidades armónicas, decide ir por un par de tijeras y cortar la alfombra por la mitad. La hace jirones, rompe la simetría matemática de los patrones, cambia el curso de los hilos, logra que el cauce de la composición tome un rumbo distinto. Entonces, se escucha el grito horrorizado de la madre, que acaba de entrar a la sala y no puede creer que el regalo que le había hecho su madre hacía tantos años esté hecho pedazos.

A partir de esta epifanía infantil, Faig Ahmed decidió que destrozar patrones sería el eje rector de su propuesta artística. Sin embargo, entendió bien que no llegaría muy lejos si nada más intervenía las alfombras de su casa. En lugar de eso, transfirió sus impulsos creativos al arte tradicional de Azerbaiyán, su país de origen, para generar un hilo conductor presente en su obra que rompiese con la experiencia de la realidad del espectador: una intervención necesaria que lo sacara de su zona de confort para experimentar la realidad desde un punto de vista más comprometedor, menos cotidiano y más sensible al cambio.

Esto debería resultar natural, dado el período de migración que vivió durante sus primeros años. Después de mudarse varias veces de ciudad durante los años 90 —pues la Unión Soviética se había desintegrado y la estabilidad de los países aledaños era más bien nula— logró regresar a Baku, su ciudad natal, para formarse como artista en el departamento escultórico de la Academia Estatal de Bellas Artes de su país. Fue ahí donde por fin pudo consolidar un tema recurrente en su obra: el caos, en referencia constante a la intervención de lo establecido para generar algo nuevo, sorpresivo y coherente en su propia naturaleza explosiva.

Faig Ahmed encontró un campo fértil para su desarrollo artístico en la escultura de instalación, no solo porque iba muy bien con la naturaleza de sus alfombras masivas, sino porque responde aún hoy a ese carácter inmediato que define a la escultura monumental contemporánea: ya no se trata solo de ver un mármol desnudo, como podría ser el caso del estilo severo de la Grecia Clásica, sino de interactuar con la obra a nivel físico, de sentirla y permitirle que cambie, aunque sea por un instante, la forma en la que el espectador experimenta la realidad. Es un juego en el que el artista ofrece una pieza y el público la completa con su sentir particular, con su propia experiencia.

De la misma manera, Ahmed logra introducir la magnificencia de las artesanías azerís en la cultura popular: las modifica y las hace contemporáneas, a pesar del flujo histórico milenario que cargan consigo. Es así como logra que un patrón intricado de una alfombra se quiebre en pixeles, se derrita en la pared, como cera que cae, o se corra como tinta derramada. Los motivos geométricos de su cultura madre se quiebran para fundirse en el extremo más reciente del contingente histórico y logran ser experienciales, inmediatos, actuales.

No es casualidad que las alfombras de Faig Ahmed introduzcan al público en una especie de trance religioso. La base original que sostiene al arte islámico, en especial en lo que respecta a su expresión textil, es la conexión de los elementos terrenales con la divinidad. La intencionalidad de los patrones geométricos intricados y los motivos vegetales presentes en las alfombras musulmanas apunta a transportar al individuo hacia esencias sutiles que lo hagan tocar fibras más elevadas. Faig Ahmed retoma esta característica del arte de su país y la empalma con las necesidades del espectador contemporáneo.

Además del carácter religioso que el artista alcanza, es interesante que los espectadores actuales encuentren en él la reunión del pasado con el presente más inmediato. La generación millennial ve en la obra de Ahmed eso que tanto añora: una experiencia que los obligue a sentir la inmediatez, a experimentarla y a hacer de una experiencia del exterior algo propio. En este caso, la integración de la cultura de Azerbaiyán más sustancial, que se expresa en el uso recurrente de alfombras típicas, con el contexto contemporáneo: aquel que busca una realidad alterada, aumentada, intervenida. Eso es lo que Faig Ahmed intenta. No solo conmover al público al llegar a los estratos más profundos de su espíritu, sino también moverle el piso al cambiar los elementos tradicionales de una cultura ya establecida para generar un impacto en su entendimiento del tiempo: el pasado que se hace presente a través de alfombras echas pixeles, jirones, telas que se derriten con lentitud.

Más allá del impacto que genere en las generaciones nuevas, el arte de Faig Ahmed se involucra también con temas de actualidad política y social. Recuerda el flujo constante de personas que no encuentran en su país un lugar estable para desarrollarse, y tienen que dejar su tierra madre para buscar mejores posibilidades en el extranjero. Los movimientos migratorios tan importantes que marcan nuestra época pueden dilucidarse también en las alfombras de este artista: es un constante revenir al origen, un constante regresar a las esencias originarias de los países islámicos, a su expresión artística y a su experiencia espiritual. Se encuentra una marca melancólica en el discurrir caótico y vivaz de los patrones geométricos y vegetales que interviene. La manera en la que Ahmed retoma estos motivos azerís remite al espectador a ese poder expresivo de los textiles islámicos, que el terror por Medio Oriente se ha encargado de diluir.

Es por esto que su obra resulta tan asequible al público: es comprometedora, conmovedora y cosmopolita en su carácter visual y sensitivo. No se reduce a una mera reinterpretación de la artesanía islámica, sino que de un verdadero entendimiento del trasfondo espiritual que ésta carga consigo. Además, el trabajo de este artista va más allá de cortar tapetes y volverlos a pegar: con la creciente aceptación que ha obtenido, se atrevió a llevar el juego visual a otro nivel, al punto en que ensaya ilusiones ópticas con programas virtuales para luego transferirlos al material tridimensional.

Faig Ahmed empuja los límites experienciales del arte de instalación hacia horizontes menos tangibles y más universales. Ve la simetría en el caos, y encuentra una ventana expiatoria en los patrones artesanales de su cultura. Tal vez deberíamos permitir que los niños jueguen más a menudo con tijeras.