Todos tenemos alguna experiencia sobre un sentimiento, que nos invade de vez en cuando, que lo que decimos y hacemos ha sido dicho y hecho antes, en un tiempo remoto, de haber estado rodeados, hace siglos, por los mismos rostros, objetos y circunstancias.

(Charles Dickens)

Cuando niño, estaba perplejo por esta cosa de estar vivo y aterrorizado de perderla con la muerte. Para explicar este fenómeno, en mi escuela católica, en la clase de catecismo, me hablaron de Adán y Eva y de un Dios que los hizo de barro, y que se enojaba cuando lo desobedecían. El catecismo no calmó mis preocupaciones, sobre por qué uno está vivo, esperando que venga la muerte. Solo me proporcionaba pautas para no hacer enojar al creador de todo.

«¿Por qué hay cosas en lugar de nada?» fue la primera línea del libro de Martin Heidegger Introducción a la metafísica, que capturó mi atención en mi primer año de universidad. Sí, ¿por qué? Preguntaba entonces angustiado, después de haber abandonado por completo las respuestas prefabricadas que me proporcionaba la escuela católica. Considerándome entonces un ateo en toda regla.

Abracé la cosmovisión materialista científica, en la que la energía, las partículas, los átomos y las moléculas, la materia del universo, se combinaban y recombinaban por casualidad y serendipia, y daban lugar a la evolución, la vida, los seres humanos, los comportamientos y la mente. La vida era solo un resultado casual de un Big Bang, y el Big Bang siempre estaba ocurriendo. Pero entonces, ¿de dónde vino el material original y por qué? ¿Siempre estuvo ahí? ¿Pero por qué? Las preguntas persistían de manera obstinada en mi mente.

Leí el Fenómeno del hombre, de Teilhard de Chardin, porque me dijeron que este había sido criticado tanto por los eruditos católicos, como por los científicos y que su publicación había sido suprimida durante muchos años. Nada más tentador que leer lo prohibido. Ahí encontré esta poderosa cita: «De la célula al animal pensante, como del átomo a la célula, existe un solo proceso (una ignición o concentración psíquica) que continúa sin interrupción y siempre en la misma dirección».

Cuando leí esto, mi consciencia se desvió hacia los fragmentos del tiempo. Los innumerables momentos de interacción con el mundo externo que uno tiene, y cuyos destellos se reflejan y sintetizan en nuestro mundo interno, a través del punto de vista del «yo», que interpreta de alguna manera esa cosa llamada vida.

Sí, esa interminable procesión, de conversaciones, miradas, deseos, abrazos, risas, argumentaciones, miedos, dolores, ternura y asombro. Articuladas en conciertos de palabras, atracciones eróticas, ráfagas sutiles, tristezas, nostalgias, y alegrías indescriptibles. Y también esos momentos cuando uno está solo, y no conversa con nadie, ni siquiera verbaliza con uno mismo, donde a veces surgen revelaciones. Y los miedos y hábitos, tan profundamente arraigados, que uno no puede simplemente borrarlos, y donde uno tiene que suplicar misericordia para confrontarlos.

En la vida son muchas las personas y seres que conocemos, los que tocamos y extrañamos, y los que queremos que ya se vayan. Y muchos más que solo vemos a la distancia, como estrellas fugaces, pasando de forma anónima. Sí, todos esos otros actores en el escenario que nos ayudan a definir nuestra obra.

Pero sí hay un instrumento musical particular que cada uno toca en este concierto eterno. Historias únicas que nos contamos, cuentos, creencias y teorías. Esta mente, este ego, estas construcciones de conciencia que compartimos tan diversas. La variedad del universo, la substancia de esta materia-energía según percibida por los sentidos y racionalizada por el pensamiento. Los sentimientos puestos en movimiento por la belleza, las pasiones de nuestra interacción con los demás, el reclamar y poseer, mezclados con la libertad y la bendición de dar sin saberlo, y la gracia que cae desprevenidamente sobre nuestras vidas, y cambia nuestro camino.

Hay tantas sutilezas que no se pueden explicar, porque no hay un modelo que dé cabida a todas las variantes infinitas, ni a través de procesos de pensamiento, ni métodos científicos, ni modelos matemáticos, ni tampoco de dogmas y sistemas de creencias. Un modelo que integre plenamente la experiencia de vivir, con la realidad de ser. Esas vibraciones infinitamente diversas de todo, percibidas a través de la consciencia, que parecen manifestarse en todas partes y estar aprisionadas en ti y en mí al mismo tiempo.

Sin embargo, de alguna manera, en lo más profundo de nuestro ser, más allá de este yo, hay una consciencia contenida en semilla, viejos registros archivados a través de una larga caminata de ninguna parte a ninguna parte, es decir, en todas partes, con la cual uno se conecta a veces. Más allá del tiempo. Y entonces, amanece como una mañana, que dura cualquier momento desde un nanosegundo hasta una eternidad, en un espacio que no existe, y nos revela el Ser siendo Ser.

El tiempo es el espacio entre imaginaciones, la narración inevitable, que nos hace. Una historia que se teje en un tapiz de infinito, que celebra la unicidad, a medida que fluye a través de cada uno, con la singularidad de muchos. Una historia de amor, un romance tan divino, que cada día hace, al Eterno, explotar en una diversidad siempre cambiante. Convertirse en aventura, obstáculo, deseo. Un fuego inextinguible que se auto consume, un fluir de amor que se persigue a sí mismo, en un juego donde se busca se, pierde y se encuentra a sí mismo.

Recuerdo un atardecer extraordinario, cuando caminaba bajo esta influencia. Sentí y vi sin ver, el desdoblamiento de mí mismo. De ser una masa agregada compacta hasta una forma que caminaba, tomando diferentes giros hasta llegar a caminar erguido. Me di cuenta de lo mucho que había caminado, dentro de esta entidad que considero mía, más allá de mi nombre y personalidad actuales. Era solo una gota, un alma, una esencia, un número de serie, que asumía diferentes formas mientras adquiría consciencia de sí misma.

Todo se percibía como un continuo, pero el perceptor y el continuo eran uno en esencia. Había una sensación de abarcar y serlo todo mientras se colapsaban imaginariamente formas transitorias, que florecían como flores de fantasía en un jardín mágico, como escenas de películas en una pantalla. Y nada era realmente real, excepto el continuo no dimensional, que se sentía simultáneamente gota y océano. Todos los acontecimientos, sin importar cuán trágicos o dichosos fueran, eran solo escenas transitorias, de un todo sereno y siempre sereno, imperturbable y autorrealizado.

Este sentimiento unificado lo envolvía todo, se derramaba por todas partes, y convergía desde todas partes, hasta el punto en que uno se encontraba. Era como un abrazo profundo con los propios brazos de uno, ya que cualquier otra forma y punto sensible formaban parte de ese continuo de uno mismo.

Entonces recordé que también en un día cualquiera, el sentimiento unificado se asomaba por todo y desde todos, pero de una manera ordinaria. Que la gente sonreía profundamente, la brisa soplaba en caricias, la luz iluminaba los espacios, los pájaros burbujeaban en el canto, las plantas brotaban en su crecimiento, las mascotas te miraban a los ojos, con ojos que despertaban la magia silenciosa de la vida. Sí, la belleza, generalmente oculta por la mente, se hace disponible dentro del contexto cotidiano, como siempre. Pero ahora podíamos ver el continuo disfrazado en su sueño.

Todos estos pensamientos pasaban por mi mente mientras esperaba una conexión aérea retrasada debido al mal tiempo, hacia la ciudad de Mumbai (entonces todavía Bombay), en el aeropuerto de Schiphol en Ámsterdam. Era en tiempos de antes cuando no había mensajes de texto ni teléfonos celulares, o computadoras portátiles, y era una larga espera. Así que hice todas las compras libres de impuestos y me senté en la salida, a esperar que anunciaran la partida del vuelo. Mi mente se desvió de alguna manera, a la primera vez que leí sobre la reencarnación, en un artículo en el Miami Herald.

Se trataba de la experiencia de un soldado británico, que después de regresar de la Segunda Guerra Mundial, sufriendo de lo que ahora se conoce como trastorno de estrés postraumático, se guardó para sí mismo los recuerdos que tenía de la guerra, mientras se reintegraba a la vida normal en Gran Bretaña. Se casó a finales de la década de 1950 y tuvo un hijo al que quería mucho. A principios de los años 60, cuando su hijo tendría ya unos seis o siete años, él y su esposa decidieron ir con su hijo, a visitar el sur de Francia, donde había estado desplegado durante la guerra. Fue un momento profundo para él, estar de regreso. Sobre todo, porque nunca le había contado nada a su familia, ni a su esposa sobre la guerra.

El artículo narraba que, al cruzar una determinada zona de la región, el hijo que estaba sentado en el asiento trasero de repente dijo: «Papá, papá, ¿es aquí donde mataste al soldado alemán?». El hombre, según el artículo, quedo atónito por la pregunta de su hijo y abrumado por la emoción.

Después de regresar a Inglaterra, ante la insistencia de su esposa, que era psicóloga, llevaron al hijo a un hipnotista que hacía regresiones a vidas pasadas. El niño, bajo hipnosis, comenzó en algún momento a hablar en alemán fluido, describiendo su combate en Francia, y en un momento dijo: «me rindo, estoy desarmado, no dispares por favor, y gritó...».

Este artículo me impresionó. Hasta ese momento de leer el artículo, alrededor de 1969, yo nunca había pensado realmente en la reencarnación, ni en nada espiritual, ya que tenía una visión materialista del mundo basada en mis estudios científicos, y descartaba todas estas nociones como superstición. Pero sí pensé en la justicia poética que implicaba esa historia que apareció en el periódico. Mató a un ser humano, ahora tenía que criarlo con amor. Había más lógica y justicia aquí, que en el modelo de infierno-cielo del catecismo.

Para esos momentos en el aeropuerto de Ámsterdam, varios años después haber leído ese artículo, y habiendo hecho otras muchas lecturas, ya yo había aceptado como plausible la teoría de la reencarnación, al igual que había aceptado la teoría de la relatividad. De hecho, estaba camino a la India para visitar a algunos discípulos de Meher Baba, quien había proporcionado explicaciones sobre este y otros temas espirituales en lenguaje moderno.

Todos estos pensamientos estaban en mi mente, cuando comencé, en ausencia de telefonía celular o computadoras portátiles, a entablar una conversación con una señora de la India, elegantemente vestida con su sari, que estaba sentada frente a mí, esperando su vuelo también retrasado a otra parte de la India. Había cierta familiaridad en ella, como si la reconociera, pero era la primera vez que la veía.

Hablamos un rato. De alguna manera, terminé contándole la historia de ese artículo que leí mientras estaba en la universidad y comenzamos a hablar sobre la reencarnación. Ella, a diferencia de mí, creció en una cultura en la que esto era parte del conocimiento común.

Fue una conversación encantadora. La señora, madre de tres hijos y doctora en medicina, regresaba de una conferencia en Alemania, y estaba muy bien informada y era muy dulce. Había algo familiar en ella, la sentía como una antigua amiga, no como una extraña, no como alguien que acababa de conocer en la sala de esperas del aeropuerto. Y le compartí ese sentir.

Ella me respondió: «Quién sabe cuántas veces tú y yo, en tantos roles y disfraces diferentes, hemos estado juntos antes, y ahora nos volvemos a encontrar brevemente. Estas personalidades que tenemos son como disfraces que usamos para interpretar los papeles actuales que tenemos que actuar. Esta identidad presente tuya y mía son parte del disfraz».

Reflexioné sobre su respuesta. Y luego llamaron a nuestros respectivos vuelos, así que pensé que lo más probable es que nunca volvería a ver, a esta persona que durante casi una hora se había vuelto tan cercana. Y cuando nos separamos y nos deseábamos buen viaje, le dije: «A propósito, ¿cuál es tu número de serie, es decir, tu identificación real, para que cuando nos encontremos en otra vida, podamos recordar este momento de hoy?». Ella sonrió y siguiendo la broma respondió «es XYZ00000259v123, y estaré encantada de volver a verte».

Los amigos son almas que hemos conocido en otras vidas. Nos sentimos atraídos el uno por el otro. Así es como me siento con respecto a mis amigos. Incluso si solo los conozco desde hace un rato, no importa. No voy a esperar a conocerlos desde por años, porque, de todos modos, debemos habernos conocido en algún lugar antes, ya saben.

(George Harrison)