No recuerdo la fecha exacta, pero debió de ser en primero o en segundo de primaria cuando consulté un diccionario por primera vez. De la misma manera como me ocurre con la literatura, donde Viaje al centro de la Tierra y Drácula fueron las primeras dos novelas que leí, recuerdo muy bien las primeras dos palabras que busqué —«tifón» y «autómata»—, aunque ignoró cuáles fueron todas las que siguieron después. Lo que sí recuerdo es la sensación de pequeñez tras conocer el significado de la primera, seguido de la curiosidad mayor tras conocer el significado de la segunda.

El diccionario en cuestión era uno de esos básicos Larousse, que eran parte de la bibliografía asignada en las escuelas primarias y secundarias de donde yo vivía, allá entre mediados de los ochenta y principios de los noventa. No muy grueso, tampoco demasiado esotérico en sus definiciones, pero sí con las suficientes páginas y letra pequeña para intimidar a un niño. La consulta, recuerdo, fue durante una asignatura de lecturas en horario de clase, y me parece que aún conservo un poco del orgullo que sentí tras haber aprendido de manera intuitiva cómo utilizar aquel libro tan extraño. Como era común en ese entonces (y asumo sigue siendo común, pues hace dos décadas que no consulto uno de esos diccionarios), las últimas páginas estaban cargadas de ilustraciones sobre ciencias físicas y biológicas, maquinaria y figuras históricas. Para alguien ignorante de lo que existía más allá de su familia y su escuela, el diccionario se volvió una suerte de ventana con la cual ver planetas más lejanos a tan diminuto mundo. Pasé horas de mis ratos libres husmeando el significado de toda clase de palabras, aunque sobre la que más me interesaba, «autómata», no supe más. Años más tarde, mi familia adquirió dos enciclopedias. La Británica, con todo el peso de sus más de dos siglos, y la Hispánica, que era algo así como su prima pobre. Mis padres las compraron en un quiosco en un centro comercial, y cada una fue enviada a casa días más tarde, volúmenes y volúmenes que llenaron los espacios de una estantería enorme y necesitada de libros —que no fueran manuales de ingeniería— en el despacho de mi padre. Tal vez los demás en la familia consultaron alguna vez esos volúmenes, lo ignoro, pero yo los recuerdo para mí solo y tan solo para mí. Fueron el substituto lógico a las páginas del humilde diccionario básico Larousse. La manera de conocer los detalles y los aspectos de todo aquello que realmente me interesaba y que era incapaz de encontrar en el currículo de la escuela, o en los catálogos de bibliotecas y librerías. El primer artículo que consulté fue el relacionado a «autómata» —automaton en inglés—, el cual no era demasiado largo, pero sí mucho más extenso y elaborado que la definición encontrada años antes en las páginas del humilde Larousse: un sistema mecánico que imita el aspecto y movimientos del ser humano.

Que pudiera encontrar una historia un poco más detallada sobre aquel asunto me llamó la atención. Mucho más, después de hacer consultas a otras ideas relacionadas al «autómata», por lo que me pareció que entre manos tenía una docena de libros con los que se podría comprender el absoluto de la realidad. ¿Quién estaba detrás de todo esto?

No fue sino hasta otros tantos años después, ya en la escuela secundaria, cuando aprendí la historia detrás del proyecto enciclopédico, que tiene sus raíces en la Historia Natural de Plinio, junto a otros títulos anteriores y posteriores. Comienza a formalizarse allá en el siglo dieciocho, con la Cyclopaedia de Ephraim Chambers de 1728, y toma aspecto definitivo poco después, en 1751, con la maravilla y el desencanto de la Encyclopédie, editada por Denis Diderot. Desencanto, pues Diderot —uno de los principales teóricos detrás del proyecto— la concibió como una respuesta secular a la educación religiosa que él mismo recibió bajo la observancia de los jesuitas. Maravilla, pues se alimentó del sentir de la Ilustración, que por aquellos tiempos prometía una era mucho más humanista, sensata y científica que, de una u otra manera, se ha materializado.

El proyecto enciclopédico se gestó siguiendo la misma estructura alfabética de los diccionarios. La exhaustiva de sus páginas buscaba sintetizar la totalidad del conocimiento humano de manera rigurosa, aunque no por eso difícil de comprender a un lector general, por lo que ya desde sus inicios, las enciclopedias buscaron reunir a un grupo de colaboradores geniales. Gente toda ella no solo experta en sus disciplinas respectivas, sino también habilidosa al momento de comunicarlas, por lo que los autores y editores del artículo referente a «autómata» debían ser expertos en ingeniería mecánica, engranaje, sistemas hidráulicos y de poleas, historia e incluso filosofía y algo de arte. La propia Encyclopédie contaba con artículos firmados por Voltaire, Montesquieu y Rousseau, junto con otros tantos filósofos e ilustrados de los que se habla solo de manera muy superficial en las escuelas, y cuyos nombres rascan algún recuerdo en la memoria de cualquier persona con una noción muy básica de la historia, a pesar del peso que sus biografías tuvieron en el devenir del mundo. El mismo Diderot tuvo a su haber el artículo dedicado a la propia Encyclopédie, donde explicaba y defendía los principios humanísticos y democráticos del proyecto. Humanísticos, pues se pensaba que por medio del conocimiento se gestaría una sociedad más ética y justa. Democráticos, pues se trataba de un proyecto que pretendía ayudar en la educación de cada hombre y mujer a lo largo y ancho de Francia. De preferencia más allá.

El modelo colaborativo de la Encyclopédie fue adoptado por la Británica, que nació en Edimburgo en 1768 y desde inicios del siglo veinte es administrada en los Estados Unidos. Entre sus firmas en las ediciones más modernas están las de algunos presidentes de aquel país. También las de un manojo de premios Nobel, científicos y literatos de todo el mundo. Trotsky escribió ahí. También lo hicieron Einstein, Carl Sagan e Isaac Asimov, quien en sus cuentos y novelas transformó al «autómata» del periodo clásico y renacentista en el «robot» humanoide del futuro, sujeto a leyes éticas. Aunque la enciclopedia Británica comenzó siendo una colección de tan solo tres tomos, con los años creció hasta los 32 tomos abarcados por la decimoquinta edición, que fue la última en ser impresa en 2012, luego de que proyectos más dinámicos como Wikipedia terminaran por desplazarla a un modelo digital, haciendo de ella tan solo un bulto más en el bagaje de datos y datos que se amontonan en Internet.

Datos y datos, pues, a pesar del prestigio que alguna vez tuvo, Británica no es la primera elección para quienes buscan informarse sobre algún asunto. O al menos no, si el primer criterio de búsqueda está en preguntarle al navegador. Casi cualquier tópico que uno se moleste en buscar por medio de Google lleva a Wikipedia como primera o segunda opción, mientras que Británica está a varios lugares por debajo. Algunas veces incluso en la siguiente página o dos, según lo que se busque. Un lugar demasiado lejos de los ojos de quienes hoy en día tienen poca paciencia para lo que no sea inmediato o novedoso, pues es el olor añejo de Británica, ese tufillo que muchos perciben a privilegio rancio e institucionalizado, lo que lo ha relegado a los lugares inferiores de los motores de búsqueda.

Wikipedia, con su apertura a ser ampliada y editada por cualquiera —o al menos esa es la teoría—, ha pasado a ser el repositorio no oficial, y supuestamente democrático, del conocimiento. Al igual que Británica y la Encyclopédie, su apertura es para todos. A diferencia de ellas, uno no tiene que ser de capacidades probadas para participar. «Wikipedia no tiene una estructura formal para determinar si un editor es experto en una materia», informa la propia enciclopedia en su artículo sobre editores expertos. «Tampoco otorga privilegios de usuario basados en experiencia; lo que en verdad importa en Wikipedia es lo que tú haces, no quién eres».

Palabras todas ellas muy nobles y bonitas, de no ser por lo falsas, pues no cualquiera puede participar en la fiesta de Wikipedia, de la misma manera que no cualquiera podía, en aquellos tiempos de papel y bolígrafo, escribir para Británica o la Encyclopédie. En el caso de la primera, era necesario compartir los ideales de una cosmovisión anglosajona del mundo. En el caso de la segunda, una más bien revolucionaria y gala, con un marcado desprecio por cualquier cosa que oliera un poco a religión. Ya desde un principio, como la teorizó Diderot, el proyecto enciclopédico se gestó para informar sobre un solo matiz de los hechos, revestido de absoluto. Un matiz muy bien documentado y argumentado, sí, pero uno solo.

Al igual que esta y otras enciclopedias pasadas, Wikipedia cuenta con un muy marcado sesgo editorial e ideológico, lo cual está muy bien, pues cada uno hace las reglas de su señorío, pero no deja de sentirse deshonesta cuando los datos y los algoritmos modernos se han concretado de tal manera que, sea lo que sea sobre lo que uno tiene curiosidad, lo primero que leerá al respecto será la opinión de un editor cuyos ideales concuerdan con los de la organización. Un ejemplo muy claro es la discrepancia de tono entre las biografías de personajes a la izquierda o la derecha del espectro político, despreciables ambos al final del día, pero uno de ellos estará bajo mejor luz en la tarima de la enciclopedia más consultada de la historia. No solo eso; cualquier tópico que parezca contradecir la opinión presente de los expertos es, por lo general, más bien pobre, escrito de manera que quede desacreditado ante el lector, pues el comité editorial de Wikipedia está más cargado hacia el cientificismo que hacia lo científico. Más enfocado hacia lo que la ciencia «dice» (o peor aún, «cree»), en lugar de lo que la ciencia «conoce hasta el día de hoy». No por nada, en las universidades los alumnos tienen prohibido citar a Wikipedia como fuente.

Ninguno de nosotros estamos libres de prejuicios. Incluso menos quienes gustan jactarse de estarlo. Tomando en cuenta que es muy humano pensarnos siempre en el lado correcto de la historia, y recordando que somos más bien tribales en nuestras alianzas, no hay mucha esperanza en creer que algún día un ser humano escribirá una enciclopedia objetiva al cien por ciento. Incluso aquellas que, en teoría, serán redactadas por supuestas inteligencias artificiales, que suelen producir contenido acorde con las posturas de sus gestores. No hay que ir demasiado lejos: el tan celebrado ChatGPT produce con mucha frecuencia respuestas que reflejan las opiniones políticas de sus programadores. Eso cuando no alucina escenarios, como fue el caso del abogado estadounidense Jonathan Turley, quien fue apuntado por el chatbot como victimario en un falso caso de abuso sexual.

A la falsa información generada por ChatGPT y otras mal llamadas inteligencias artificiales —que no lo son— se le llama «alucinaciones», pues llamarla «mentiras» implicaría que tras el código hay una consciencia y una voluntad por mentir, cosa que no existe, y posiblemente jamás existirá, pero que muchas personas desearían que así fuera. Falsas citas bibliográficas, falsas personas, falsas acusaciones y falsas historias. Productos de la lógica con la que toman, recortan, pegan y regurgitan la información que compone los grandes bancos de datos con las que son entrenadas, que es el grueso de lo que se encuentra en Internet. El próximo paso es tomar, recortar, pegar y regurgitar el contenido creado por ellas mismas, lo que resultará, como ya han advertido algunos, en algo así como la famosa quijada endogámica de los Habsburgo, pero en forma de datos y tal vez incluso más grotesca.

Ahora que todo lo que tenga que ver con contenidos comienza a ser delegado a estos sistemas, no será de extraña que una futura enciclopedia escrita, editada y regentada por una inteligencia artificial, resulte en una alucinación de toda nuestra historia. Una alucinación en la que, en nuestra cada vez más corta memoria, comenzaremos a creer. Algo que no sería muy diferente a pensar que las palabras de amor y aprecio dichas por algunos autómatas son verdaderas, venidas desde el fondo de algún corazón mecánico o de cristal.