Como si de una tragedia griega se tratase, el coro de Medea actúa, por la expresión de sus ojos casi como una reacción de copia y pega, se miran y responden al unísono.

Un personaje colectivo creador de conciencias sin arraigo, saluda al público.
Todos se miran lentamente, intentando pasar desapercibidos. Imitando los gestos de los demás, eso sí, hasta que el líder da la señal, nadie murmura.
Se mimetizan los gestos, a la señal, todos corren en la misma dirección, exclaman al mismo tiempo, caras de asombro, se genera máxima expectación. A lo lejos una sombra se desliza, quiere salir del coro, mira hacia otro lado.

La pena se paga cara. La osadía merece pena. Nadie se sale de la manada.
El líder pone las pautas a seguir.
La falacia de apelación a la multitud apremia y premia a los más obedientes y castiga a los resilientes. Impera el silencio.
El corifeo aparece a lo lejos, camina con sigilo y, sin embargo, es suficiente. Una mirada bastará.

La agrupación natural, naturalmente, desagrupa a los que se salen del rebaño. El desacato se condena. Sólo el corifeo erige pensamientos, premeditados, que se forjan en cadena. Todos siguen las mismas pautas, pasan las mismas fases, necesitan creer en un Dios. Quién no tiene luz necesita a alguien que lo ilumine. Quien no cree en sí mismo, necesita unirse al coro de Medea pues sólo en grupo tendrá sentido su existencia.

Mínimamente aceptable para su entorno, planea hacerse grande unido a su grupo de referencia. Siempre cauto, la virtud se nubla ante tu presencia, esa que anula su esencia, si es que algún día la tuvo.
El efecto dominó llega su puerta. Se siente poderoso, todos van al mismo sitio. Siguen el mismo cauce. Arrastra la corriente hasta el abismo infinito de la conciencia colectiva. El pensamiento individual se anula porque no tiene cabida en una sociedad de copia y pega, donde las ideas se compran a precio de mercado. Donde la autenticidad se anula por el miedo de los mediocres.

El miedo de lo mediocre,
la mediocridad del miedo,
creo en la incredulidad del credo,
en el duelo del hielo
al tocar el suelo.
En el suelo del pobre
que aguanta el hielo.
Que calienta las mentes
de los que no sienten:
si mientes no hay simientes.
Del que alerta su presencia,
la presencia que no cesa
porque no pesa su esencia.
Del sonido tenue de los árboles
un guiño de alabanza.
De la mirada tímida de un niño
la esperanza.
Penetrante el vacío,
entra dentro
como el hielo,
tan frío.

Y en esa lucha de egos,
aliciente de alma vacías,
no necesitó ya demostrase nada a sí mismo.
Comprendió que en medio de la batalla campal,
mejor pasar desapercibido
para ver si así el ego obviaba su animada presencia
sin atisbos de otra cosa que conciencia y pureza.

Al fondo, el arbitraje se medía con escollos y a empujones,
Y, sin ninguno cedía, o la presencia de un alma pura habitaba,
era el ego quien decidía a última instancia.
Descubrió que, caminar sin ruido,
era la única clave para la salvación y el éxito
en un mundo dónde la unidad de medida
era la inconsciencia humana.

Consciente de una humana presencia,
el mediador se planteaba la eterna pregunta de la supervivencia
en un mundo dónde los números habitaban ya
los recónditos lugares que un día se llamaban alma.
Hermes planeaba su estrategia
mientras Astrea observaba su jugada sin subterfugios.
Tan sólo observaba
aunque consciente de que Hermes ya ganó la batalla.
La osadía sigue siendo osada y la pureza, pura,
después de todo.