Más allá de nuestras ideas de lo que está bien o mal hay un lugar. Encontrémonos ahí…

(Yalal ad-Din Rumi)

Es asombroso que nos hayamos encontrado, mientras caminamos estos rumbos turbulentos de existencia donde caminamos solos, en este paradero desconocido, plagado de tanto pensamiento y distracción. Es asombroso que hayamos podido intercambiar la dicha de estar, el sueño de ser y los amores perdidos.

El haber podido mirarnos, aunque fuera de soslayo, cada quien en su baile, y el haber podido ser capaces de entrar en el salón del perdón. Capaces de extraer, a veces, agua bendita del entendimiento mutuo, de nuestros pozos profundos del alma. Gente como nosotros, que nos estrellamos al nacer, inevitablemente, en sitios tan diversos, con los corazones incendiados y ávidos de saber.

Yo me postro ante el silencio que vive en tu corazón, y ante tu increíble alma.

La verdadera vida es sobre eso. Sobre compartir el amor. Es únicamente, cuando nacen las palabras, desde ese punto de partida cuando decimos «yo sé», que todo se complica y terminamos enredados en una madeja sofocante. Y cada uno, entonces, trata de describir los patrones del ovillo y discutimos arduamente sobre esta forma o aquella, y nos olvidamos de que hay un solo hilo, entrelazando nuestros corazones.

Pero hay una hermosa canción de amanecer que todos oímos sin querer. Y corremos a encontrarnos en el alba. Como mariposas nocturnas volamos hacia la luz, sin saber por qué. Y nos encontramos, cada uno con nuestros sueños y nuestras flaquezas, y sonreímos y bailamos y refunfuñamos como niños en feria.

De momento tú y yo nos conocemos, y nuestras vidas se cruzan. Y sabemos entonces que no estamos tan solos. Sentimos que el amor, no es sólo para los «cercanos» —los parientes y amigos hasta entonces cultivados— porque ahora se derrama entre nosotros, absolutos extraños. Florece entonces una nueva vida, de risa, de imaginación compartida, de soñar un mundo mejor, con diferencias, argumentos y perdón, como suele suceder, entre aquellos que son muy cercanos.

Y así, de momento, binomios improbables de gentes comparten lo profundo, al conocerse de paso. Y vienen de todas partes, del Caribe, Europa, México, Costa Rica, Japón, Congo, Estados Unidos, India, Israel, Australia, China y de cualquier parte. Pero el origen no importa. Porque todos reconocen la canción antigua que se escucha adentro, llamando a los niños de nuevo a la feria en el parque, a la fiesta de volver a ser verdaderamente humanos, a ser de nuevo.

Sí, nos separan las palabras, pero nos acerca el silencio que crece dentro de nosotros.

En lo profundo, el vibrar incesante de la existencia, reverbera en cada átomo, en cada ser. Esta canción antigua de siempre hace eco consigo misma, rebotando contra las infinitas superficies y laberintos de su imaginación y todo canta maravillado, ante la exuberancia de la hermosura sin par del firmamento. Y los planetas, los cometas, los soles irrumpen en una sinfonía galáctica ensordecedora, zumbando felicidad.

Cantan los electrones y todas sus familias, saltando orbitales en conciertos infinitesimales de energía. Canta la vida en formas y colores, en instintos y alientos, graznan los gansos, trinan los pájaros, las bestias rugen, aúllan los lobos a la luna en las praderas y cantan mujeres y hombres, en palabras, tonadas, poemas, explicaciones, descripciones, matemáticas, amores y anhelos.

Hablan, cantan hablando, piensan cantando, sueñan cantando, canciones que son eco de la primera canción. Y vamos cantando, danzando, sin saber que nuestro ritmo de palabras y movimiento es el reflejo de aquella antigua primera canción, que cantó la existencia, en celebración del ser sentido. Cataratas de sonidos, emitidos en calor y forma, en perturbación de onda, alabando el milagro de ser y la dicha de conocer, de saber que somos canción de hormiga y ruiseñor, de planeta y de volcán.

Canción de palabras, articuladas para celebrar el silencio. Palabras, formas, bailes rítmicos para canalizar las explosiones cósmicas, que salen de nuestras almas, a través de alegrías, danzas, risas y alabanzas, en nuestros juegos. Cuando sepamos quienes somos, dejaremos de hablar, nos tomaremos de la mano, como niños en rondas y cantaremos enloquecidos por la dicha.

Cuando seamos humildes, cantaremos de nuevo la canción, como los pájaros y la brisa, cantaremos en armonía con el silencio y estaremos en comunión con el asombroso y frágil estruendo de la inocencia y la unicidad de toda la vida. Cuando seamos humildes, callarán nuestras palabras, aunque hablemos, y tendrán sentido y tendrán que ver con el amor, la canción antigua de siempre.

Entonces nos vimos,
y nos caímos por los ojos de los otros,
contrahechos de tantas pinceladas,
y nos ahogamos en la música de nuestras voces,
recordando la dicha de una sonrisa florecida.
Y dejamos de pensar,
las palabras se congelaron
en un punto de calma.
Y permanecimos embelesados,
en espacios interiores encantados,
reflejando ternuras de luz de luna.