Tengo frente a mí un hermoso paisaje: el pueblo de Choachi con sus cúpulas que se alzan a la distancia; una montaña verde y cultivada y al fondo, el páramo de Chingaza que alimenta con agua a Bogotá.

Estoy en un lugar en medio de la nada, donde solo puedo divisar casas a la lejanía y una carpa que ha sido mi casa durante dos semanas. Una habitación compartida con incontables hormigas y grandes arañas. Un hogar con paredes de tela, piso de paja y al que solo puedo llegar después de una larga caminata.

Son cuatro islas: la entrada, con su cocina y habitaciones compartidas; los refugios destinados a turistas –esos que sí tienen paredes en lugar de tela, un baño y madera– mi estación de trabajo, más conocida como la casa de las arañas o para los administradores: hogar del espíritu creador, y mi carpa.

Tres comidas y alojamiento, decía la descripción del lugar en la aplicación de viajes con voluntariado. No especificaba un centenar de verduras sin nombre que no sé cómo preparar y el resto de alimentos hasta que se acaben entre desayunos para los huéspedes y sean repuestos con fortuna el siguiente fin de semana o nunca.

Entre semana es prácticamente mi lugar. Una rutina que inicia con una carrera por llegar al baño, ubicado en la segunda isla. Cinco horas frente a una computadora, lo que no me permite precisamente conectar con la naturaleza, una lucha contra la hornilla industrial que se rehúsa a funcionar y otra carrera de vuelta a la cama –si es que puede llamarse cama a un colchón bajo una carpa– para evitar a las arañas.

Tengo la inmensidad de una finca a mi disposición, pero me persigue el ritmo de la ciudad, la premura de una vida que debo alcanzar y eso no se logra precisamente con un voluntariado en medio de la montaña.

Trabajo como estoy acostumbrada, no tengo problema en hacerlo, tampoco me canso de divisar árboles y huertos de los que no he tomado más que una guayaba, pero dentro de toda esta inmensidad, hay algo que no encaja. ¿Podría ser demasiada naturaleza? Un cúmulo de plantas que no te acercan a la ciudad, más allá de divisar las casas lejanas que corresponden más a fábricas o florícolas que a viviendas.

Aquí hay pufs y hamacas para descansar, pero encuentro más tranquilidad y conexión con la naturaleza al estar acostada en el pasto en un parque al norte de Bogotá. Nunca pensé que necesitaría un descanso de la naturaleza… tal vez en otras condiciones, en una habitación confortable, protegida por el cemento o la madera, quizá con esas comodidades que uno da por sentadas en la vida citadina. Una casa grande o pequeña, pero libre de insectos; con luz eléctrica, la facilidad de dar unos pasos y llegar a la cocina o al baño en lugar de escalar una colina para llegar a cualquier lugar.

Tengo un huerto de limones a mis pies, no los tomo. Tampoco completo mi trabajo con entusiasmo. No estoy segura de qué propósito cumplo en este ecosistema extraño. Flecha, la perrita blanca con negro, sin duda es la mejor exploradora y aventurera, perfecta para las cámaras. Pachamama representa la calma y la ferocidad de la Madre Tierra cada vez que atrapa un insecto entre sus patas y lo devora con pleitesía. Sus maullidos reclaman atención, especialmente a la hora de la comida. Fortunato no está convencido de su fortuna y prefiere emplear sus patas cortas para escapar debajo de la reja ante la mínima oportunidad.

Los dueños del negocio casi no aparecen. Quizá también se han cansado de su modo de vida tan natural. La esposa trabaja en una oficina en el pueblo para no quedar atrapada entre las plantas, y él prefiere dar órdenes y salir con turistas, hablar con los vecinos, negociar, todo lo necesario para no escuchar las órdenes de su reina.

Me pregunto si alguien lo tolera. Ellos huyen de su casa, abandonan su oficina y resultan ser más socios de un emprendimiento que una pareja. Ir y volver sin una fecha fija. ¿Se trata de explorar o de escapar? ¿Quién elegiría voluntariamente pasar en una carpa compartida durante toda la pandemia? Ocho años y contando, pero no se piensan quedar acá.

Quizá nadie está precisamente satisfecho en este lugar, al menos no cuando es arrebatado de su temporalidad. Los turistas son felices, sin duda. Tienen luz eléctrica que alumbra su estancia y todas las comodidades al alcance de su mano, a cambio de pagar más o simplemente pagar. Si tomas un chocolate, lo tendrás que pagar; para usar la cocina, trae tus ingredientes; para salir a caminar, adquiere nuestros paquetes. Después de todo, no puedes escapar de un mundo capitalista aunque vivas en la naturaleza, ¿o sí?

Puede que la solución esté en encargar esa pizarra olvidada de actividades en redes sociales a una voluntaria, así como la lista interminable de cosas por arreglar en la finca, con el título de mantenimiento/voluntario. Mientras tanto, la carpa se llena de nidos de criaturas desconocidas y pone en práctica el principio de entropía. Las termitas hacen festín con la madera, los caminos se caen, se rompe la escalera y cada ángulo y esquina se llena de arañas. Todo empieza a fallar.

De vez en cuando, en medio de la noche, una cabra se queja de su existencia, al ritmo del chillido de los murciélagos que se estrellan contra mi carpa y que, entre sueños, imagino entrar para atacarme sin escapatoria.

No todo es tan malo, están las personas que vienen a trabajar por el mejor sueldo del lugar, cumpliendo un sinfín de actividades no establecidas en su rol, pero así funcionan los negocios pequeños, ¿no? Un halcón acompaña el vuelo de mis pensamientos, lo sigue una mariposa amarilla y los limones verdes que esperan para convertirse en limonada.

Limones, quizá es lo que más abunda después de las arañas. No la leche, ni el queso, ni el pan. Tampoco el yogurt que desaparece ante la circunstancia más inesperada, mucho menos la carne que no llega a este lugar. Ni las chocolatinas con sobreprecio que vienen a robar los perros de los vecinos, pero en realidad, son los trabajadores de la finca.

Es un entorno tan pacífico y lleno de vida, que el mejor impulso es escapar. Tomar tus maletas, subir y bajar una montaña que te lleve a la carretera más cercana y esperar el bus a Bogotá. Si tienes suerte, un carro disminuirá el suplicio de la caminata. Pero si tienes la desfortuna de tener que regresar y ha caído la noche, tu única alternativa para no caminar por la oscuridad es tomar una chiva de veinte minutos que vale lo mismo que un pasaje de una hora y media a Bogotá.

Hay que admitir que es una experiencia y una aventura: cosas que pasan en el campo. Actividades de personas atrapadas que no tienen otra alternativa más que trabajar acá, mientras son vigiladas por un sistema de cámaras. Si rompes algo, lo pagas; si no apagas la luz, lo pagas; si fallas en el cálculo de la cuenta, lo pagas. Personas que tienen una vida ya precaria, trabajando por un sueldo bajo, pero que aún así resulta más alto que los del pueblo. Horas extras sin paga, tareas absurdas como barrer las hojas de un camino de piedras sin rechistar.

Yo cuento las horas para salir, pero ellos cuentan las migajas de pan que se consumen en cada hora de trabajo o actividad. Presentación de resultados, tomar más buses de los que puedo recordar y volver a una casa que no es mía, ni es mi ciudad, pero al menos está mejor conectada que esta carpa.

Nunca pensé que tendría demasiada naturaleza, pero quizá la hipocresía de vivir en armonía con la naturaleza en un sistema capitalista tiene más coherencia si la recibimos en pequeñas dosis, dentro de nuestras casas de cemento, en la ciudad.