Al guardameta de la selección argentina campeona del mundo, Emiliano Martínez, le pidieron que dijera algo acerca de cómo había conseguido semejante performance profesional, siendo que había sido un factor fundamental para el triunfo de su equipo. Y Martínez comentó que había aprendido no de otros buenos arqueros sino de los mejores delanteros que le habían propinado todo tipo de pelotazos. La respuesta, que se perdió entre los múltiples reportajes que circularon por meses en todo el mundo, encierra una interesante observación: él era portero no por otros porteros sino por sus complementarios: los jugadores del equipo contrario. Modesta e imperceptiblemente, Martínez había llevado adelante dos procesos mentales fundamentales: había reflexionado ecológicamente y reaccionado poéticamente ante la necesidad de complementar sus procesos mentales en relación a los procesos mentales de los demás... periodistas en este caso.

Nada es por sí mismo, lo que significa que todo es por otra cosa. Como dijera Bradford Keeney: no existen las cosas sino las relaciones entre las cosas. Este enunciado es paradójico y por lo mismo, difícil de encarar lógicamente, y se puede resolver con cierta facilidad si se reconoce que no tenemos más remedio que pensar en términos de cosas pero que tales «cosas» merecen encomillarse.

Se puede aceptar que es posible tener un número infinito de sistemas de representaciones para presentar y representar los hechos en la realidad, pero a la vez estamos atados a los conceptos, ya que cualquier representación teórica presupone un marco conceptual que implica un principio constructivo en el que opera la lógica explicativa desde el entorno. Si hemos de aceptar un relativismo conceptual, en el sentido kantiano (de que es el sujeto el centro de gravedad de la relación ecológica del conocimiento), los principios constructivos también se rompen: son relativos a cada sujeto y a sus circunstancias ambientales, naturales, psicológicas, sociales y culturales. Todo sentido que tenga una «cosa» lo tendrá en un marco teórico específico: por fuera de él, la «cosa» pierde su carga significativa. Y es así como empiezan a proliferar nombres de teorías acerca de la comunicación las que, más que teorías, son modelos conceptuales. Es que, así como a través de nuestra lengua no podemos saber qué gusto tiene ella misma, los teóricos no alcanzan a ver que, como ya dijimos en otra parte, se puede conocer algo, pero no conocer el conocimiento que conoce.

Desde mediados del siglo XX se está abandonando el reino de la cosa y ésta se nos va configurando como argumentaciones. Y las argumentaciones, en lugar de ser iguales a sí mismas en una ilusión de eternidad como lo es la cosa, empiezan a volverse dinámicas, pero de un modo extraño: no sólo cambian para sí, sino que sus cambios se producen mientras cambia su contexto. La recursividad del cambio hace que la observación del contexto desde donde se partió modifique es mismo contexto. La cosa hecha discurso -aun con el rigor de un objeto científico- es capaz de observar su origen y en esa observación condicionar su evolución (en estos casos, el método de recolección de datos) influyendo en sus propios cambios. El guardameta lo es por el delantero. El delantero lo es por el guardameta. Todo empieza a ser por el ser de otra cosa... y, obviamente, a cualquier otra cosa le sucede lo mismo con nosotros.

El caso filosófico

Es evidente que la filosofía nace en el cruce entre la estabilidad férrea del yo y el cambio del mundo que jaquea su integridad. A su vez, el yo, para mantener esa estabilidad inicial acepta la mutación del entorno y la estudia, y analiza y define como puede con tal de mantener al mundo a raya, controlado, antes que de entenderlo. Escribimos en La Nada: «Queremos poseer el control. Control: Contre role, ‘contra el rollo’ original, ese rollo que era copia del original y que les daba autenticidad a los documentos importantes en la Francia medieval. Lo auténtico: el ‘autos’, el sí mismo, el control del discurso: el mito de la consciencia».

Esta visión filosófica sigue tomando al mundo como algo entendible, apreciable, comprensible. Pero ¿cómo lo comunicamos? ¿Cómo nos comunicamos? Esto desespera a los teóricos de la comunicación: para Robert T. Craig (1999) se trata de «rutas de la incoherencia»; Wolfgang Donsbach (2006) lo llama la «erosión epistemológica»; Jeffrey St. John, Ted Striphas y Gregory Shepherd (2006) lo llaman el «pluralismo teórico indiferenciado» o Carlos Vidales Gonzáles que lo llama «relativismo teórico». En todos estos nombres se encierra el problema de una normalización de la teorética comunicacional. Existe en esto una progresiva demolición de la epistemología tradicional como disciplina filosófica ya que una eventual «normalización» presumiría una orientación epistémica (generadora de realidad) por parte del docente: se induce al estudiante a una determinada ideología académica y se lo asume dentro de un cierto universo impuesto por el docente. En estos casos, lo que siempre tenemos es que se trata de forzar la aparición de la «cosa» en un estilo de discurso que busca sobrevivir a como dé lugar... como si de un organismo vivo se tratara.

Pero no sólo de vivir se trata: también de evolucionar en el marco de esa vida, y esto es algo que -como observa Gregory Bateson- nos permite entender que si el éxito de algo en el planeta se midiera por su tiempo de duración, las rocas serían tomados como los seres más exitosos de la Tierra. Pero «el mérito de la materia viva no reside en durar sino en evitar», esto es: la vida muta para estar siempre ajustada al entorno más estable en el tiempo que desafía la propia estabilidad de la vida. Vivir es evitar conflictos. Este ajuste ha llevado a Occidente a tener que ir mutando su ecología de pensamiento en sus diferentes áreas. Hoy, lo que antes era una cosa es ahora una argumentación, o sea: palabras. Palabras que van descubriendo las diferentes formas de la nada que constituyen nuestro entorno (ver La Nada). Y si lo real es una argumentación, un conjunto de palabras, hay que comenzar a pensar en los hiatos entre las palabras, en sus silencios.

En 1494, Luca Pacioli, profesor de matemáticas nada menos que de Leonardo da Vinci, publica su Summa de Arithmetica donde plantea la denominada «ecuación cúbica» bajo la forma canónica: ax3 + bx2+ cx + d= 0, y dice que es de «imposible» resolución. Sólo llegaría a ser posible con la creación de los números imaginarios, o sea: aquellos números complejos cuya componente real es igual a cero... pero esto era todavía impensable para aquellos matemáticos que basaban sus cálculos en formas geométricas, es decir en cosas de existencia positiva.

Matemáticas y gusanos

El cero -se recordará- vino con los números arábigos, llevados a Europa por los árabes en el 774 y quienes, a su vez, los habían traído de la India («Números índicos»), donde era llamado en sánscrito sunja. Nos situamos, en él, en el mundo de lo indiferenciado, de lo sumergido y lo confundido, por borradura de los particularismos en provecho de lo ilimitado. El cero como origen y destino de todo. En los Arcanos Mayores del tarot, El Loco es tomado como el cero porque es la única baraja sin número. Para los jeroglíficos egipcios, el cero es un espacio vacío en sus cálculos y en el Popol Vuh quiché, el cero -que aparece como la valva de un caracol- simboliza lo que termina y recomienza.

En la glíptica maya, el cero es un espiral con igual significación. Y mientras para Occidente terminó siendo una negación, en todas las tradiciones fue siempre un momento de coincidencia entre la plenitud y el inicio. Ese cero es el que se encuentra entre dos palabras de una argumentación. Y si la «cosa» transitó desde lo «material» hacia lo meramente argumentativo (y donde lo argumentativo es inasible para aquellos que buscan mantenerse en el control de la «cosa»), estamos a un paso de caer en el abismo del silencio. Y si el cero viene después del 9 y si el 9 fue llamado simbólicamente, en la Edad Media, «la montaña del sol», va de suyo que tras la cima de esa montaña sólo queda el abismo del cero. El silencio envuelve a las palabras, y las cosas que antes brillaban, sonaban y pesaban, ahora son silencio. Silencio y oscuridad. Más allá de todo lo que vemos y oímos hay un principio único... un principio y un destino. A nuestra mente le alcanza con dos términos, pero deberíamos acostumbrarnos a tres, sumando la anulación de todo movimiento: silencio, oscuridad y quietud.

Alguna vez escribí que una mariposa no es más que un gusano soñando que es una flor. El ámbito poético para el pensamiento es una buena herramienta para percibir que lo más importante de un portero defendiendo su arco, es el delantero que busca convertirle un gol. Que la abeja es importante por la flor de la que liba... y la flor lo es por el herbívoro que modera su crecimiento. Y el herbívoro lo es porque su número está moderado por el carnívoro que lo mata... De modo que la miel está en el feroz puma, en la vibrante abeja, en la flor que obedece al viento y en el sacrificio del venado. Los diez mil seres del taoísmo están en el cero, así como podemos decir que la miel está en la tan efectiva como imaginaria raíz cuadrada de menos uno. Es lo mismo: todo es lo mismo. Lo único que necesitamos para que nuestra verdad sea superior a esta indiferencia del universo, es vernos navegando en esa misma indiferenciación. Ya lo dijimos antes, pero la observación reaparece aquí -y lo hará siempre-: o somos el nirvana budista o la gloria de un nuevo dios...

El discurso científico esclavizado por las cosas -con todo lo bueno y práctico que conlleva- no es capaz de tal visión integral. Y no es casualidad que el esfuerzo de Del Ferro reaparezca entre las ecuaciones de Schrödinger, quien, utilizando la raíz cuadrada de menos uno, transformó lo que sería una partícula en una onda equivalente, develando el camino al mundo cuántico... pero le cuesta y siempre le costará al pensamiento científico y también al filosófico, ir del todo a la nada y desde esa nada ver la potencia del todo. Su argumentación siempre será intermedia entre un extremo y otro y nunca verá la matriz última e inicial de lo Total. Quieren encontrarla en una fórmula única, pero Kurt Gödel ya había mostrado que eso es imposible, que ninguna teoría puede rendir cuentas de sí misma; que ninguna argumentación puede ser una argumentación definitiva y final.

¿Qué aportamos nosotros? que la matriz última del universo es el amor... el amor como fuerza organizadora de lo total, entendiendo como fuerza el sentido, el auto significado de lo existente (ver Amor, poesia y misterio). Recordando al inglés Robert Browning: un gusanillo que ama el terrón en el que se refugia es infinitamente superior a cualquier dios que no tiene amor entre sus mundos... Es el amor, en definitiva, el que le da sentido de flor a una mariposa, siendo aún el gusanillo que ama su terrón.