Una sigilosa avenida al ras de una depresiva y desconocida estación se abre a un costado de la ruta 22. Los camiones duermen su siesta al costado del camino, aprovechando la sombra dominante de los álamos. Pueden verse manzanas caídas, quemadas ante el sol que guarda a unos perros sedientos en sus huecos de tierra. No hay gente, ¿para qué?, solo el tráfico pasajero y un empleado que atiende el negocio con su semblante agotado. Se cuela algún saludo de las estancieras que todavía quedan en el pueblo, sus viejos conductores levantan la mano en gesto mecánico, con la gorra deshilachada y la mirada convencida que los lleva a ejecutar su rol cotidiano. El aire apenas rasguea la piel, la luz encandila e imprime el tiempo décadas atrás.
Estamos en la entrada de Cervantes, un pueblo que se distingue entre bautismos de generales e ingenieros en el valle de Río Negro. Se trata de un homenaje de su fundador, Vicente Blasco Ibáñez, al gran maestro creador del Don Quijote, el novelista, poeta y dramaturgo Miguel de Cervantes Saavedra. Vicente fue un importante periodista y líder político del movimiento republicano de finales de 1800 en la provincia de Valencia, al sureste de España, región que descansa en las orillas del mar Mediterráneo. Vicente creció entre revueltas anti monárquicas y clericales, pioneras de la clase obrera que empezaba a nacer. Estudió derecho, pero escribió más, y cuando decidió alejarse de la vida política, luego de ser diputado varias veces, ya era un reconocido escritor del naturalismo, que representó la vida pobre del campesinado español.
Exiliado, pisó Argentina a principios del siglo XX y compró tierras para fundar colonias agrícolas, era su quimera idealista de una Nueva Valencia. Su último proyecto de asentamiento rural de trabajadores valencianos decantó en el actual Cervantes, y si bien su estadía no prosperó en el país, y al poco tiempo vendió todo, su paso dejó una semilla de comunidad y una historia desconocida, envuelta por el realismo que vive en estos atardeceres. Algo de eso voy a contarles.
Siguiendo la ruta 22, la huella que conecta el Alto Valle para el lado de Maiqué, y solo a un par de minutos de la estación pegada a la avenida de ingreso de Cervantes, van a encontrar un puente colgante de cemento que atraviesa la autopista por arriba. Ahí mismo, sobre el carril derecho, una calleja ciega los llevará por un pasaje de casillas apretadas entre dos chacras. Aunque nadie que ande apurado, o por las buenas de la vida, buscando vacaciones felices voltea su mirada hacía el caserío, salvo los peones rurales al salto de un rancho donde parar durante la cosecha de manzanas.
La calle ciega no supera los 10 metros de ancho, empieza su camino con un sol abrasador y ahí nomás yacen las casitas, entre las sombras que pintan en sus techos los guardianes del viento, que son los álamos. Conviven pegadas una a la otra, como vagones de un viejo tren perdido. Dispuestas en fila, casi sin luz que separe sus paredes de palets y chapa. Las casitas son como una gran familia, van acompañadas por el alambrado reforzado de las chacras, siempre hilando finito hacía atrás, donde se pierde el último humilde hogar en la espesura de los sauces, guardianes del sol. Es el fin del recorrido. De un lado corre el agua verde de un canalito de riego, también respetando el orden recto de las chacras, como todo aquí, todo parece un elemento de un presunto orden natural.
La tarde ventosa hacía danzar a los árboles gigantes en su música desapercibida, y aún quedaban los últimos charcos de una lluvia torrencial de todo un finde. Cuando arrancamos a relevar, el nombre del barrio captó mi atención, como casi siempre sucede. Mientras miraba el suelo y el barro se plegaba a mis pies me tildé en uno de esos pensamientos furtivos que duran tres segundos y mezclan imágenes de anécdotas y sueños robados, estaba en el “Barrio Luna”, su origen, pensaba, podría ser por la vista nocturna del gran astro, que lejos de la ciudad seguro encantó a sus primeros habitantes… ¿o quizá, por algo más?
Nos dividimos el trabajo, casa por casa, en algunas nos atendieron los furiosos ladridos de perros atados, acorralados y castigados vilmente a ser custodios de los terrenos. Otras estaban cuidadas por changarines, “yo no vivo acá” respondían tímidamente, mientras se tapaban con la cortina deshilachada de la puerta. Sin embargo, en la mayoría de casas estaba toda la familia, madres amamantando, críos correteando por ahí, con alguna bocha en sus pies y sobrinos arreglando la chata o baldeando los ladrillos de la próxima ampliación.
Casi terminando me topé con una de las casitas que habíamos dejado para el final, cerca de la entrada del barrio y el ruido de la ruta. Un niño llenaba un balde con agua desde la vereda, yo amagué a saludarlo y nunca levantó la mirada, como si no hubiera pasado enfrente, se metió pa’ dentro. La puerta estaba abierta y solo se veía la sombra. El quilombo que generó nuestra visita despertó a su mamá de una mini siesta, ella era la única mujer de la vivienda, le costó un minuto despabilarse, pero tendió a escucharme y me miró fijo en las buenas tardes y el primer discursito armado explicando el porqué de mi inesperada molestia. Aceptó la encuesta para generarle a la señora un certificado de vivienda familiar, que entre otras cosas le permitiera tramitar los servicios públicos y no se desalojada en algún exabrupto privado, judicial y policiaco.
Pregunté cuánto hace que vivían en allí y ahora sí, el nene echado en su casa prestó la oreja a la entrevista y gritó, “cuando yo tenía siete años, má”. En un suspiro apenas perceptible ella dijo que sí, vivían hace ocho años ahí, pero más al centro del barrio. Hasta que su viejo hogar se desmoronó por completo cuando en el año 2014 se inundó todo del Alto Valle de Río Negro y Neuquén.
Aún lo recuerdo, fue cuando el agua penetró en cada sustancia y traspasó todo material, ropa, casas y huesos. Luego de la tragedia climática me contó que tuvieron que reclamar una y mil veces al municipio de Cervantes, peleando para que no los trasladen a otro lado, posiblemente a la meseta, “pero sí vivimos acá toda la vida, mi madre, que fuerte que era, fue la primera en venir acá” interrumpió con razón el abuelo, Evaristo, sentado bajo la sombra de una lona oscura sobre la vereda. En ese momento, la nostalgia en su mirada sostenían una vida de pobreza y en una misma sintonía, de orgullo y tranquilidad.
Para poder terminar la encuesta pregunté si Brian iba a la escuela, o recibía la Asignación Universal por Hijo, “no lo mandé más, porque se cansó que le digan gordo, me lo jodían porque iba mal vestido, todas cosas así y él no quiere ir más. Yo tampoco, hasta tercer grado noma, pero con el transporte que no pasaba y todo eso, no fui…lo voy a mandar a otra escuela…”, se lamentaba su mamá. La pobreza es hereditaria, no corre por la sangre, sino por los ojos de los demás, vive del olvido. Finalmente la casa que tanto reclamaron fue construida, son dos piezas pegadas con ladrillos de hormigón, ambas sin piso, ni baño. Al irme, mi duda no existía, el nombre del barrio es en homenaje a la primera pobladora del pasaje, que llegó a mediados de los 60 me contó su hijo, Evaristo, ahora el más viejo del barrio.
El hermano de la señora, la mamá de Brian, se llama Juan Domingo y vive en la piecita de al lado. Se acercó de la nada y contó como uno de sus hermanos, hijo solo de su mamá, les hacía un “fueguito con yuyito” para que no tengan frío cuando vinieron caminando desde Roca, costeando el canal grande, él y todos sus hermanitos, hasta que la muerte le arrebató a su hermano mayor en un fatal siniestro en la ruta. Ese recuerdo lo devolvió a su infancia, en sus ojos el fueguito ardía como lágrima inmóvil. Entre triste y feliz, al final me dijo que al hermano lo habían empujado y nadie se hizo cargo: “nadie, nunca” fueron sus palabras agotadas y la atmósfera de nuestra conversación corría por caminos dolorosos, por aquellos lugares donde la mala suerte se hace costumbre en la letanía de la historia.
La familia quedó registrada para recibir el Certificado de Vivienda Familiar (CVF). Les comenté que el municipio tenía que reconocer al barrio y que si juntaban los certificados podían reclamar por cloacas y luminaria. Con mi trabajo finalizado, no quedaba otra que despedirme, y fue en ese instante cuando prendiéndose un pucho se arrimó la chica de al lado, de una casita hecha con tiras de álamo. Era hija, hermana o nieta de la familia. Ella les iba a bajar el certificado por internet. Me sentí tranquilo. Siempre en algún momento el barrio devela sus orígenes.