Querido Franz:

He leído la recopilación de tus escritos (cartas, ensayos y notas) que fueron publicados en castellano por la editorial Encuentra el año pasado (Resistir al mal. Cartas y escritos de la prisión), algo que seguramente te sorprendería; y más aún si supieras que se han hecho varios documentales sobre ti y una película de un gran director: A hidden life (Terrence Malick, 2019). El 9 de agosto, al cumplirse el 80 aniversario, escribí una breve reseña sobre tu sacrificio en mi serie sobre la Segunda Guerra Mundial que se publica semanalmente. Pero tenía que hablarte cómo lo he hecho con otros grandes de la literatura autobiográfica. Tratar de conocer, aunque de forma limitada, cómo viviste tu fe y cómo ella te llevó a ese terrible día. Al final, la Iglesia Católica, te llevaría a los altares al ser beatificado el 27 de octubre de 2007.

Desde hace muchos años no compro libros por la crisis económica que padecemos las mayorías en mi país, pero hice una excepción con el tuyo porque anhelaba conocer vuestro testimonio. No sabía de tu existencia hasta que estrenaron tu biopic, del cual seguro estarías muy orgulloso porque muestran el gran amor que viviste con tu esposa Franziska, la belleza de tus montañas en torno a tu pueblo natal: Sankt Radegund, y la profunda lucha de tu alma por tomar la decisión correcta. Nuestro mundo relativista preguntaría: ¿correcta para quién? Imagino tu respuesta inmediata: ¡Para la Verdad! Así con mayúscula, no la verdad de tu tiempo o del mío, sino la Verdad inmutable y que está en nuestra consciencia bien formada. En tus últimos escritos, ya desde la prisión en 1943, dices siguiendo las Cartas del Apóstol San Juan: «Dios es luz, y en Él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con Él, pero resulta que caminamos en tinieblas, estamos mintiendo y no actuamos conforme a la verdad».

Se pueden comprender tus argumentos de no cooperar con el mal, pero cuando pensamos en que dejarías a tu esposa con tres niñas pequeñas ¡cuesta entenderte! Al principio, le damos la razón a todos los que te recomendaron mentir, pero solo después de leerte comienzo a descubrir algunas luces. Se dice fácil pero no lo es. Como dijo el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco en Los hijos infinitos: «cuando se tiene un hijo se tienen todos los hijos del mundo». Me pongo a pensar en tus hijas: Rosalía (1937), María (1938) y Aloisia (1940); y en la terrible posibilidad que el Estado les quitara la pequeña granja que era su único sustento. ¡¿Cuántas veces le preguntaste a Nuestro Señor si debías o no mantener tu posición?! Sobre tus hijas hablas más en tus cartas con Franziska, pero luego en tus ensayos afirmas una y otra vez la necesidad de educar en los valores cristiano-católicos a los niños y así nos dices: «¿Cómo van a poder educar bien los padres a sus hijos, si ni ellos mismos saben siquiera distinguir el bien del mal?». Imagino que en algún momento sopesaste el impacto que tendría en ellas la decisión que tomaste ¿era mejor la presencia de un padre aunque este diera un mal ejemplo? La respuesta finalmente, poco a poco, pudiste verla desde la trascendencia.

En el filme un oficial intenta convencerte con una idea válida: tu sacrificio no solo perjudica a tu familia, sino que no cambiará nada en lo que respecta al «supuesto» mal que pretendes combatir. En pocas palabras: ¿valió la pena? Creo conseguir la respuesta en tu ensayo «¿Aún se puede hacer algo?» (Cuaderno 2, 1942), cuando dices: «Está claro que ya no se puede cambiar demasiado el curso de los acontecimientos mundiales (…); pero para salvarnos a nosotros mismos, y quizás para conquistar algunas almas más para Cristo, no creo que sea demasiado tarde mientas sigamos en este mundo». Era, como dice en la Biblia, el «clamor de las piedras» en medio del silencio de tantos (Lc 19, 40). Después agregas, una frase que repites mucho: «las palabras instruyen, pero los ejemplos conmueven (…). Me pregunto si no queremos ver más cristianos que logren mantenerse con suprema claridad, serenidad y seguridad aun en medio de las tinieblas». Tenías que mantenerte firme, aunque eso te costara la vida, porque tus hijas, tu esposa y tu pequeño pueblo, e incluso tus compañeros de armas esperaban el ejemplo de un auténtico cristiano.

Al ir leyendo tus cartas y ensayos de forma cronológica, pude notar la evolución de tu estado de ánimo y tu fe. En la del 23 de junio de 1940 al comenzar la instrucción militar separado de la familia por varios meses, le dices a tu esposa: «Te pido, querida Fanj, en la medida que te sea posible, que me escribas bastante a menudo. Los sufrimientos del alma son frecuentemente más duros que los corporales y si uno puede desahogarse un poco y contarlos, entonces todo se vuelve más llevadero en el propio corazón». Después, en 1943 cuando las autoridades saben tu decisión de no combatir ni de jurar lealtad a Adolf Hitler, y comienza tu prisión y el juicio cuya sentencia temías; tus palabras son firmes sin dejar de amar a tu familia. No se percibe la actitud de 1940, aunque desde ese entonces sabes que no podemos caer en el desánimo y así en esa misma carta agregas: «aunque a veces parezca que el Señor nos haya abandonado (…) Él solo quiere probar en nosotros si también en medio del sufrimiento confesamos perseverantes nuestra fe, pues se suele decir que solo en el sufrimiento se conoce el hombre».

La cruz es inevitable, pero la diferencia que hace el cristiano es saber que nuestro Dios la vivió y que debemos cargarla con Él. Los sufrimientos son inevitables, pero debemos darle un sentido salvífico ¡Y tú lo lograste al final! En la carta del 4 de abril de 1943 le dice: «sigamos llevando nuestra cruz con paciencia hasta que el Señor nos la quite». Y recuerdas que Cristo en su cruz oró por sus enemigos, por lo que debemos perdonar siempre. En ninguno de tus escritos juzgas a los demás, ni siquiera a las autoridades (civiles y eclesiales) aunque nunca aceptas el mal que ejercen los nazis. Criticas con fuerza la guerra de conquista y opresión que realiza el Tercer Reich. No es una guerra justa, al violar los derechos de otros pueblos e incluso exterminarlos. Pero también condenas el nazismo por totalitario, ateo y «herodiano» (promueve el aborto y la eutanasia). No podías ser cómplice, aunque esto significara la muerte.

Y finalmente, querido Franz, después de tantos ejemplos que nos diste y agradecerte por ellos; quiero dejarle la palabra a tu esposa al hablar de vuestro matrimonio. Porque tu beatificación expresa también la santidad de los casados. El trato entre ustedes demuestra en este siglo XXI que rechaza el matrimonio para siempre, que sí es posible; y que en él se puede conseguir la felicidad y una auténtica vida de fe; y por eso pido tu intercesión por el mío. En la carta que le escribe el 5 de septiembre de 1943 al sacerdote (Heinrich Kreutzberg) que te acompañó antes del patíbulo, ella dice: «Puedo asegurarle que nuestro matrimonio fue uno de los más felices de nuestro pueblo. Muchos nos envidiaban. Pero el Señor lo ha pensado todo de otro modo y ha soltado el bello lazo. Me alegro de que nos podamos encontrar en el Cielo, donde ninguna guerra podrá ya separarnos». Franz y Franziska Jagerstatter, oren por nosotros.