Hay una inexplicable felicidad de leer en verano. Leer bajo un sol brillante y capas protectoras de bloqueador para evitar manchas y problemas de piel tiene su encanto. La sensación en Acapulco, Guerrero es sofocante por muchos motivos. El calor ha apretado tanto que la brisa se siente así de fresca como estar parada en la banqueta junto a un autobús cuando acelera; es una fuente violenta que de pronto emite aire ardiente. Lo bueno es que leer rescata. La temperatura es lo de menos. En verano, las lecturas se corresponden con a esa atmósfera doblemente festiva: de deber cumplido, de clases acabadas y de el maravilloso regalo de perderme entre los renglones de un poema, un cuento corto o una novela de largo aliento, mientras otros están trabajando, soplándose con un abanico o encontrando motivos de queja.

Leer sin el flagelo del reloj hace que la expresión extrema de los termómetros y las alertas de calor tomen otra dimensión. ¡Vivan las vacaciones! Leer hasta que el cuerpo aguante, hasta que la voluntad cuaje y el sentimiento aflore. Meto la nariz entre las hojas del libro y aspiro profundo para alimentarme con ese aroma a papel y tinta que se mezcla con el olor a salado y mar. Lleno los pulmones que se inflan como un acordeón en el que cabe entera la Bahía de Acapulco, los recuerdos de cada verano que paso en este bendito lugar, la memoria de los que están, los que van a llegar y los que ya se han ido.

Como siempre, como cada año, empaco tantos libros que sé que no me dará la vida para leer. Prefiero eso a quedarme corta. Me entra una angustia, como la que le despertaría a un conductor que en medio del desierto o en plena tundra si se quedara sin combustible. No, no, ya lo dice el viejo adagio popular, más vale que sobre y no que falte. Cuando estoy eligiendo los libros que me acompañarán, titubeo y como si pudieran hablar —vaya si pueden— me piden, casi me exigen: llévame, no te arrepentirás.

Bajo el sol brillante, he recorrido los renglones escritos por autores galardonados por premios Pulitzer, Nobel, Cervantes o Manbooker; he aceptado las sugerencias de mis estudiantes y las más variopintas proposiciones que me han hecho las plataformas y las aplicaciones electrónicas o las reseñas tan formales que aparecen en Babelia, The New Yorker o en la revista Pretextos literarios por escrito. Sin duda, los consejos que me han complacido más han sido los de aquellos empleados de librerías que llevan años trabajando en el mismo lugar. Ellos saben.

Esta vez, jalé del estante el libro de poemas que señaló el dependiente. Siempre es un riesgo comprar un poemario de un escritor desconocido. Pero, esa mirada que se escapó de esa maraña de arrugas y pestañas cortitas me invitó a confiar. Fue escuchar un «no te arrepentirás» que jamás se pronunció y que yo sé bien que fue dicho. Y, luego está la disyuntiva: ya lo compré, ¿me lo llevo a Acapulco? Me lo llevo. No me lo llevo. Parezco una chiquilla deshojando margaritas. En un arranque épico de decisión me digo: me lo llevo. Los caminos que recorre un libro para llegar a su lector son misteriosos. No solo es meterlo en la maleta, es sacarlo para que sea leído.

Así fue con este libro. Bajo el sol, no te arrepentirás, el título es bueno. La portada sobria. La calidad de las hojas es aceptable y el tamaño de la letra ayuda que la lectura sea agradable. Sí, el título es bueno. Pronto me di cuenta de que es de esos que se relacionan de manera tangencial con su contenido. No importa, el aroma invita y las hojas se extienden para que mis dedos comiencen a pasar las hojas. Me da la impresión de que es un pequeño que estira los brazos para ser abrazado. Está bien: te toca, le digo en voz alta con esa certeza que me da saber que, de alguna forma, me está escuchando.

El poema está sucediendo en París, en Francia, en la Rue Saint Honoré, muy cerca del Museo del Louvre. Está lloviendo y todos los personajes están sentados en una terraza, frente a esas mesas circulares en las que parece que no cabe nada más que las copas de vino de Burdeos y unos platos pequeños con aceitunas verdes y negras. Están tan borrachos que no les importa estarse mojando. El aire hace que sea imposible guarecerse debajo de esa marquesina sobre la que se lee un ingenioso nombre: Anticafé, están tan entonados que les sería imposible mantener el equilibrio, mucho menos guardar un secreto.

En el poema se lee que todas las mañanas, aquellos camareros de levita blanca y corbata negra de moño dicen bonjour a uno de los protagonistas que cada mañana toma ahí un café con una especie de tristeza americana. Es un cliente tan frecuente que lo han empezado a saludar, pero aún no lo llaman por su nombre. Lo cuenta mientras ordena un Gin-tonic y los ojos se humedecen tanto que tiene que mirar a otro lado. No quiere que se enteren que ya no puede aguantar el llanto. Se le escapa una lágrima gorda. Es por el recuerdo de aquella mujer que dejó ahí, fumando junto al Sena. Se acuerda de que la ventisca parisina le desbarató el peinado, le revolvía las faldas del vestido tan negro, la lluvia le desmaquillaba el rostro. No supo si se quedó llorando o si era la humedad del ambiente. Estaba afligida. Los dos estaban desconsolados. Solo ella se atrevió a sollozar. Al suspirar se recuerda de aquellas semanas de verano en la playa de Acapulco.

Sus compañeros de mesa no se enteran, están encadenados a la pantalla de un teléfono móvil y al mástil de la copa que de tanto elevarse se quedó vacía. La lluvia arrecía, la tarde se pone triste. El protagonista del poema se siente perdido. Todos estamos perdidos, incluso en París, y si este lugar no me la quita la mente, supongo que estoy enamorado. Y me enamoró más con la lluvia. Les quiere decir que la extraña. Quiere contarles aquella confidencia, apenas abre la boca se arrepiente. Se arrepiente. Se arrepiente.

Es el hombre de la Rue de Rivoli que se paraba con ella a mirar aparadores, el que dijo que se iría a algún lugar de Brooklyn. Es el que caminaba rumbo al río Sena pelando una mandarina y pensando en comprar un traje. Un traje para salir con ella.

¿Te gustaría ser una mandarina que se quedara guardada en el bolsillo del pantalón en ese traje? Me gustaría que todos los hombres de la Rue de Rivoli y de todo el mundo mantuvieran sus renuncias y dejaran de torturarse. Pero, se arrepienten. Quieren desandar sus pasos y ponerse a perseguir lo que en su momento desdeñaron.

El poeta sabe que ella no está ahí. No está en París, no mira los escaparates en la Rue de Rivoli, no se va de copas con sus amigos a un anticafé en la Rue de Saint Honoré, no espera a un hombre de traje para que le entregue una mandarina desgajada. Lo sabe el poeta, lo sabe el protagonista y lo sabes tú, que has seguido el fuego de este hilo narrativo y que estás en otra calle, en otro país, quizá en la playa, donde alguien sí saca la mandarina y la pela y la desgaja; alguien que la ofrece y la pone lentamente en la boca; alguien que sella el compromiso con un beso y no se aleja mientras lloras. Hay un suspiro. Hay una pausa. Una mujer que cierra los ojos y los abre. Hay otro suspiro. Se encienden las luces de los bulevares. Alguien sonríe. Alguien anhela. Alguien se demora. Alguien en París, Francia está pensando en ti. Punto final, se acaba el poema.

Levanto la mirada. Aprieto las hojas del libro, paso la mano por la página que recién leída. El sol brilla, no hay una nube en el cielo, los rayos caen directo sobre las olas del mar y el mercurio del termómetro ya llega a los treinta y siete grados centígrados. Las gotas de sudor perlan la frente y me humedecen el cuerpo. El corazón está lluvioso. Alguien desde Acapulco logró conectar con el poeta.

Entonces, releo el título del libro: Bajo el sol, no te arrepentirás. No hay duda, el título es bueno. No hay duda: todo toma sentido.