Entre el cielo y la tierra se da una danza permanente con movimientos que afectan los ciclos de la vida, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Ejemplo de esto son los solsticios y los equinoccios que suceden cuatro veces en el año para marcar el ritmo de los ciclos vitales del planeta, en tanto afectan la intensidad de la luz solar que recibimos y definen el inicio y final de las estaciones en los hemisferios sur y norte. Así de importantes son y, aunque lo enseñan en las clases de geografía, quizás hemos olvidado o no habíamos considerado su relevancia para nuestras vidas como acontecimientos trascendentales que, además de sincronizar los relojes biológicos, nos permiten recordar y celebrar conscientemente estos momentos claves de conexión entre la tierra y el cielo, y por supuesto con nosotros mismos.

Los equinoccios suceden cuando el Sol se encuentra en el ecuador (mitad) del planeta, en los meses de marzo y en septiembre, usualmente entre el 21 al 24 del mes, y es cuando se define el inicio de la primavera y el otoño o el final del invierno y el verano según lo que corresponda en el hemisferio norte o el sur. Son los dos momentos del año en los que recibimos la misma cantidad de luz solar respecto a la noche; es decir, ese día el astro sol está presente en todo el planeta durante 12 horas, las mismas que tiene la luna para completar las 24horas restantes. Por eso equinoccio se refiere a la equidad, en este caso entre la relación de la luz y la oscuridad o las horas del día y de la noche.

Por su parte los solsticios, como su nombre lo dice se refieren al Sol, y marcan la duración de la luz solar en distintos lugares del planeta. Suceden en junio y diciembre, también entre el día 21 y el 24, y definen el inicio del verano o del invierno y el final de la primavera o del otoño en cada hemisferio. Así mientras en junio celebramos el inicio del periodo más cálido del año en el norte, en el sur se preparan para el frío invernal, como si fuera una danza que equilibra las temperaturas planetarias entre el sur y el norte mientras solo se mantienen relativamente estables en el trópico, aunque allí también se tiene los periodos de lluvia y de sequías.

Es bonito ver la relación dual entre el sol y la tierra, además de la complementariedad sincrónica entre el hemisferio sur y el del norte, mientras en el trópico que está en el centro el equilibrio se mantiene. Quizás eso explica los distintos ritmos existenciales y también las diferentes formas de ver y vivir la vida; pues cuando en un lugar hace frío, en el otro hace calor, en uno es de día y en el otro es de noche, como una manifestación de la dualidad de la vida en la tierra, que es también la dualidad en nosotros mismos.

Por ejemplo, el primer solsticio del año según el calendario gregoriano sucede en junio, cuando en el hemisferio norte empieza el verano, donde por la posición del Sol se vive el día más largo del año puesto que se tienen más horas de luz y por eso es también la noche más corta. Al contrario, en el hemisferio sur es el día más corto del año, la noche más larga y el inicio del invierno. De esta forma sucede una dualidad complementaria entre la Luna y el Sol, el día y la noche, la luz y la oscuridad que en una danza sincrónica marcan el ritmo de la vida, aunque apenas nos demos cuenta de ello.

Tanto los equinoccios como los solsticios son como relojes cósmico-telúricos que definen el espacio tiempo del inicio o cierre de tres meses de periodos cálidos o fríos en la tierra, y por ende marcan el ritmo de la vida de sus habitantes. Así de importantes son, pues determinan los ritmos de la vida con los ciclos solares y telúricos del planeta que habitamos. Sin embargo, en las últimas décadas y quizás siglos, hemos estado tan desconectados del cielo, las estrellas, la luna y los movimientos estelares e incluso telúricos, que nos olvidamos de que somos poco menos que granos de arena del universo que habitamos y que los ciclos de la vida que creemos dominar desde las ciudades llenas de cemento y luces artificiales, los marcan relojes cósmicos y telúricos de los cuales estamos alejados.

Por fortuna el olvido es solo un instante en la historia de la humanidad, puesto que los pueblos y civilizaciones antiguas conocían y reconocían la importancia de estos eventos para el ciclo de las cosechas y la calendarización de las actividades colectivas e individuales, por lo que eran y son momentos de celebración sincrónica de la vida en el planeta, incluso para los habitantes del trópico con sus eternas doce horas de día y de noche.

Por eso son una celebración realizada milenariamente por los pueblos arraigados a la tierra y conscientes de la danza de los astros que se manifiesta aquí y ahora. Desde los antiguos egipcios, pasando por los celtas y vikingos, hasta los mayas y culturas tribales, se celebran los cambios de ciclos para manifestar la gratitud por la abundancia del alimento, de la luz, el agua, la fertilidad de la tierra y en general por la vida de la comunidad planetaria.

Aún se celebran esas fechas, aunque muchas veces sea inconscientemente, como en la noche de San Juan cuando es el solsticio de junio y se retoma la tradición de prender las hogueras para quemar aquello que queremos soltar y saltar el fuego para trascender lo que deseamos dejar atrás. Aunque a veces la noche se ajusta al calendario gregoriano, y no se celebra tan sincrónicamente con el ritmo del cielo y la tierra, sigue siendo una forma de agradecer lo vivido y de establecer los deseos para el nuevo ciclo. Es una noche de rituales y de celebración, a la vez que es una magnífica oportunidad para conectar nuestro corazón con los ciclos naturales de la vida y una forma de recordar la esencia del momento, puesto que hemos llegado al punto de perdernos en el olvido del festejo para embriagarnos en la amnesia que nos aleja del sentido vital del ritual del cual somos parte fundamental.

Hemos perdido tanto la conexión con el sentido sincrónico de la vida que el siguiente solsticio, el de diciembre, lo celebramos como un festín comercial vivido con la navidad que nos aleja del sentido original de encuentro en comunidad, con la tierra, los astros y la vida misma. Y aunque seguimos sentándonos en la mesa para celebrar en familia, con regalos y alimentos, realmente estamos celebrando el inicio del invierno en el norte y del verano en el sur. En ambos casos se trata de tomar consciencia del cambio de ciclo, para conectarnos con el espacio tiempo del periodo que termina y el otro que empieza, como una oportunidad para valorar lo vivido y seleccionar las semillas para sembrar lo nuevo que queremos vivir y así sincronizarnos con los ritmos de la naturaleza a la que pertenecemos.

Tanto los solsticios como los equinoccios se celebran ancestralmente con el fuego de las hogueras, pues este es la representación del espíritu del ser humano manifestado entre el cielo y la tierra. Según los abuelos y abuelas de los círculos sagrados, el fuego trae mensajes por lo que en las ceremonias se encienden hogueras de manera tradicional, es decir, sin combustibles que sustituyan la fuerza del corazón que activa la luz para que arda la llama que en su danza muestra la información del ciclo que termina y de lo nuevo que empieza, mostrando el pasado y el futuro manifestado en el ahora. Así el fuego es un puente que comunica lo que el Sol trasmite, mientras arde y nos cuenta lo que deja el ciclo que se cierra y lo que trae el que empieza; y también muestra la información del corazón de la tierra, que es otro fuego, como un magma ardiente cuenta lo que palpita en el centro del planeta.

Cuando se enciende un fuego sagrado se unen esas energías en las que podemos leer, cada uno según sus ritmos y expectativas, las llamas que flamean con movimientos y colores que iluminan cada instante que contiene el pasado y el futuro en el ahora que brilla ante los ojos. Si además tenemos la suerte de reunirnos bajo el cielo estrellado, de manera ritual, en silencio y a la vez con la danza del fuego, con el canto del alma que resuena al ritmo de los tambores que laten como un corazón, podemos ser partícipes de la comunión entre el cielo y la tierra, siendo puentes conscientes del cambio del nuevo ciclo que sucede en nosotros.

Todo esto porque nosotros somos puentes cuando activamos conscientemente la luz del corazón que nos conecta con el todo del cual hacemos parte. En términos metafísicos, estos son momentos que permiten flamear la llama que nos ilumina o según la ciencia podemos conectar con el átomo simiente y ser fractales cuánticos de la luz del cielo y la tierra, del arriba y abajo, la luz y la oscuridad, y del femenino y el masculino que se unen en nuestro corazón.

Donde sea que estemos podemos celebrar el cambio de ciclo. Así que para este solsticio te deseo un día y una noche de celebración consciente, bien sea de invierno en el sur o verano en el norte. Es un día y noche en el que puedes conectar con la danza de la luz y la oscuridad, del calor y el frío, del pasado y el futuro en el presente en el que festejamos la vida. Incluso con una vela que puede ser la manifestación de tu luz proyectada en la intención de conectar con todo lo que Somos y que habíamos olvidado.