El templo de Artemisa en Éfeso tuvo una historia intensa. El santuario fue un lugar de peregrinación incluso desde el siglo IX a. C.; los cimerios lo incendiaron cuando invadieron, saquearon y destruyeron la ciudad y Creso, que reinó Lidia desde el año 560 a. C., motivó a que los efesios rindieran ofrendas y plegarias para que el rey no los sometiera, los tributos fueron efectivos y Creso reconstruyó el templo. Finalmente, Eróstrato incendió el templo el día que nació Alejandro Magno1.

Décadas después, al llegar a Éfeso, Alejandro Magno ofreció remediar los daños del incendio de Eróstrato. Los efesios no aceptaron, no obstante, renombraron al templo con el dictado de quien los liberó del dominio persa. Trabajaron alrededor de un cuarto de siglo reparando la monumental edificación, aunque sin alcanzar su magnificencia anterior. La reconstrucción perduró, hasta que después de más de cinco siglos y medio fue destruido definitivamente por los godos durante el saqueo del año 262 de nuestra era. De la época del imperio romano, se registra que los hermanos de Cleopatra fueron capturados y asesinados por Marco Antonio en el templo de Artemisa.

Desde el siglo VI antes de nuestra era, los curetos, sacerdotes de ascendencia cretense, alimentaba el fuego sagrado para Artemisa en su templo. Precautelaban la flama sagrada de la diosa, ofrendando su asociación con el conocimiento. En Creta, Artemisa ostentaba el título de «portadora de la luz» y «sanadora de desastres». La magnificencia del templo de la diosa del conocimiento y el saber que resuelve los desastres explica la decisión de Heráclito de otorgarle solo a ella, su críptico manuscrito, abofeteando con su muerte a los efesios, por el designio de tener que vivir junto a su estulticia.

Hoy, la ciudad blanca de Éfeso es maravillosa. Sus extensas vías de mármol bordeadas por impresionantes columnas, sus monumentos esculturales, grandes bibliotecas y ruinas que compiten con el esplendor de Atenas y Olimpia evocando templos increíbles, su inmenso estadio, palacios, plazas, gimnasios y baños; son evidencias que la proclaman como el lugar de mayor riqueza arqueológica del mundo.

En tiempo de Heráclito, Éfeso ostentaba los trazos célebres de Hipódamo, el más connotado arquitecto milesio de la antigüedad que innovó avenidas urbanas cortadas en ángulo recto. Heráclito, transitó entre murmullos y exclamaciones en las avenidas perpendiculares en la ciudad de mármol y concurría a las ágoras. A la inferior de una hectárea, siendo el área pública más extensa de la ciudad; también visitaba el ágora superior, la plaza circunscrita por edificios civiles con esbeltas columnas jónicas y corintias.

La ciudad fue escenario brillante, con personajes y mitos, hazañas y fama, donde cientos de miles de habitantes frente al mar Egeo, testificaron el esplendor de Heráclito como el gran filósofo de la antigüedad. Los efesios fueron testigos, tres veces, de atentados contra la excelsa maravilla del mundo antiguo, el templo de Artemisa, donde, irreparablemente, se perdió un altísimo tesoro: el manuscrito de Heráclito. Quedan los escasos vestigios de las ruinas que estimulan la imaginación para prefigurarse la grandeza del templo y los fragmentos roídos por el tiempo y acribillados por los sesgos intelectuales de innumerables intérpretes que han impreso sobre ellos sentidos que no generan certidumbre acerca de si fueron o no ideas del oscuro de Éfeso.

Poco menos de un siglo y medio antes del incendio del templo, eran conocidas en Éfeso las ideas de Heráclito. Se sabía que despreciaba a sus conciudadanos2 y que creía que la maldad del hombre podía silenciar a quienes se acercasen a la verdad. Pero, se le atribuía también de que era consciente de que, aunque las acciones perversas acallen el intelecto de los sensatos3, los crímenes contra la excelencia tarde o temprano redundarían contra los perpetradores4. Hoy, solo se puede conjeturar qué secretos heraclíteos fueron revelados a Eróstrato cuando el pastorcillo leyó el manuscrito esa noche de verano. La fama lograda por la temeridad irreverente de un ignorante, ocultando la verdad y escondiéndose en las sombras para acometer con alevosía un crimen irreparable, Heráclito la rechazaría como indigna5. Solo tendría valor para él, la fama obtenida con la dedicación a la vida buena6.

Ensoberbecido por la presunción de su astucia, parecía que su baja estatura, sus pequeños brazos y sus proporciones disfuncionales, se compensaban con las ínfulas incandescentes de adquirir notoriedad, a la que no renunciaría, realizándolas incluso con infamia. Intuitivamente, quiso llamar la atención de sus conciudadanos despreciando la riqueza y el placer.

Para Eróstrato, ¡qué mejor que honrar el arjé (αρχή) de Heráclito, el fuego de avance incontenible7, con el incendio del templo que él propiciaría como expresión de la suprema justicia universal!, ¡qué mejor que alcanzar fama instantánea sin esfuerzo, incendiándolo todo de una vez! Así lo hizo. El fuego fue real y simbólico, destruyó el manuscrito y la posibilidad de que se conociera y honrara a su autor. El pastorcillo quemó el templo y a los sacerdotes, desfiguró a Artemisa y a los efesios, aniquiló los tesoros y a los persas y convirtió la excelsa maravilla del mundo antiguo en cenizas rendidas desde entonces ante lo que sería el nombre más famoso de la historia: ¡Eróstrato, Eróstrato…!

Es curioso que los secretos develados por el texto profanado de Heráclito le confirmaran a Eróstrato ser un incendiario. Creyó que su insolencia extrema respondía a un designio del destino8 y que las palabras fuego, fuego, fuego… que resonaban estruendosamente en su conciencia antes de iniciar la aniquilación del templo, provenían del oscuro de Éfeso, que le habría revelado el factor universal de intercambio. Todo es fuego, el fuego está en todo, las cosas se convierten en fuego y de él surgiría la realidad9. Así, su brillante idea de reducir el templo a la voracidad ígnea debía consumarse porque, además, su fama ya habría sido profetizada el día mismo de su nacimiento.

Al leer los secretos del manuscrito, Eróstrato creyó comprender su destino inevitable por lo que debía consumarlo. Vio su coartada perfecta, anticipó la tortura y su muerte; y pese a las advertencias del propio Heráclito10 y la visualización del dolor que su cuerpo y su alma atravesarían pronto11, decidió cumplir su misión, vaticinada por el oscuro de Éfeso.

Por los aceites exóticos, las maderas nobles y las telas fastuosas, el incendio fue fructuoso y veloz. Pronto los guardias detuvieron al incendiario en medio de su éxtasis y de sus gritos nombrándose a sí mismo. El mundo comenzaría a hablar de Eróstrato, ese don nadie que tuvo la audacia de tramar el plan más audaz para adquirir fama. Antes, leyendo el manuscrito comprendió que su nombre, Eróstrato, significaba lo que enunciaba: él hacía presente al dios Eros (Έρως) evocando la fuerza de un ejército, stratos (στρατος); él solo representaba a todo un ejército de Eros.

Pese a que a partir de la mitología griega se representa a Eros como el dios del amor, visto como un niño alado con antorcha y flechas que inflamarían el corazón, la atracción y el sexo; existen interpretaciones que esto solo se aplicaría a las relaciones entre hombres, siendo Afrodita la diosa del amor heterosexual12. Además, la acción de Eros se asociaba con el Caos, la Tierra y el Tártaro; marcándose desde el alba de los tiempos y el huevo original de donde emergió el dios engendrado por la Noche con una fuerza poderosa e insatisfecha que lograba lo que quería. Se trata de la energía fundamental del mundo, principio de lo creado, desplegada entre abruptas transformaciones, siendo garantía de la continuidad de las especies en un orden cósmico siempre renovado13.

Eróstrato, el incendiario, era un ejército de Eros porque su pletórica hazaña solo podía ser comparada con la de un ejército. La perfección del plan, gracias al alumbramiento que hizo el propio manuscrito heraclíteo, mostraba que su fama sería comparable a la que un ejército habría alcanzado. Pero en el fondo, subyacerían sus deshonestos propósitos, las bajas pasiones de venganza, envidia y frustración y sus inacabables delirios de grandeza.

Después de ser maniatado, amordazado para que dejase de gritar su nombre y encerrado en un sótano, Eróstrato fue torturado por orden de Artajerjes. En respuesta, hizo las sandeces que había premeditado. Aseveró que al no tener padre sino el fuego, solo su reino era absoluto, que él mismo se coronó gracias a la magnífica obra que realizó y que devolvió al mundo su esencia originaria consagrándose de una vez y para siempre, rey, filósofo y dios: el único ser entre los hombres de semejante carácter y valía.

Pero pronto confesó que su fin fue lograr fama a cualquier precio. Posteriormente, Artajerjes lo ejecutó y prohibió a las doce ciudades jonias, bajo pena de muerte, que el nombre de Eróstrato sea pronunciado o escrito. Sin embargo, el incendiario fue conocido como el autor de la destrucción del más bello de los edificios del mundo antiguo.

Eróstrato quiso ocultar que, aparte de la fama innoble instantáneamente ganada, le motivaba el odio que sentía por Heráclito, la frustración de no tener relevancia alguna en la ciudad y la insignificancia de saberse un simple pastorcillo. Aunque afirmó, una y otra vez, que el incendio lo cometió por el gusto, la gloria y la alegría de que, en el futuro, innumerables generaciones profirieran su nombre infinidad de veces, su ruindad y su alevosía quedaron inseparables de su impactante y deleznable presencia en la historia.

Notas

1 El pastorcillo insignificante que fue Eróstrato, incendió el templo de Artemisa el 21 de julio de 356 a. C., día del nacimiento de Alejandro Magno.
2 “La riqueza no os debería jamás faltar, oh efesios, puesto que vuestra inferioridad es manifiesta”, Heráclito, Fragmentos, Trad. Luis Farré. Editorial Aguilar, Colección Iniciación Filosófica, Buenos Aires, 1977. Fragmento 125°-a, p. 155.
3 “Ser sensato es la máxima virtud; y es sabiduría decir la verdad y obrar de acuerdo con la naturaleza”. Ídem, Fragmento 112°, p. 151.
4 “El mejor de entre ellos [los hombres], no conoce sino opiniones y las retiene firmemente; sin embargo, la justicia descubrirá a los engendradores y testigos de falsedades”. Ídem, Fragmento 28°, pp. 113-4.
5 “¿De qué les sirve el pensamiento y la sabiduría? Obedecen [los hombres de la plebe] a poetas populares y las multitudes son sus maestros, ignorando que la mayoría son malos, y los menos son buenos”. Ídem, Fragmento 104°, p. 148.
6 “Si la felicidad consistiera en los placeres del cuerpo, llamaríamos felices a los bueyes cuando encuentran algarrobas para comer”. Ídem, Fragmento 4°, p. 102.
7 “El fuego al avanzar, juzgará y condenará todo”. Ídem, Fragmento 66°, p. 131.
8 “Conviene más extinguir la insolencia que un incendio”. Ídem, Fragmento 43°, p. 121.
9 “Todas las cosas se cambian en fuego y el fuego en todas las cosas, así como las mercancías por oro y el oro por mercancías”. Ídem, Fragmento 90°, p. 142.
10 “No es mejor para los hombres lograr todo lo que desean”. Ídem, Fragmento 110°, p. 150.
11 “Así como la araña, que está en el centro de la tela, siente de inmediato cuando una mosca destruye alguno de sus hilos y corre rápidamente allí como doliéndose del corte del hilo, así el alma del hombre lesionada en alguna parte del cuerpo se dirige rápidamente allí turbada por la lesión del cuerpo, al cual está unida firme y proporcionalmente”. Ídem, Fragmento 67°-a, p. 132.
12 Cfr. de Constantino Falcón, Emilio Fernández-Galiano & Raquel López, Diccionario de la mitología clásica, Alianza editorial, Madrid, 1980, Tomo I, pp. 224-5. Y de Carlos Gaytán, el Diccionario mitológico: Dioses, semidioses y héroes de la mitología universal, Editorial Diana, México, 1995, pp. 74-5.
13 Es posible interpretar otra etimología del extraño nombre “Eróstrato”. En lugar del divino Eros, asociado al amor, el nombre del pastor provendría de ero (έρώ) relacionado con eiro (εϊρω) y eiron (εϊρων). La última palabra indicaba a quien preguntaría fingiendo ignorancia, mientras que eiro significaba decir, hablar, mencionar y referir. En suma, se podría conjeturar que “Eróstrato” evocaba a una persona que hablaba fingiendo desconocer el sentido de lo que decía. Y, en el caso del pastorcillo efesio, alguien que no supiese que su acción gloriosa correspondería a los hechos de todo un ejército (stratos) aunque sea en contra de su ciudad y a pesar de que se trate de la aniquilación de la verdad escrita que fuera ofrecida a Éfeso por Heráclito, su mejor hijo.