Montevideo, 1997.

La vida pasa, el 96 no.

(Calle Soca, en un muro, junto a la parada del autobús)

Ese día Ramón dejó la oficina ansioso, como queriendo rajar el horizonte. Los relámpagos abrían brechas en el gris azulado, descargas eléctricas que por instantes hacían más visibles los trasatlánticos cargados de mercaderías. Sus tripulantes eran, como él, habitantes de paso de Montevideo; las zodiacs los llevaban a tierra firme. Había quedado con Helena en la puerta de atrás del edificio de Mercosur para ver las fotografías sobre los años ochenta expuestas a cielo abierto en el Parque Rodó, pero la lluvia les obligó a contemplarlas bajo un paraguas que no les ponía a salvo del agua que salpicaba sus pies. Refugiados en los soportales del Casino, Helena le prestó un manojo de llaves para descifrar las escenas montevideanas del pasado: siglas que abrían la caja de los truenos, rostros que agrupaban voluntades y sentires para hacer de una forma diferente, para salir del miedo, para derribar las estructuras verticales que les habían silenciado.

Desde allí dispusieron ir hasta Ciudad Vieja, a la inauguración de otra exposición de diferentes artistas de México que centraba la polémica del día. Helena argumentó diversas razones ecológicas a favor del ómnibus que Ramón todavía no entendía. La siguió, con la lluvia les sería difícil encontrar taxi. Sus pies todavía estaban mojados. Pasó el 300 y se acomodaron en los únicos dos asientos que quedaban libres. Helena sacó de su bolso algunas cuartillas y Ramón miró por encima de sus hombros para leer: La balada del álamo Carolina, Haroldo Conti. Le explicó que era un escritor argentino al que los militares hicieron desaparecer para siempre en la dictadura. Una historia de tortura, maldad, de esas que afeaban la condición humana. Leyendo sus relatos, le explicó, emborronaba de tinta los rostros de sus asesinos. El autobús transitaba por Gonzalo Ramírez cuando un tipo grande, vestido como para bailar tango, se subió y empezó a cantar sin desprenderse de sus gafas de cristales opacos. Su voz era poderosa, aunque algunas salidas de tono evidenciaban su falta de profesionalidad. Agarraba su corpulencia a los asideros desiguales del ómnibus. Cantó Eres tú, y Ramón le contó a Helena que esa música le recordaba a su infancia en los setenta, a un pasado lejano y a una televisión donde todos los años se sentaban a ver el Festival de Eurovisión: grupos con trajes de terciopelo por los tobillos, de pelo chupado de gomina, bigotes y pajaritas relucientes. El cantante detuvo su arte al sonarle el celular y, después de soltar unas frases dignas de un psicoanalista, reanudó el show. Anunció el repertorio que decía haber interpretado en Punta del Este verano tras verano: Strangers in the night… A Helena le pareció aburrido. Llegó la hora de la recolecta: se despojó del sombrero de ante marrón y agradeció las monedas de algunos viajeros: «Gracias por su solidaridad, que la vida le devuelva muchas veces aquello que da». Antes de dejar el autobús, se dirigió a la afluencia: «Lo que hay que hacer para ganar 400 dólares al día». A Ramón le pareció gracioso, pero Helena lo miró seria. Desde el autobús pudieron verlo sentado en la parada, contando las monedas y anotando en una pequeña libreta azul unas cifras que le ayudarían a conocer cuáles eran las horas más indicadas para una buena recaudación.

Helena continuó leyendo a Haroldo Conti mientras Ramón pensaba en la última vez que había tomado el autobús dos semanas atrás, después de una reunión en Ciudad Vieja. Gigantes de nube manchados de río navegaban imponentes entre los edificios de un cauce seco. Se subió el cuello de su anorak y caminó contra el viento. La tormenta estaba llegando y parecía que la tarde se aceleraba. Esperó en las esquinas más traficadas, pero todos los taxis iban ya ocupados y la única alternativa que le quedó fue tomar un autobús. Enseguida se llenó. Entre la muchedumbre apelmazada se escuchó el canto retórico de un vendedor ambulante: «De todos es sabido que la mercadería que penetra ilegalmente al país es requisada y luego subastada al mejor postor. Pues bien, les ofrezco repasadores, de primera calidad, por debajo de su precio real: 60% algodón, 40% hilo. Usted podrá encontrarlos en el mercado a 50 pesos. Hoy, debido a esta circunstancia excepcional, usted podrá comprarlos por la mitad de su precio…». Cuando el autobús se descongestionó un poco, el señor tomó su pesado maletín de médico y empezó a recorrerlo exhibiendo su oficio. Tenía un ligero parecido a Mario Benedetti, o quizás a alguno de sus personajes. Las palabras resonaron en su cabeza durante todo el día, incluso en la reunión del día siguiente. La voz del vendedor ambulante revelaba una verdad que no se hallaba tras la mesa de roble de la sala de juntas de la oficina del banco. Uno de los grandes directivos había venido a Uruguay por algunos problemas planteados por los trabajadores en relación con las operaciones de blanqueo de dinero que ocurrían de forma flagrante. «En este país hay libre circulación de capitales desde 1974. ¿A qué vienen ahora estos escrúpulos?». El peor capítulo estaba relacionado con un empresario del fútbol que tenía negocios en Colombia. Las cifras, por inconmensurables, llamaban la atención. Pero ahí se cerraba la discusión. Si el Estado uruguayo lo permitía, la banca privada no se opondría. «A nosotros nos da igual el color del dinero. Rendimos cuentas a los accionistas y solo admiten beneficios». Ramón sonrió a su jefe dándole la razón, como le habían enseñado, fuera de sí mismo. Después se miró sus calcetines y se dio cuenta de que había errado en el color. El derecho era gris, el izquierdo negro. No recordaba que le hubiera pasado nunca. Y otra vez fantaseó con la voz del vendedor ambulante y sus calcetines decomisados. Elegía varios pares de esos dos colores, inútilmente los compraba cuando quería estar descalzo, huir descalzo, dejando huellas en la arena virgen, señales en una playa cerca de un bosque plagado de árboles de plástico.

Helena se levantó precipitadamente y le espetó un «vamos». Esa era su parada. La siguió. Representaba un modelo siempre anhelado y él la admiraba: libre y defensora de las causas que le venían en gana, pisando con los pies la tierra, trabajando por y para la gente. A él ya le había quedado claro que servía a unos pocos accionistas millonarios que se saltaban las reglas. Los pies todavía húmedos, por suerte con los calcetines del mismo color. Podría haberle contado a su amiga esa reunión, pero le daba miedo que lo juzgara. Ahora no quería dejar el país ni su trabajo: era empleado de banca, aunque no lo sentía; era expatriado, aunque tampoco. «¿Te das cuenta? —le preguntó retórica Helena—, el Montevideo que tú habitas en los salones de las casas de Carrasco o en los grandes apartamentos con vistas al mar de Pocitos no es el que palpas en las entrañas de la ciudad cada día. Hay quien labura desde que sale el sol hasta bien entrada la noche para poder pagar un alquiler en cualquier cuartito y comer caliente. Tal vez a ese hombre no le alcancen los cinco mil pesos de la jubilación. Por eso tiene que hacer su pequeño estudio de mercado para ver cuál es la hora y la ruta que le renta más». Ramón asintió con la cabeza mientras un prurito debajo de la piel le recordaba el episodio con el enviado de la mafia banquera. Pensó en la ironía de que fuera un cantante invidente quien encendía ahora la luz. Helena seguía hablando. La realidad se olía en todas partes. Le decía que por un momento había confundido al intérprete con Rony, un viejo compositor a quien invitaron a participar en un programa radiofónico en sus tiempos de universitaria. En realidad, no se podía emitir y tenían que ir de un lugar a otro para evitar ser interceptadas. Helena, encargada de la logística, había aprendido a salir corriendo con las antenas y los aparatos o a citarse veinte minutos antes de que empezara el programa. El lugar más adecuado era la última planta del hospital de clínicas: allí el sindicato era muy fuerte y siempre encontraba la forma de no dejar entrar a la policía. Para no abusar, también emitían desde el gremio del taxi. Guardaba todavía esa imagen virgen: Rony con su canción protesta en directo entre las toallas húmedas de los taxistas.

La parada del ómnibus no quedaba muy alejada de la sala de exposiciones. Abrieron el paraguas de nuevo. La polémica venía servida tras el intento de la embajada mexicana de retirar uno de los vídeos de la muestra colectiva, algo que había trascendido por el boca a boca. Al parecer se había relacionado a uno de los protagonistas de un montaje de videoarte, que aparecía recibiendo coimas, con el político Carlos Salinas de Gortari. Ante la petición del embajador, los otros artistas habían dicho que también retirarían sus obras. Las invitaciones ya habían sido cursadas, los medios de comunicación convocados y el ruido que podría causar la cancelación comprometía la apariencia de país democrático donde se respetaba la libertad de expresión. Así que finalmente el vídeo se mantuvo, aunque en el lugar menos visible de la sala. Ramón y Helena siguieron el orden de la exposición. Una obra de gran magnitud hacía que dios se travistiera en Benito Juárez mientras la serpiente Quetzalcóatl parecía ser parte de la santísima trinidad. Algunas obras hacían clara referencia a las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez, otras eran variaciones sobre el tema de la corrupción o el altar de día de muertos y el valor que una bandera tricolor, con un águila en un nopal devorando una serpiente, concedía a la vida. Siguieron caminando a su propio ritmo entre esculturas y grabados. Ramón palpitaba sobre su coraza, desviaba su pensamiento para sentir las mutaciones en su cuerpo y en su estado de ánimo. Helena llenaba su presente, le hacía cambiar los hábitos, cuestionarse y pensar, como si lo hiciera por primera vez, en un sinfín de asuntos que hasta entonces había dado por sabidos. Le recordaba que tenía que dejarse espacios para hacer cosas diferentes. Quería darse una oportunidad, aunque intuía que su instinto de superación necesitaba abrevar de su fuerza y que, solo a su lado, podría despegarse de un «deber de» que fue su guía desde su infancia. Tenía que sobrevivir a aquel trabajo depredador, a la luz lacerante que le invitaba a quebrantar todo lo estipulado. No había esperanza de más y, sin embargo, bajo las capas superpuestas de una ciudad con olor a océano, movía piezas en un tablero ciego.

Se reencontraron en la oscuridad del lugar reservado para ver el vídeo. Emiliano Zapata cabalgaba. Entonces apareció un personaje cuya calvicie podía ser la de Salinas de Gortari. Bajo su mandato se había firmado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, privatizado las empresas estatales, incluida la banca, e incrementado enormemente las desigualdades. Encontraron la animación con cierta gracia, casi inofensiva. El curador de la exposición, Jaime Gulias, que conocía a Helena desde hacía tiempo, tomó un agua de jamaica con ellos y les contó que el embajador lo acusaba de convocar las manifestaciones en Montevideo de apoyo a los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena. Él no estaba detrás, pero le honraban los ataques. Al embajador lo habían tenido que sacar de México por haber participado en un escándalo de corrupción relacionado con la compra de un hotel de lujo en una zona protegida y ahora estaba recibiendo muchas críticas de distintos sectores de la Cancillería. «Por suerte —añadió Gulias— Uruguay es un lugar poco propicio para dar refugio a estos tipos».

Antes de marcharse, Jaime Gulias les presentó al embajador. A pesar de todas las presiones, el hombre de paja había acudido a ver cómo discurría la noche, quizás para asegurarse de cuál había sido finalmente el lugar asignado para la proyección del vídeo y espiar lo que acontecía en los corrillos. Era tarde y Ramón quiso acompañar a Helena en taxi hasta su casa, pero ella lo consideró innecesario porque el apartamento de él quedaba de camino. Percibía sus pies todavía mojados. El perfil de la Ciudad Vieja y del Barrio Sur fue quedando atrás, fundiéndose con las consecuencias de los relatos que las obras y el testimonio de Jaime habían construido. Un trozo de la Rambla ya había sido destrozado por la marea picada y la fuerza de las olas. Las palmeras danzaban nerviosas, acompañando el temporal. Antes de subir por Parque Rodó, miró otra vez al río. Una masa gris, espesa, nunca vista, como si la corriente hubiera arrastrado toda la basura del mundo, apareció ante sus ojos. Solo hacía falta fijar un poco la mirada para ver qué miasmas la componían.

Y Ramón, ahora, quería saber. Saber con la fuerza que hacía que pudiera llover todo un río, desprender esas cataratas del cielo.