Un concurrido local de clases de baile en la planta baja de mi edificio en Santiago publicita entre sus enseñanzas la «salsa de salón». ¿Qué es eso?, me pregunto. ¿Acaso la salsa de verdad no es la negación de los salones? ¿Acaso no nació con la libertad de las calles y creció en el desbande de sudorosas multitudes moviendo las caderas, más con sentimiento que con pedagogía, en estadios techados y explanadas de vecindarios populares?

Pronto a conmemorar los cincuenta años del cruento golpe de Estado de 1973, Chile recordará una vez el sacrificio y el ejemplo de Salvador Allende, así como las 3.500 víctimas de la dictadura entre detenidos, desaparecidos y asesinados por las fuerzas represivas, con muchos casos que aún continúan en la impunidad. Y estará también el recuerdo de alrededor de 35.000 casos documentados de víctimas de torturas y maltratos a través de la prisión política.

En la trastienda de esta conmemoración se divisa asimismo el exilio, que en todas sus expresiones fue forzado: forzado por decretos dictatoriales que en ocasiones privaron de la nacionalidad a demócratas; forzado por amenazas y persecuciones que obligaron a buscar refugio en embajadas; forzado por el legítimo miedo o forzado en última instancia por la neoliberal política de shock que condenó a miles de chilenas y chilenos a la cesantía laboral.

Hacia 1983, la Comisión Chilena de Derechos Humanos registraba 20.000 personas expatriadas por el régimen del general Augusto Pinochet, mientras el número de exiliados por razones políticas ascendía a 200.000 distribuidos en cincuenta países. Si se suma a los emigrantes «voluntarios» el total de exiliados en los 17 años de dictadura se estima entre 800.000 y un millón.

Medio siglo después del golpe de Estado, casi 100.000 chilenos mayores de 18 años son votantes en el exterior, lo cual hace suponer la prevalencia de un exilio que ha echado raíces en más de 60 países, incluso con nacidos fuera de Chile que ostentan la ciudadanía a través de sus padres.

Las características y consecuencias del exilio, el retorno y la reinserción en el país han sido objeto de numerosos estudios desde la restauración del régimen de derecho en 1990, sobre todo por sus implicaciones políticas, sociales y económicas. Los chilenos se hicieron más cosmopolitas por la diáspora provocada por la dictadura, y a su regreso contribuyeron en buena medida a internacionalizar este país tradicionalmente replegado en sí mismo.

Estos fenómenos tienen igualmente numerosas manifestaciones artísticas y culturales. Cada contingente de retornados trajo algo que aportar desde su país de acogida, para influir en el lenguaje, en hábitos gastronómicos, en las aficiones literarias y también musicales, con su derivado de preferencias hacia ritmos bailables.

Es sabido que la salsa cultivó sus raíces en el «Harlem Latino» de Nueva York, en los círculos de inmigrantes puertorriqueños, cubanos, dominicanos y panameños, y que se consagró como fenómeno musical de alcance internacional en la década de los 70 y 80 del siglo pasado, a través de la pléyade de artistas de Fania Records o Fania All Stars.

Dilucidar los orígenes de la salsa es una tarea ardua para musicólogos. Como ocurre con todos los ritmos populares, nació de un cruce de influencias y tradiciones, aunque me atrevería a apostar que su núcleo germinal estuvo en el son caribeño, el guaguancó y la rumba, más que en los prolegómenos comercializados del mambo y el chachachá, como ritmos bailables de salón.

Sin duda el jazz, con todo su arraigo africano, aportó otra veta significativa al universo salsero, legándole las secuencias de tema e improvisación, con diálogos entre los vocalistas y los músicos que alimentan la creatividad y multiplican las ansias de los danzantes.

Así como el rap varias décadas después, la salsa también se engendró en los suburbios de los inmigrantes marginados, en las denuncias de la marginación y en las nostalgias ancestrales.

«Yo nací en Nueva York/ en el condado de Manhattan/ donde perro come perro/ y por un peso te matan…», cantaba en 1980 Henry Fiol, un estadounidense hijo de padre puertorriqueño y madre italoamericana, en Ahora me da pena. Esta popular salsa fue una réplica adaptada del son que con el mismo nombre compuso y grabó en los años 50 Compay Segundo (Francisco Repilado): «Yo nací allá en Siboney/ en la provincia de Oriente/ donde el sol es más caliente/ si coges por el caney…».

La salsa y los grandes intérpretes de Fania se nutrieron de lo latinoamericano. Toro mata, el éxito de Celia Cruz es la adaptación de un tradicional tema folclórico peruano en ritmo de festejo. Héctor Lavoe y Willy Colón grabaron Rompe saragüey desde Con los santos no se juega, del folclore afrovenezolano.

Si la salsa capturó el gusto de todos los latinos e hispanoamericanos fue por la creatividad de su música y por una riqueza hermanada con la sencillez en las letras de denuncia que transitan los bajos fondos y generan creativas metáforas. «Si lo meten preso/ sale al otro día/ pues un primo suyo/ está en la policía…», decía Héctor Lavoe en Juanito Alimaña, mientras Rubén Blades retrataba al mafioso de poca monta en la inolvidable Pedro Navaja.

Volvamos a Lavoe, con su Periódico de ayer, que bien puede ser el himno de los periodistas, según mi amigo y colega Luis Córdova: «Tu amor es un periódico de ayer/ sensacional cuando nació en la madrugada/ al mediodía noticia propalada/ y en la noche materia olvidada…».

El exilio chileno acogido en Venezuela, Cuba, México, Costa Rica, Ecuador, Colombia y Perú se contagió saludablemente con la salsa. La fama de «tiesos para bailar» se fue diluyendo cuando en las fiestas, carnavales y conciertos al aire libre en esos países aprendieron a mover las caderas y engañar a las baldosas copiando los pasos de danzantes salseras y salseros.

Víctor Manuel Mandujano, un periodista chileno dotado de un excepcional talento como fotógrafo, se dejó capturar por la salsa en su exilio en Venezuela. Cuando pudo regresar a Chile, allá por 1985, mandó por barco hasta Valparaíso la discoteca que había acumulado, con un millar de vinilos.

Cuando fue a retirar la carga a la Aduana del puerto, querían hacerle pagar una fortuna por el ingreso de los discos al país. Pensaban tal vez que no eran una colección particular sino una internación de mercancía para hacer negocios. Tras encendidas discusiones con los aduaneros, que lo llevaron a exigirles que lanzaran los discos al mar si insistían en el cobro desmesurado, logró internarlos con un pago razonable.

Ya en Santiago, fundó el Club de Salsa, una suerte de gran cofradía de salseros, muchos de ellas y ellos retornados del exilio, que organizaba encuentros los fines de semana alquilando locales con grandes pistas bailables en la capital.

De alguna manera esas maratones de salsa reflejaban el ambiente que se respiraba en Chile en los estertores finales de la dictadura de Pinochet, en la víspera del triunfo del «No» en el plebiscito presidencial de octubre de 1988, y en los tiempos de preparación de una transferencia del poder que redundó en una eterna transición hacia la democracia.

Era el Chile que se atrevía a mover las caderas y quebrar la cintura, desafiando la represión cultural de la dictadura y buscando la identidad latina en la música, con jornadas donde se bebían mojitos y daiquiris además de las infaltables cervezas.

Se formaron también grupos musicales. La Banda se llamó la orquesta de salsa que Víctor Mandujano integró como percusionista. Existió entre 1988 y 1989 y grabó un álbum.

Luego, en el debut de la década de los 90, la pista atlética del Estadio Nacional en Santiago acogería la gira de Fania All Stars, donde los salseros tuvimos la alegría de escuchar y bailar al ritmo de temas interpretados por Celia Cruz, Tito Puente, Cheo Feliciano y el canario José Alberto, entre los que se nos quedaron en la memoria.

Los inmigrantes venezolanos, colombianos, ecuatorianos, peruanos y dominicanos que han llegado en los últimos años a Chile han traído sus bailes y su espíritu salsero. Sin embargo, en la víspera de los 50 años del golpe, los chilenos no parecen proclives a acogerlos con generosidad y votan por partidos que promueven solapadamente la xenofobia.

La salsa de salón viene a ser así una triste réplica de un arte popular masivo que en el exilio y en la lucha por la democracia nos llamó a reconocer la hermandad latinoamericana.