Una de las principales armas de los políticos, tanto de los dictadores como de los democráticos, es la palabra. La capacidad de hacer discursos, la retórica, la transmisión de ideas y apelar a emociones son herramientas necesarias para un político eficiente. Desde Obama, Pericles, hasta los sátrapas que no vale la pena mencionar han sabido que su voz y textos les permiten ejercer el poder. Uno de los paradigmas narrativos más usados e importantes es el «bien común».

Pocas ideas tiene la buena prensa y el brillo como el que supone que existe un bien que apela a toda una comunidad y al que todos, de la mano, podemos trabajar para construir un mejor mundo y un futuro ideal. Cae el telón, aplausos. En México, el país que inventó el término cantinflear «hablar mucho sin decir nada», apelar a un supuesto bien común es muy eficiente. El actual presidente, todos los días en su mañanera y en el coro de abyectos aduladores en redes sociales, justifica cada decisión de su gobierno en el «bien común» del «pueblo» de México. Sin importar consideraciones técnicas, constitucionales o de sensatez; lo que el mesías tropical designa como «bien común» debe hacerse.

Por todo esto, es valioso detenerse a pensar y responder: ¿qué es el bien común?, ¿existe?, ¿quién lo define?, ¿qué implicaciones tiene esto en la formación y funcionamiento de una sociedad democrática o liberal?

Siguiendo el método aristotélico comencemos por una definición. Podemos entender como bien común al conjunto de intereses compartidos entre individuos particulares miembros de una sociedad. De esta definición podemos desprender que los miembros de una sociedad tienen intereses personales o privados de distinta índole, plurales, en algunos casos excluyentes, en otros incluyentes o hasta antagónicos, y dentro de esa pluralidad se pueden rescatar algunos que todos tienen. Así, por ejemplo, dentro de la pluralidad de intereses que existe en la Ciudad de Miami el bien común sería preparar a la ciudad para las afectaciones de un huracán que pase por Florida.

Dentro de esta definición existirían dos tipos de bien común. Por un lado, monista o donde existe un único conjunto de intereses comunes y compartidos. Existe un único bien común que tiene una función teleológica para la sociedad. El único bien común puede ser descubierto o elaborado, comunicado y ejecutado por las élites políticas de la sociedad ya sea un populista demagógico o un tecnócrata. Lo que varía es el método, la «sensibilidad popular» o la ciencia dura (sin comillas), pero el trasfondo es el mismo un único y excluyente tipo de bien común. Por otro lado, podemos tener una serie de conjuntos de intereses comunes entre una población, es decir una visión pluralista del bien común. Regresando a nuestro ejemplo, mientras que una visión monista reconoce el evitar afectaciones de los huracanes en Miami como el bien común, una visión pluralista podría añadir: ganar el Super Bowl, ser un foco de cultura hispana en EE. UU., tener las mejores universidades del sur de la nación, entre otros

Una visión pluralista introduce nuevos problemas. Por un lado, ¿todos los conjuntos de intereses compartidos tienen el mismo valor o se debe jerarquizar? o ¿qué pasa cuando estos objetivos son contrarios o antagónicos?, ¿cómo elegir entre uno u otro?

En México: ¿cómo decidir entre el bien que implica la seguridad jurídica sobre los contratos firmados y el bien de respetar la voluntad popular de cancelar un aeropuerto o una fábrica de cerveza?

Pareciera que, en sociedades plurales, con poblaciones tan diversas y pocos vínculos que los unen no es posible hablar de un bien común monista. Por lo que debemos reconocer que, de menos, el bien común es una serie de conjuntos de intereses comunes particulares en conflicto. El conjunto de intereses más pequeño posible son los intereses particulares. Entrando así en conflicto el llamado bien común con los intereses del individuo.

Las elites políticas o los ciudadanos no son grupos homogéneos. Los individuos siempre están cargados de intereses particulares, legítimos. Si reconocemos que los individuos son libres y cargados de derecho tenemos que reconocer que en su autonomía emanan diferentes motivaciones y la libertad que justifica su consecución. Al estar en un mismo espacio los intereses colectivos e individuales pueden o ser convergentes, indistintos o contradictorios-antagónicos. El conflicto surge ya que a mayor peso o importancia que le demos a los intereses comunes o bien común, menor el peso de los intereses particulares e individuos. Por lo que apelar al bien común es uno de los pasos a la dictadura; a la justificación de la violación de los intereses, derechos y libertades individuales. No se puede afirmar que siempre el bien común lleva a formación de sociedades cerradas y regímenes autoritarios. Sin embargo, toda dictadura, todo régimen no democrático lo usa como excusa para sus abusos, crímenes y para aplastar los derechos naturales y humanos de los individuos.

En dictaduras y sociedades cerradas se tiene la justificación de que el grupo y sus intereses son superiores al individuo y sus derechos e intereses.

Solo dentro de una democracia liberal, con libre mercado, este riesgo se puede controlar o disminuir. Como cualquier otra fuente de poder, en este caso retórica, en una sociedad abierta y régimen democrático, las alusiones al bien común deben ser controladas para evitar que se conviertan en la llamada a la violación de libertades y derechos.

Es por ello por lo que en una democracia es fundamental definir quiénes son los responsables de designar al bien común. En teoría, en una democracia moderna somos todos los ciudadanos quienes definimos el bien común, sin embargo, eso no es fácticamente posible. Por lo que en una sociedad abierta quién define al bien común:

  • En una democracia representativa: los representantes elegidos por votos y las personas públicas.
  • En una democracia deliberativa: se define por medio de procesos de deliberación.
  • En una democracia constitucional: es la constitución.
  • En una democracia liberal: el bien común y su definición debe ser transparente, bajo la rendición de cuentas, pesos y contrapesos.

Por último, hay que mencionar que en una sociedad se necesitan vínculos sociales fuertes, más allá de compartir un espacio geográfico o lengua, que justifiquen la existencia de intereses comunes. Una familia sí comparte ese tipo de vínculos para afirmar que existen intereses comunes compartidos. Pero, ¿en una sociedad?

¿Cuáles son los vínculos de un individuo con su sociedad y comunidades? Aquí entran en juego dos interpretaciones sobre el individualismo en el cual se basa el liberalismo. Por un lado, el individualismo atómico estilo Margaret Thatcher, «no hay sociedad solo individuos»; por el otro el individualismo que reconoce que el individuo nunca se da fuera de una comunidad, al estilo del liberalismo progresista de John Dewey.

La sociedad no es una familia, sus miembros no tienen vínculos sanguíneos, afinidad o amor, que sí tiene una familia. Aunado a esto, un Estado no es la sociedad, no es una comunidad, menos una familia.

Para que exista un bien común se necesitan los vínculos de solidaridad o amor, y estos no existen en los Estados

Es por eso por lo que los Estados modernos tienen la necesidad de una mentira, una mentira noble que denominamos «identidad nacional». Una ficción y un autoengaño, que en el caso de México es muy débil. México no tiene un proyecto común, no existe un «sueño mexicano». Apenas el azar que nos hace compartir el espacio geográfico entre el río Bravo y Suchiate. Los mexicanos tenemos una identidad de papel, sostenida en sentimentalismos muy superficiales.