No es la espada lo que brilla en la confusión
de lo que viene. No es el sable, sino el miedo
y el látigo.
(Octavio Paz. Visión del escribiente)
Analistas de no importa qué pelaje suelen caracterizar el comportamiento del presidente de los EE.UU., Donald Trump, como el propio de un pato mareado o sencillamente loco. Nada más lejos de la realidad. El cliente de Stormy Daniels —como así lo definiera la derecha española encabezada por el señor Aznar— será cualquier cosa… Cualquier cosa, menos un demente. Su estrategia, cuidadosamente elaborada por equipos afines a la ideología del mandatario, no pretende otra cosa que poner el mundo a sus pies para que el mundo, acobardado por las intimidaciones y amenazas que propala a los cuatro vientos, se vea en la obligación no sólo de rendir pleitesía al emperador sino, sobre todo, ofrecerle generoso tributo para que América, de nuevo y descargando todo su peso sobre la espalda de los demás, conozca la grandeza que soñara en otro tiempo.
Make America Great Again, gritan los que portan la gorrita que lucen, con tanto alborozo como entusiasmo, los partidarios del dignatario. En otros términos: que la acusación que tantas veces formula Donald Trump con relación a Europa, en el sentido de que los ciudadanos del Viejo Continente vivimos de gorra a costa del sacrificio del Nuevo Mundo, no es sino una proyección —otra más— del inquilino que tanta soberbia exuda por todas las paredes de la Casa Blanca. Los de la gorrita bien lo saben, de ahí que tiendan la mano. No para salvarnos de peligro alguno, sino para que paguemos todo aquello que, según su criterio, aún les debemos con creces.
Hagamos algo de ejercicio para tratar de comprender esta actitud. Un ejercicio de memoria histórica.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los mercados norteamericanos vieron desplegarse ante sí una oportunidad fabulosa: la de crecer vertiginosamente, entre otros, en los emporios de Asia y Europa. Tras afirmar su predominio en Yalta, y repartirse el mundo de acuerdo con los intereses de rusos e ingleses, los sinsabores de la Gran Depresión de 1929 dieron paso a un ciclo de expansión que ha durado, con altibajos, hasta el crack inmobiliario de 2008. A partir de ahí las cosas se han puesto feas para los grandes magnates/mangantes de Norteamérica. Atrapados como están en una deuda de proporciones gigantescas, China, el rival que se perfila como el ganador en esta etapa de la gran acumulación de capital monopolista, puede alzarse como el nuevo hegemón del mundo que está naciendo en este instante.
Después de la caída del Muro de Berlín, conjurado definitivamente el peligro «soviético», fueron a por Yugoslavia. Había que cercenar cualquier posibilidad de socialismo democrático y autogestionario. Europa, que tuvo ahí la oportunidad de intervenir militarmente, con autonomía, a partir del eje francoalemán, enajenó su proyecto de construcción independiente. Fue el primer aviso. Luego las relaciones se han ido complicando; han evolucionado de mal a peor. Las garantías ofrecidas a Mijaíl Gorbachov, en el sentido de que la OTAN no ampliaría su área de dominio hacia el Este, quedaron en agua de borrajas; y una Rusia desmembrada, acorralada, sometida a la dictadura de las privatizaciones de la antigua nomenklatura, no ha tenido más respuesta que la de invadir Ucrania para tratar de evitar su derrumbe ante las presiones atlánticas.
En este endemoniado torbellino, Norteamérica trató siempre de aparecer en escena como el «amigo» que protege nuestra vida y libertad, nuestra democracia, de invasiones y delirios totalitarios. Por supuesto, la seguridad cuesta dinero. Demasiado a partir del momento en que el socio principal, descapitalizado por su mala cabeza en la gestión del negocio, nos reclama una suma inasumible: el cinco por ciento del PIB europeo. Ellos, así lo aseguran, realizaron un esfuerzo homérico para cubrir cuantas grietas presentara la defensa europea. Y ahora ha llegado el momento de apoquinar, solidariamente, en el concurso de ese empeño.
Para caldear el ambiente, mostrándole al mundo que nada ni nadie le hará retroceder, Donald Trump ha proferido toda clase de insultos y baladronadas. Un día pretende anexionarse Canadá; otro, Panamá y Groenlandia; al siguiente, tal vez con gran dolor de su pie izquierdo, avisa de que hará temblar la economía global mediante la imposición de aranceles. No contento con todo ello, espolea al sicario sionista Netanyahu para que aplaste sin contemplaciones al pueblo palestino. En el lugar donde se asientan Gaza y Cisjordania, nuestro caudillo proyecta la erección de un resort; un inmenso parque temático que, presidido por una copia de su efigie en oro, los ricos turistas visitarán para mayor esparcimiento y deleite de sus fortunas. Poco importa que la sangre brote de la arena como un recordatorio de la inocencia degollada por un ejército de asesinos.
Poco, o más bien nada. Lo importante, aquello que resultará decisivo en la conformación del Orden Nuevo, será la huella indeleble del Imperio que perdurará (esta vez sí, esta vez será la definitiva) durante más del mil años.
Pero si algo saliera mal, si algo no fuera como es debido… quizá nuestro héroe disponga de una flota de naves espaciales para emigrar a Marte, sede de la nueva ruta galáctica sideral.
Tal vez sí, tal vez en noches de luna llena Donald Trump acaricie los acordes del bolero que canta y dice así:
Pasarán más del mil años, muchos más
Yo no sé si tenga amor, la eternidad
Pero allá tal como aquí
En la boca llevarás sabor a mí.
Un sabor amargo. Pues en la boca de la Tierra ya sólo habrá lugar para un leve recuerdo, una brizna de tiempo en el aire de una brisa marina perdida en la soledad del desierto. Mas… ¿qué importancia puede tener la desaparición de todo rastro de vida en nuestro planeta si, a cambio de ello, la nueva especie creada por nuestra Inteligencia Artificial (IA) consigue colonizar otros mundos a lo largo y ancho del infinito Universo?
Nuestros gobernantes, que bien podrían recordarle al presidente norteamericano el orden de prioridades en nuestra agenda colectiva, han decidido plegarse a las exigencias de Donald Trump.
Así pues, no habrá lucha contra el cambio climático; tampoco una sensible mejora de nuestras pensiones; menos aún un significativo aumento de los presupuestos destinados a Enseñanza, Sanidad, Vivienda, Medio Ambiente, Trabajo, Cultura… En resumidas cuentas: Europa ha decidido enajenar su proyecto de gran potencia global, de genuino referente democrático para tantos países que esperan un polo alternativo al del imperio americano. Europa, en las palabras de Mark Rutte, Secretario general de la OTAN, dobla la cerviz para «pagar a lo Grande». Lo cual no quiere sino decir que el «amigo americano» tiene las manos libres para iniciar cuantas guerras estime oportunas en el tablero internacional para tratar de arrinconar a China, su objetivo estratégico más importante.
Esas guerras, que ya han empezado con los bombardeos realizados en Irán, se inspiran no en los manuales de una ofensiva prolongada contra los enemigos de América, sino en las experiencias habidas en las luchas contra los movimientos de emancipación nacional en América Latina y en Vietnam. Todos los hombres del Presidente (J.D. Vance, Marco Rubio, Robert F. Kennedy, etcétera) saben muy bien que un esfuerzo como el desarrollado en las guerras de Irak y Afganistán está destinado, una vez más, al fracaso. En cambio, inspirándose en los textos del general Vo Nguyen Giap, Ernesto Che Guevara o Carlos Marighella, la táctica a seguir es la propia de la guerra de guerrillas: atacar, golpear selectivamente, retirarse; minar la confianza del enemigo; ganar adeptos entre las filas de la oposición a esos regímenes; negociar cuando los mismos hayan recibido una buena dosis de destrucción masiva en sus bases económicas vitales.
Sí, asesorado por la nueva inteligencia emergente en el Partido Republicano, Donald Trump puede fanfarronear cuanto quiera y burlarse de sus aliados europeos. Porque el señor Presidente sabe que esos mandatarios no son otra cosa que unos conejillos de Indias divididos y asustados, incapaces de resistir y de dar una respuesta unitaria. En conclusión: los tiene acojonados. Bien lo sabe su admirado Putin, quien no tiene prisa en ganar la guerra que libra contra Ucrania porque cuanto más tiempo pase Europa librando una batalla que no puede ganar, más tiempo tendrá Donald Trump de urdir un plan que doblegue a China, la última Thule que habrá de conquistar para que todo el edificio que ha construido no se derrumbe como un castillo de naipes.
Desde luego, la carta es muy arriesgada. Pero es la única que le queda al señor Presidente. Mientras tanto, Europa, que bien podría haber tomado la senda de un camino propio, soberano, centrado en la formación de un solo Ejército que defienda el relanzamiento de un proyecto unitario de carácter universal, un Ejército que destruya las bases ideológicas y políticas de la extrema derecha, Europa… se desvanece, víctima una vez más de sus propios miedos e indecisiones; y no contenta con postrarse ante la arrogancia de Donald Trump, le ofrece a éste el látigo de oro para que el mandatario americano, dando rienda suelta a su sadismo más refinado y cruel, se emplee a fondo en el castigo contra todo aquel que ose mirarle directamente, y sin miedo, a los ojos.
Una sola excepción cabe destacar: la encarnada por la presencia de Pedro Sánchez, quien no ha dado su brazo a torcer. No, al menos, totalmente. En Madrid, sin embargo, gentes de la hierba mala, que de esto saben un rato, ya afilan los cuchillos para la hora en que suene el clarín, autorizando, así, el descabello del toro.
¿Adónde va Europa? ¿Adónde nos lleva esta deriva autoritaria?
La Cumbre de La Haya de 2025 es una reunión de los jefes de Estado y de gobierno de los 32 países miembros de la OTAN, los países socios y la Unión Europea, celebrada en La Haya, Países Bajos, los días 24 y 25 de junio de 2025. Europa, en las palabras de Mark Rutte, Secretario general de la OTAN, dobla la cerviz para «pagar a lo Grande»