Sin quererlo, soñaba distraído, esta mañana
con los años de fragancias y sus colores
Cuando las palabras eran inocentes
y parecía no haber noticias graves.

En aquellos días de la infancia siempre
era primavera, y todo transcurría lento,
todo parecía venidero o a distancia imprecisa
que alumbraba fanales y tañía campanas.

Así es, no hay verdad más radical, podemos extraviarnos en las nostalgias del pasado, en esa infancia gozosa en que todo era esplendor y empezar a sobrellevar el tiempo de agonía con la misma delicadeza y amor, como la que dedicamos a rememorar los años en los que fuimos felices. A veces, nos gusta idealizar la dicha y convertirla en triste melancolía.

A ti te encontré distraída entre las nubes
de la belleza, oculta tras tus risas,
y tímidamente te propuse unirnos al sol
y enajenarnos felices entre las constelaciones.

El primer amor es un santuario donde se vuelve cada tarde de plenilunio, para los que han tenido el privilegio de haberlo encontrado, es algo irrepetible que ya no puede regresar.

Porque ni se puede retroceder en el tiempo, ni nosotros somos iguales, ni nuestros sentidos son tan puros como al principio, aunque seamos los mismos y la unión con el ser amado siga tan fuerte o más que al comienzo, ungida por la pátina del tiempo, que es quien cimenta el amor auténtico, porque lo hace invencible frente a las brisas fugaces y engañosas de las falsas primaveras.

¿Qué perdura de aquel paisaje intacto y su gentil aroma?

La juventud es como una ráfaga de lluvia que pasa pronto, y aunque de nuevo vuelva a brillar el sol, la huella que ha dejado tras de sí, es tan profunda, que los sueños y las ilusiones quedaron devastados por su violencia.

La libertad quedó atrapada en prisiones metafísicas, que nos encadenan de pies y manos y no nos dejan bailar como antes a ritmo de blues, aunque siempre nos quedará el aroma de su fragancia.

El aire se tornó más denso poco a poco,
y nos resultaba injusto el temblor
de los ancianos ante la brisa de la muerte.
Y entendíamos su sufrimiento como un martirio.
No se puede evitar el ser así de la vida,
nos dijeron, pero no lo creímos.

Más tarde, empezamos a ser conscientes de que la muerte, no nos era algo ajeno y lejano, que sucede a otros, sino una realidad cercana, que nos acecha a todos desde que nacemos, y tal vez, esa certidumbre nos lleve a mirar el destino con estupor, y adentrarnos en la noche de los sueños, para encontrar ese atisbo de luz que nos permita seguir caminando.

El tiempo nos fue envolviendo con su silencio
lleno de luces, con su rocío tenaz matutino,
y nos abrazábamos esperando un soplo de algo
o quizá no esperando nada.

Ya no fue posible recordar los atardeceres desgarrados por el sol huidizo hacia el horizonte, ni aquella ansiedad que acompaña el temor de los terrores nocturnos. Entonces fue el momento de conjurar la desesperación que nos conduce al vacío.

Ciertamente debo esforzarme en este instante
en poner en claro, el alto precio y la penuria
de lo que cuesta la esperanza,
y seguir luchando y trabajando,
y hablar sin socavar miserias.

En ocasiones, nos sorprendemos con una mirada fugaz hacia la muerte y la sorpresa de que ella también nos está mirando de frente, y la convicción de que la vida es sólo un viaje en que las estaciones se van sucediendo con una velocidad de vértigo, y llega un momento en que se vislumbra con meridiana claridad, que la estación Términi está próxima. Aun así, intentamos sobrellevar la amargura con la misma pasión con que festejamos la dicha, porque es ahí donde reside nuestra fuerza para seguir viviendo.

Cuando la noche llega es la hora del sueño
y de la soledad ceñido o no a la niebla,
y de buscar los buenos pensamientos e intenciones.

Entonces llega la hora más esperada, cuando las luces languidecen y todo queda envuelto en la neblina de la oscuridad, es el momento mágico en que todo aparece ante nuestros ojos con un brillo nostálgico, que nos ayuda a escapar de los malos augurios.

Bien mirado es la vida un día cualquiera,
enlodada en el fondo de la oscuridad.

Después de todo, cabe preguntarse el porqué de tantas luchas, y de tantas guerras sin vencedores ni vencidos que ardientemente hemos librado. Y la noche envuelve todo como un velo tupido, que nos arrastra al abismo de los sueños.

Entonces resulta necesario y apetece
cerrar los ojos, impasibles ya de tan cansados,
y abrir bien el resto de los sentidos,
para imaginar promesas y esplendores.

Es cuando llega el momento que nos invita a abandonarnos en una somnolencia suave, que nos rescata del naufragio y hace que todo vuelva ordenarse, para poder volver a la bendita rutina que nos pone a salvo de la fiebre del éxtasis.

Mañana no habrá cambiado nada,
el sol volverá a entrar cruzando el patio
y la ilusión, sentida como un soplo
incitará a la aventura del olvido,
para empezar de nuevo la misma vida
que es sólo lo que pasa.

Nuevamente el latir cadencial de la sangre en nuestro pulso, nos grita que la vida sigue pujante en nuestras venas. Y los días siguen pasando, entre flores fragantes y hojas marchitas porque, en definitiva, sólo es vida lo que pasa.